En el penúltimo párrafo de una entrevista que el diario Crónica le hizo en mayo de 1979, días después de que firmara un nuevo contrato con Argentinos Juniors tras su fallido pase al Sheffield United de Inglaterra, Diego Maradona lanzó al futuro una de sus primeras frases filosóficas: “La patria es lo más parecido a una familia”.
La dijo con apenas 18 años, sin los rulos característicos que había mostrado desde su debut en la Primera de Argentinos, y en el peor contexto posible: en plena dictadura, Diego había empezado a hacer la colimba como soldado en el Regimiento de Infantería 3 de La Tablada.
Fueron pocos meses, una instrucción testimonial, pero le sirvieron al régimen de Jorge Rafael Videla para mandar un mensaje a la sociedad: las estrellas de fútbol también debían pasar por los cuarteles.
El texto de Crónica, con un sutil guiño al clima de época, estaba ilustrado con tres fotos: abajo a la izquierda, Dona Tota, Don Diego y los dos hermanitos, Hugo y Lalo; en el centro, una imagen de Diego firmando el contrato y otra sacándose una gorra con publicidad. “El chico ya está creciendo y ahora además es soldado, por eso valía la pena conocer los pensamientos de este hombre de 18 años hablando de temas que no hacen al fútbol, ni al mundo que lo rodea”, escribió el periodista, que no firmó el texto, una decisión de la que probablemente se haya arrepentido el resto de su vida.
Casi como un anticipo de lo que vendría años más tarde, del gol tramposo y del gol mágico a los ingleses entre las reminiscencias de la Guerra de Malvinas, y con el conflicto con Chile por el Canal de Beagle como telón de fondo, en esa entrevista de la página 14 de la sección deportiva de Crónica, Maradona empieza a darle una espesura conceptual a su noción de país, sin imaginar que años más tarde Argentina incorporaría su cara al muestrario de símbolos patrios, casi a la par –e incluso por delante, para algunos– de San Martín o Belgrano, la bandera y el mate.
“La patria es lo más parecido a una familia”, dijo Diego en 1979 cuando la dictadura lo obligó a hacer una colimba testimonial
A esa introducción sobre los pensamientos de Diego le sigue una declaración de principios, acaso el primer manifiesto de un futbolista que no hablaba de política ni en público ni en privado, pero que empezaba a demostrar –a pesar de su admitida timidez– cierta facilidad para las palabras, las metáforas y las comparaciones: “Ahora que también tengo la suerte de poder servir a mi patria como soldado, recién comienzo a entender cabalmente qué es la soberanía. ¿Es todo, sabe? Es mi patria y la patria es lo más parecido a una familia, si no nos ayudamos todos nunca podremos ir adelante. Y si nuestras Fuerzas Armadas tuvieran que reafirmarlo nuevamente, allí estaría el soldado Maradona, porque, antes que nada, soy argentino”.
Leerlo décadas más tarde, con la certeza de que esas Fuerzas Armadas cometieron los mayores horrores de la historia argentina, genera cierta contradicción y algunas preguntas contrafácticas que incomodan: ¿podría haber hecho algo Diego en aquel momento? ¿Tenía alguna noción de lo que ocurría? ¿Por qué no se reveló contra el Ejército como se revelaría más adelante contra otras esferas de poder?
Treinta años después de aquella entrevista olvidada de Crónica, en 2008, mientras atravesaba el Puente Alsina junto al periodista Andy Kusnetzoff en el programa Argentinos por su nombre, Diego habló de aquel tiempo:
—Yo viví la época de los militares. Había otro miedo —dijo cuando le preguntaron por unos recientes sucesos delictivos en Pompeya.
—¿Entendías algo de lo que pasaba? Tenías 18 en el Mundial 78 —le preguntó Kusnetzoff.
—En el 78 no lo percibía, yo no sabía lo que pasaba. Nadie, ninguno de todos los jugadores, que eran más grandes que yo. Yo tenía 17 años y cuando Cruyff no quiso venir por los derechos humanos, dije: “Qué boludo”. Sin embargo, hoy le tengo que dar la derecha porque hicieron cosas terribles y horribles (NdR: en realidad, el futbolista holandés explicaría años más tarde que no viajó a Argentina porque acababa de sufrir un violento asalto con su familia y no quería separarse de sus hijos y su mujer).
* * *
Todavía no tenía al Che tatuado en su brazo, no fumaba puros con Fidel en La Habana, no criticaba al Vaticano ni se reconocía peronista, pero si de verdad la ideología es una forma de conciencia, el origen del Maradona que conoció el mundo podría estar ahí, en esa memoria infantil y adolescente de calles de tierra que siguen así cinco décadas después, en el olor a mierda que se respira en Fiorito –por el Riachuelo, por las napas altas o por las cloacas que no existen–, en ese ramal del Belgrano Sur que ya no funciona o en el colectivo 44 que atraviesa barrios como clases sociales, casi como lo que hizo Diego con su vida.
La emancipación de Maradona no puede estar escindida de aquel adolescente introvertido, bajito y plebeyo que se mudó de las canchas de Fiorito a las de Parque Saavedra, el predio Malvinas o Juan Agustín García y Boyacá, sus primeros estadios Aztecas con la camiseta de Argentinos. El que viajaba junto a su papá, su mamá y los demás Cebollitas en el Rastrojero de Don José Trotta los fines de semana o el que se sorprendió con el consultorio del doctor Paladino en Almagro, al que lo llevaba Francis Cornejo para sus primeros estudios, porque era distinto a las salitas y hospitales del conurbano que él conocía.
Si existiera una antropología maradoniana que estudiara los postulados por los que se convirtió en bandera de la rebeldía, la reconstrucción de ese trayecto de
Fiorito a La Paternal no podría omitirse. Como tampoco el 20 de octubre de 1976, el día de su mitológico debut en Primera, pero no en la cancha contra Talleres, no en el caño a Juan Domingo Cabrera como presentación oficial ni bien comenzó el segundo tiempo, sino en lo que le dijo a Rodolfo Suárez, histórico allegado al club, cuando se encontró con el plantel en la Avenida Alvarez Jonte.
Era el mediodía del miércoles, hacía mucho calor, y Rodolfo se sorprendió cuando lo vio con un pantalón de corderoy. Le preguntó si no estaba incómodo con algo tan abrigado, y Diego le respondió sin ambages.
—Es el único que tengo.
Fue en esos años de Argentinos Juniors, mientras el país se jodía para siempre por los avatares de la dictadura, que Maradona transitó su propia movilidad social ascendente: dejó Fiorito para mudarse a un PH alquilado en Argerich 2747, en Villa del Parque (donde conocería a Claudia Villafañe). Y del inquilinato de Argerich se mudó a Lascano 2257, el sueño de la casa propia, una asignación especial por su contrato a los 18 años, el regalo a Don Diego y Dona Tota, acaso la certeza de que ya no volvería a la patria baja en la que había nacido.
* * *
Las cajas y sobres en archivos y hemerotecas, los recortes y fotos en diarios amarillentos anticiparon lo que la televisión, primero, e internet, después, convertirían en inabarcable: cada paso que Maradona daba era noticia, incluso en sus primeros años como jugador profesional en un club mediano de Buenos Aires.
Repasar y leer las notas, testimonios y entrevistas de Diego en aquellos años de Argentinos también sirve para validar la teoría de que su patria, antes que todo, era su familia: rara vez Maradona no se refería a sus padres o hermanos como una de las razones por las que jugaba al fútbol. Era su primera misión: darles lo que él no había tenido de chico.
Nunca lo contó con tanto detalle como el 13 de diciembre de 1977, catorce meses después de su debut en Primera, en la Revista Goles.
—¿Qué auto te compraste?
—No, no tengo.
—Pero normalmente, con medio año en Primera, los jugadores nuevos se compran un auto…
—Sí, lo que pasa es que yo le tengo que comprar la casa a mis viejos. Ese es mi primer objetivo. Nosotros vivíamos en Fiorito, y ahora Argentinos nos alquiló esta casa en Villa del Parque, pero mis viejos y mis hermanos tienen que tener su propio techo.
—¿Cómo distribuís la plata que ganás en un mes?
—La mitad la guardo. Mis amigos me aconsejan dónde guardarla o invertirla, por eso de la casa...La otra mitad se la doy a mi vieja, para que compre las cosas que hacen falta.
—¿Y con cuánto te quedas para vos?
—No, cuando tengo que comprarme algo, un casete (ahora compro más que cuando no tenía plata) o algo de ropa (eso sí me gusta), le pido la guita a mi vieja.
Si la vida de Maradona cambió para siempre el 22 de junio de 1986, cuando le hizo los dos goles a Inglaterra en el Estadio Azteca, hubo un hecho mucho menos conocido –y mucho menos épico– que le hizo cambiar su otra vida, la material: sucedió el 6 de noviembre de 1978, siete días después de cumplir 18 años, cuando el presidente de Argentinos Juniors, Próspero Consoli, le entregó las llaves de la casa de Lascano 2257.
Como cada instante de la vida de Diego, en internet hay fotos y videos de ese momento: con un cardigan de lana, Diego maniobra el picaporte falseado y abre la puerta. Ya en el patio techado de la casa, le da un beso y abraza a Dona Tota y a Don Diego. Diego sonríe: tiene la alegría de la misión cumplida.
Lo pondría en palabras un mes después en una entrevista con Crónica:
–Mi vida cambió mucho a partir del momento en que tuve mi casa. En que se superó un problema que para mí era fundamental. Usted no se imagina lo que es volver de un partido o de un entrenamiento y saber que hay que pagar el alquiler, o que no se puede poner alto el combinado porque se molestan los vecinos. Nada que ver una casa, ésta, con un departamento. Para mí el ‘techo’, como le dicen, fue un milagro.
En un imaginario ranking de locaciones de las miles de entrevistas que dio Maradona a lo largo de su carrera, Lascano 2257 estaría entre los primeros puestos.
Esa casa fue, también, el escenario más mundano de un superhombre. A diferencia de todo lo que lo rodearía después, el Diego de Argentinos nunca dejó de ser un pibe terrenal.
Ya era el goleador de los torneos del fútbol argentino, pero para hablar con él apenas había que viajar hasta ese punto difuso en el que se juntan Villa del Parque, Villa General Mitre (uno de los barrios más pequeños de Capital) y La Paternal, y tocar el timbre en Lascano. Ahí, en esa casa que Argentinos le aseguró a Diego y Diego le aseguró a su familia, en la que vivió hasta fines de 1980, los periodistas accedían a él con solo tocar la puerta de chapa y vidrio.
Diego era un vecino más: compraba Mendicrim, manzanas y Coca Cola en el almacén de la esquina que atendía –y sigue atendiendo– Carlos Prieto, al que varias veces iba para jugar al truco con gente de la cuadra. Carlos atiende el almacén del barrio hace 45 años. Lo abrió el 7 de julio de 1976. Maradona debutó el 20 de octubre de ese mismo año.
–Hicimos la carrera juntos –se ríe.
En aquellos años, los preparadores físicos de Argentinos le rogaban a Carlos que no le vendiera Coca Cola. “Yo le vendo a la casa y son ocho hermanos. Yo qué sé quién toma”, les respondía.
En esa compra clandestina, la travesura de un adolescente, para Carlos también había un mensaje: “La Coca Cola no era para cualquiera: era cara, valía una fortuna. La mayoría acá tomaba Refrescola, que era un jarabe al que se le ponía soda”.
Durante muchos años, para Maradona, como para cualquier hijo de una familia de clase trabajadora, tomar Coca Cola era un lujo. Comprarla y llevarla a la casa para que la tomaran sus hermanos era, también, la manera más concreta de homologar su movilidad social.
El Diego de la Coca Cola y el Mendicrim también hacía cosas insólitas como arreglar una moto en la vereda antes de que llegaran periodistas de Clarín para entrevistarlo, en abril de 1979, luego de que brillara en un amistoso de la Selección contra Bulgaria.
“Estaba solo -escribió el periodista-. Absolutamente solo, junto al cordón de la vereda, en la puerta de su casa, sentado sobre una pequeña moto que le regaló a su hermano unos días antes. La presencia más cercana era la de una vecina que barría despreocupadamente la vereda. Nos sentimos muy cerca del ridículo. Porque a esta altura ya estábamos convencidos que el impuesto que debe pagar este chico por su habilidad y por la fama que se está ganando, es –por lo menos– la condena a verse rodeado de curiosos y de inquisidores las 24 horas del día”.
—!Qué bronca! -se quejó Maradona aquel día, según publicó Clarín-. La moto tiene la goma desinflada... Y ni siquiera sé dónde hay una bicicletería por aquí... Mi hermanito se fue al colegio y quiero dejársela a punto para cuando vuelva.
La Zanella que Diego arreglaba aquel día está, hoy, en el patio junto a un cuadrito con esa nota. Como si el tiempo no hubiese pasado, la casa de Lascano sigue igual que cuando Diego hacía esas entrevistas en la puerta.
Solo hay algunas diferencias perceptibles: ahora hay una placa de la Legislatura porteña, un cartelito que dice “La casa de D10S” y un agente de la Policía de la Ciudad en la esquina, las 24 horas, los 365 días del año.
El abogado Alberto Pérez compró esta casa por 99 mil dólares en 2008. Convenció a una señora que al principio solo estaba dispuesta a alquilarla, resolvió una deuda hipotecaria y empezó a reconstruir la vida de Diego aquí.
Alberto había estado en Lascano cuando fue secretario general de Argentinos, en 1977, y compartía viajes y pretemporadas con el plantel.
Pérez pasó durante muchos años por la puerta, como esperando el día para ver el cartel de venta atado a las rejas de la ventana. Incluso desde antes de comprarla, venía juntando y comprando objetos de Maradona: quería convertir la primera casa de Diego, la que el presidente Consoli le otorgó por su contrato en 1978, en un museo.
Con el tiempo, el berretín empezó a convertirse en una entrada de dinero que Alberto le delegó a su hijo: antes de la pandemia, a La Casa de D10S llegaban turistas de distintas partes del mundo. La entrada salía 20 dólares. Alberto Pérez cuenta que cuando la casa se convirtió en el museo que él sonaba armar, el comisario de la zona lo llamó y le avisó que iba a asignar una custodia permanente.
–No creo que haga falta –le dijo.
La respuesta del comisario aún la recuerda con asombro y una sonrisa.
–¿Sabe qué pasa? Si a esa casa le llega a pasar algo, yo pierdo mi puesto.
Hay fiesta en Olivos
Hacia fines de la década de los 90 produje un programa para la BBC en el que Gary Lineker, el delantero inglés que fue el máximo anotador de México 86, rastreaba a los demás goleadores de los Mundiales. En Argentina teníamos a dos: Mario Kempes lo había sido en 1978 y Guillermo Stábile, que ya había muerto, en 1930. Si bien no entraba en esa lista, la producción igual quería entrevistar a Diego Maradona y eso, sabíamos, era una tarea sumamente difícil.
En el medio de vaivenes y esquives por parte de lo que ya se conocía como el entorno maradoniano, con negociaciones eternas que involucraban desde el canal América TV hasta la Cruz Roja, desde el periodista Mauro Viale hasta el representante Guillermo Coppola, surgió la posibilidad de acceder al entonces presidente Carlos Menem. Lineker primero cuestionó que se quisiera entrevistar a un presidente para un programa de fútbol pero aceptó cuando se le explicó que era una mera estrategia para llegar a Diego. La entrevista sería coronada con un partido de golf en Bella Vista en el que Lineker jugaría en dupla junto a Constancio Vigil, capo de Editorial Atlántida, contra Menem y su profesor de golf. Cuentan que en el último hoyo sonó un celular y Menem pifió, por lo que Vigil le dijo a Lineker que el teléfono le había causado una distracción inesperada al presidente, que eso había afectado su concentración y que capaz correspondía dejarlo ganar. Lineker, un deportista de élite, dudó un instante pero recapacitó y se dijo a sí mismo que no era su presidente: fijó la vista en el hoyo y embocó con un tiro perfecto. Antes del partido se había grabado la entrevista, en la que Lineker comentó que era difícil dar con Maradona, y Menem, divertido, dijo qué raro. Giró la cabeza y ordenó: “¿Dónde está Diego? A ver si lo pueden localizar”. Un rato después alguien se acercó a Menem y le susurró en el oído. El presidente levantó la vista y pidió un número de teléfono. Diego, explicó el ex presidente, estaba en Villa La Angostura pero su gente se pondría en contacto a la brevedad con Lineker.
* * *
La cercanía de Diego con Menem no era ideológica ni política. Que los políticos cotizan sus relaciones con personalidades populares y cultivan imágenes con héroes deportivos es sabido, histórico, y mundial. Menos obvio es qué veía Diego en Menem. Para entender el vínculo quizás sirve recordar los momentos del país y de Diego.
Sus proezas sobre el campo de juego habían comenzado a disiparse a fines de los 80. Quedaría la hazana de haber llegado a la final de Italia 90 y el resurgimiento como héroe de Estados Unidos 94 que devino en tragedia.
Pero, fuera de la cancha, Diego ya era un celebrity codiciado, el que se codeaba con la farándula mundial, el que viajaba por el mundo en una búsqueda permanente de satisfacciones inmediatas, desaforado e insaciable, viviendo de la gloria pasada con plena conciencia de que su cuerpo ya no volvería a darle ese enganche con la pelota que toda la vida había sonado eterno.
Con Coppola a su lado, Diego viajaba a citas mediáticas en el Caribe y en China; cobraba por cada aparición, llegaba tarde o directamente no iba; llenaba hoteles cinco estrellas de putas, lloraba, gritaba, pataleaba, y también facturaba y reía y gozaba. Me había tocado acompañarlo en un evento organizado por Puma, en Londres, en 1996.
La cercanía de Diego con Menem no era ideológica ni política. Para entender el vínculo quizás sirve recordar los momentos del país y de Diego.
Tenía que asistir a un torneo infantil amistoso, pero no aparecía. Dormía en su hotel y nadie se animaba a despertarlo. Finalmente llegó, tarde, a una canchita en la que pudo observar los últimos minutos de la derrota argentina.
No recuerdo contra qué selección perdió Argentina (era un torneíto muy informal), pero sí una imagen imborrable del encuentro de los pequeños jugadores con el 10. Varios niños se acercaron a él y lo abrazaron, llorando sin consuelo. “Perdoname, Diego”, le dijo uno. Y con una ternura que nunca había visto, Diego le acarició la cabeza y le respondió: “¡Pero no seas boludo! ¿Sabés la cantidad de partidos que vas a jugar en la vida? La cantidad de veces que vas a perder...”.
A menudo me pregunto qué habrá sido de ese niño y si atesora esa imagen y esas palabras como yo. Fue como un pantallazo del hombre querible, del ser generoso, tierno y sensato. Duró minutos, porque enseguida Diego fue copado para una conferencia de prensa y el revoloteo de medios de todo el mundo, además de los fans que intentaban acercarse, cambiaron ese clima de intimidad que tuvo con los chicos dando lugar a una intensidad frenética más típica.
De ahí nos fuimos al estadio del Chelsea para ver un partido de la Champions League con entradas VIP cortesía de Puma. Al llegar a la cancha, una joven en el sector de Hospitalidad Corporativa, obviamente sin reconocer a Maradona, indicó que no se podía ingresar sin saco ni corbata. Diego, en remera, se brotó. El alboroto que se armó de inmediato fue como un incendio iniciado por la chispa de Diego pero imposible de apagar una vez prendido. Gerentes generales, jefes de marketing y de comunicación, y otros miembros del público con lugares en el VIP, ofrecían disculpas y soluciones: prestarle corbata, regalarle sus palcos para los que no había protocolo de vestimenta, explicarle que la jovencita era nueva pero que por supuesto él podía entrar hasta desnudo si quería.
Todo en vano porque Diego ya estaba molesto. “¿No se dan cuenta que todo esto, todo este circo, existe gracias al jugador de fútbol?”, gritaba. Nos fuimos sin ver el partido, parando un taxi en las afueras del estadio. Nadie le hablaba, como si supieran que cuando estaba cabreado había que dejarlo tranquilo.
Por algún motivo alguien mencionó un porro y yo me reí. Coppola me preguntó: “¿Fumás mucho vos?”. Dudé, pero Diego se relajó y, riéndose, hizo sí con la cabeza como con complicidad. “Fumo a veces, sí”, me confesé y me animé tímidamente a más: “Hago campaña para la legalización”.
Y seguí, lo miré a Coppola y le comenté: “Creo que esa industria debería pagar impuestos”. Coppola asentía con la cabeza. “Claro, claro”, decía. Embalada, continué con la perversión de que la guerra contra las drogas ataca desproporcionadamente a los pequeños distribuidores, con el costo social que eso implica, mientras los grandes narcos lucran sin rendir cuentas. “Eso es cierto –dijo Maradona–. ¿Sabés lo que le cuesta al Estado tener a todos esos tipos presos? !Una fortuna!”
Recuerdo la escena con claridad porque menos de diez días después, tras una pasada por un hotel en España en el que Diego tuvo otro brote con consecuencias más violentas y destructivas, volvieron a Buenos Aires y Coppola cayó preso acusado de traficar drogas. Operación Rascacielos, el Cartel de Coppola, Samantha y Natalia, rumores de que la DEA estaba involucrada y la historia del jarrón coparon la narrativa noticiosa durante varios meses. Para Menem, cumplió una muy útil distracción.
En aquellos tiempos se acumulaban los escándalos: corrupción monumental, la aduana, IBM, la venta de armas, entre otros, y la segunda huelga general de la CGT. Por azar, muy posiblemente, la telenovela del jarrón dominó la conversación nacional.
☛ Título: El rey de Fiorito
☛ Autores: Leonardo Torresi, Agustín Colombo, Emiliano Gullo, Roberto Parrottino, Marcela Mora y Araujo, Pablo Perantuono, Serguio Olguín, Pablo Llonto, Ayelén Pujol, Mariano Verrina y Gabriela Pepe. Epílogo: Federico Yañez. Edición a cargo de Ezequiel Fernández Moores, Alejandro Wall y Andrés Burgo.
☛ Editorial: Ediciones Carrascosa junto a SiPreBA
Datos de los autores (de los extractos publicados)
Agustín Colombo es periodista. Trabaja en la sección Deportes del diario PERFIL y en la Revista Cítrica. Colabora en el portal Letra P, La Diaria de Uruguay y otros medios.
Marcela Mora y Araujo es una escritora argentina residente en Londres. Se especializa en fútbol como arte, negocio y como fenómeno sociocultural, desde 1991.