DOMINGO
LIBRO

La vida que sigue a la muerte

Cómo vivir después de Malvinas.

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Tres sobrevivientes de la guerra de Malvinas abren su corazón y sus recuerdos. Una narración potente y profunda de tres vidas marcadas por el olvido y la memoria. | juan salatino

Tierra.

Basado en el testimonio de Reynaldo Arce

I

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Regresar del abismo, pero regresar para contar lo vivido. ¿Cómo se regresa de la guerra? ¿Cómo sigue la vida de quien estuvo al borde de la muerte? Reynaldo es un sobreviviente de la guerra de Malvinas. Desde entonces no dejó de buscar respuestas y atravesó por todos los estados emocionales posibles, los conocidos, descriptos en manuales de psiquiatría, y los indescriptibles, los que solo el hombre que volvió de una guerra sabe que padece. Y de todas las preguntas que se hizo, una resultó fundamental: “¿Por qué me tocó ir a la guerra?”. Al principio sostuvo que fue producto del “maldito azar”. Después, que “estaba escrito” en ese destino que dicen que es inalterable. Y con el tiempo, cuando pudo abrazarse a la fe, creyó que “así lo dispuso Dios”. ¿El Dios que manda a los hombres a la guerra es el mismo que los salva o que permite que algunos mueran? ¿Dónde estaba Dios cuando Reynaldo fue a la guerra?, podría preguntar un agnóstico discepoleano. ¿Quién teje los hilos del destino? ¿Por qué hay seres humanos que van a la guerra, viven el horror, la tortura, la muerte, y otros llevan vidas simples, sin mayores sobresaltos? Hay respuestas que son muy complejas y otras que están al alcance de la mano, concretas, sin metafísica ni poesía. Alguien pragmático afirmaría que a Reynaldo le tocó ir a la guerra simplemente por haber nacido hombre, en Argentina y en el año 1963. Lo cierto es que podría haber desertado, inventado una enfermedad o haberse suicidado. Pero Reynaldo decidió obedecer el plan divino, la carta del azar, o el destino en el que estaba escrito que participaría de la guerra por las islas Malvinas, y del lado argentino, que es otro cantar.

Es muy extraña la mente del ser humano, es un laberinto borgeano, aunque dinamitado. En estos tiempos escuché muchas veces eso del poder de la mente y que lo que uno decreta sucede. No estoy seguro de que sea así, como de tantas otras cosas, pero Reynaldo desde pequeño soñaba con ir a una guerra. No se trató de una fantasía infantil mientras jugaba con soldaditos de plomo o inventaba una guerra entre amigos. Él quería ir a una guerra de verdad. Tenía ese deseo fuertemente arraigado. Lo recordó el día en que efectivamente marchaba rumbo a las islas. En su caso, lo deseado se concretó. Estuvo en Malvinas. Combatió. Y regresó para contar lo vivido.

II

Reynaldo tuvo una infancia feliz. ¿Y qué es una infancia feliz? ¿Cómo representar la felicidad de los otros cuando uno apenas puede describir la propia? La felicidad, vista a la distancia, carga con las infidelidades cometidas por el tiempo. Pero hacemos el esfuerzo.

Nos asomamos por la ventana que da al ayer. Queremos contemplar la vida pasada, pero la vemos a través de un vidrio esmerilado. Achinamos los ojos, tratamos de hacer foco, de vernos y ver cómo nos sentíamos entonces. Sin embargo, lo vivido se mueve a su antojo, se trastoca, se confunde con otras vivencias, se pierde en el paisaje borroso de la memoria.

A pesar de lo impreciso que es el ayer, Reynaldo sabe que tuvo un techo, un hogar y una familia en el que no faltaron el amor y cierta estabilidad económica; tal vez sea ese el mejor escenario donde puede actuar la felicidad. Obviamente que la familia de Reynaldo atravesó las sacudidas de los gobiernos de turno y sus medidas tan argentinas. Pero los salvó la fuerza que da la unión familiar. Uno podría suponer que la de Reynaldo era similar a tantas familias argentinas de ese pasado no tan lejano, que se reunían todos los domingos, como si fuera una misa; tal vez se trataba de una misa porque se creía en algo invisible, como quienes creen en Dios. Ritual dominguero que arrancaba temprano con unos mates que se iban callando hacia el mediodía cuando llegaba la picada con el vermut. Las mujeres en la cocina, los hombres alrededor de la parrilla. Las niñas y los niños jugando a la rayuela, corriendo detrás de una pelota, felices, pero sin plantearse qué es la felicidad, tal vez la más pura de todas las felicidades futuras. Todo sucedía despacio, porque en el pasado nunca había apuro, siempre sobraba el tiempo. Al grito de “a la mesa”, se daba inicio oficial al almuerzo. Se llenaban los vasos y los silencios. Llegaban las achuras con el infaltable choripán. Después el asado, el vacío y el pollo. Y “un aplauso al asador”. En la sobremesa se armaba el truco mientras se iban renovando los mates, ahora con las facturas de la tarde. De fondo, la radio con el partido de la fecha. Típico domingo argentino. Sin darse cuenta, mientras el día se deslizaba mansamente, esas familias celebraban la vida, sin preguntárselo, tal vez la más pura de todas las celebraciones futuras. A medida que nos alejamos de la infancia más nos damos cuenta de que allí se cifró un momento determinante, el del tiempo sin tiempo, el de la ausencia del sentimiento trágico del existir.

Tan solo un breve pero mágico tiempo. Una fiesta que, en algún momento y sin previo aviso, se termina.

Reynaldo dejó el colegio secundario cuando estaba cursando quinto año. Iba a la escuela 2 de Haedo. Enseguida quiso independizarse, trabajar, tener su dinero para salir; y, además, soñaba con comprarse una moto. Se lo planteó a su padre. Al principio se opuso, después, al ver a su hijo tan decidido y entusiasmado, comenzó a dudar, hasta que finalmente aflojó y le dio trabajo en su empresa. Y así pudo comprarse la deseada moto, una Honda 650.

La vida de Reynaldo era como la de tantos jóvenes de los 80, de libertad parcial, condicionada por los milicos. No faltaban razzias, represión y el servicio militar obligatorio, ese cuco escondido esperando el sorteo para atacar. Reynaldo no recuerda bien cómo se preparó. Sí recuerda cuando al día siguiente confirmó, entre las páginas del diario, que le había tocado el número 892. Muchos de sus amigos habían sacado número bajo y entonces festejaban alocadamente y cargaban a los que tendrían que hacer la colimba. Reynaldo primero se enojó, luego lo tomó con resignación, asumiendo que todo había sido obra de la mala suerte. Se trataba del año perdido. Qué se podía hacer, era parte del ser argentino de aquellos tiempos, todavía no habían asesinado al soldado Carrasco. Por el número que le había tocado iba a ser destinado el territorio sur del país, y por su altura, enrolado en la PM, la policía militar.

¿Cómo zafar de la colimba? Era muy difícil. No se trataba de conseguir un contacto municipal para renovar la licencia de conducir. Sin embargo, de la galera del mago del destino salió una inesperada paloma, un tío lejano que pertenecía a la Gendarmería.

Entonces su padre lo contactó y le preguntó si podía hacer algo, si no era posible evitar el servicio militar, al menos que su hijo se quedara cerca, en Buenos Aires. Reynaldo hubiese preferido evitar ese año perdido, seguir con su vida cotidiana, el trabajo, los amigos, la moto. Pero de tener que hacer la conscripción, le daba igual dónde. Los padres hicieron todas las maniobras posibles por detrás de Reynaldo, querían evitar que su hijo hiciera la colimba, o de última que no fuera para el sur, por el frío, sin lugar a dudas por la distancia.

Los padres muchas veces intentan en vano proteger a sus hijos del incorruptible azar, o de los designios divinos difíciles de despedazar, como el diamante. Finalmente, de la manga del brujo del destino salió una carta impensada: un vecino y amigo de la familia, que tenía un militar conocido, les propuso a sus padres que podía pedir que Reynaldo se quedara en Ciudadela. En ocasiones creemos que hacemos un bien cuando en realidad estamos complicando las cosas. Sin saberlo, logrando que permaneciera en Buenos Aires, firmaban la sentencia de su hijo. Y celebraron desconociendo que la magia es como los espejismos, una ilusión que tarde o temprano se desvanece.

Mientras tanto, Reynaldo estaba de vacaciones con unos amigos en Mar del Plata. Era el verano del 82, tenía diecisiete años y toda la vida por vivir. Podría decirse hoy, con la claridad que a veces ofrece la distancia, que fue su último verano “normal”; luego, todo lo vivido se verá teñido por la tinta de la guerra. Estaba en “La Feliz”: amigas y amigos, boliches, música, vasos y besos, noches que se trasformaban en madrugadas en la playa.

Vivir, vivir a fondo, beberse la vida de un saque, sin guardarse nada para ese incierto mañana, acunado por el encanto de lo que va surgiendo a cada instante. Fluir en el mar luminoso del aquí y ahora, nadar sin miedos, sentirse inmortal, acariciar la piel de lo posible, beber hasta la última gota del elixir del presente. Reynaldo gastaba, sin saberlo, los últimos cartuchos de su eterna juventud.

Y llegó esa tarde, tan violenta como un tsunami en una playa calma y familiar. Fue cuando llamó por teléfono a la casa de la vecina para dar señales de vida. En cinco minutos se puso su madre del otro lado de la línea y sin demoras le leyó la sentencia: el telegrama. Tenía que regresar urgente y presentarse en el batallón de Ciudadela. Reynaldo sintió que el mundo se ablandaba bajos sus pies y que una fuerza centrípeta lo chupaba para enterrarlo en el centro de la tierra. Cuando pudo salir del pozo, anticipo de la trinchera por venir, le dijo dos o tres incoherencias a su madre y colgó el teléfono. Enseguida se enojó con el mismísimo Dios que años después abrazaría. Estaba en pleno disfrute y tenía que dejarlo todo para marcharse rumbo al año perdido. “Joder o no joder”, esa era la cuestión fundamental asociada a su ser. Su tiempo no era medido en horas ni en días sino en jodas.

“Joder o no joder contigo es la medida de mi tiempo”, era su frase estilo borgeana. No solo se le cortaban las vacaciones sino todas las salidas de todos los fines de semana siguientes. En Mar del Plata, postal de un verano inolvidable, quedó detenida para siempre su vida normal. Adiós juventud. Chau al presente absoluto y a la eternidad del instante. Por entonces iba a bailar por Ramos Mejía, a Pinar de Rocha, a Juan de Los Palotes, a Crash, y tenía, como Roberto Carlos, un millón de amigos y de amigas en todos los rincones del oeste del conurbano. Caminó por la playa, solo, enojado, con la mirada colgada en el horizonte desgarrado por las olas. Sin sospecharlo, estaba muy cerca, a pocos días de contemplar, o mejor dicho vigilar, otro paisaje, el mismo mar argentino, pero bien al sur. En sus playas, en vez de turistas, invasores ingleses.

III

Mientras avanzamos en la vida podemos repensar nuestro pasado, observándonos en esa línea imaginaria que va trazando el tiempo. Si bien el pasado admite interpretaciones maleables, hay una cronología en la que se sostienen fechas fundamentales, momentos que fueron determinando al que somos en el aquí y ahora. Solo la fecha final, la de la muerte, cerrará definitivamente esa sucesión de instantes y seremos para siempre lo que fuimos, nada más. Nacimiento. Cumpleaños. Escolaridad. Títulos. Trabajos. Viajes. Amigos.

Amores. Desamores. Accidentes. Enfermedades. Pérdidas. Pesadillas. Desvelos. Sueños realizados y sueños pendientes. Marcas y marcas. Fechas y fechas. Un mapa único de una tierra excepcional, la de cada ser humano. Y todo lo vivido, como un capital exclusivo e intransferible. En la línea del tiempo de la vida de Reynaldo hay dos marcas fundamentales: el 5 de octubre de 1981, cuando cumplió los dieciocho años; y febrero de 1982, el ingreso en el servicio militar obligatorio.

Llegó de Mar del Plata, dejó la maleta sobre su cama y al otro día ya estaba en el batallón de Ciudadela, disfrazado de soldado, con el pelo cortado al ras. Si bien no lo usaba demasiado largo para evitar conflictos con la policía (porque llevarlo por debajo del cuello de la camisa era considerado de subversivo, hippie o puto) el corte de pelo significó más que un cambio impuesto, representó la puerta de acceso al universo militar: el inicio de la metamorfosis. La institución militar iba ejecutando su poder, uniformando, moldeando a los pibes que venían de la joda y que bajo su régimen comenzarían a marchar derechitos por la remarcada recta del servicio a la Patria. Fue entonces cuando Reynaldo empezó a sentirse otro ladrillo en la colimba.

Al tercer día se fueron de instrucción a Ingeniero Maschwitz, un lugar desolado y aburrido a unos 45 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Simulacros de formación, dos o tres disparos de armas, algunos movimientos tácticos de guerra; instrucciones básicas del ser militar. Toda una pantomima. Les dibujaban el escenario de un posible combate. Absurdo.

“¿Una guerra?”. “¿Para qué todo ese despliegue?”, se preguntaban los conscriptos. Pura teoría, como si estuvieran en un colegio secundario, pero en una institución severa. Tenían apenas dieciocho años, estaban más para alumnos que para soldados. Ayer nomás habían egresado, incluso algunos debían materias o, como Reynaldo, habían abandonado los estudios detrás de sueños ahora abortados. Bostezaban, aburridos, esperando ansiosos la hora para salir de ahí, con la ilusión de que de un momento a otro sonara el timbre del recreo. Sin embargo, no cabía ninguna duda de que no se trataba de un colegio ni había ningún recreo: eran conscriptos en pleno servicio militar obligatorio. Y delante, profesores militares que en un curso acelerado intentaban enseñarles las materias de la guerra. “Si nos atacan desde aquí, esta zona debe estar minada y entonces el otro grupo debe sorprender por allí… y bombardear desde aquel lado… y si hay un herido…”. Y el programa exigía trasmitir el uso correcto de las armas. El instructor se paraba delante de los alumnos devenidos soldados, tomaba el arma con pasión y les enseñaba el arte de matar. Un absurdo simulacro. ¿De qué les serviría todo ese saber teórico si se desataba una guerra? ¿Pero una guerra? ¿En Argentina? Imposible.

IV

A los 45 días de la instrucción, hacia finales del mes de marzo, una mañana comenzó a correr el rumor de que se iban a recuperar las islas Malvinas; un rumor monótono, como el oleaje que apenas se percibe desde el sosiego de una casa frente al mar sin sospechar que en las entrañas oceánicas se está preparando un tsunami. Los soldados se preguntaban qué era eso de “recuperar las islas”, dicho con tanta ligereza. Los superiores no sabían demasiado, la información, al principio, era escasa, incierta, contradictoria. Desde entonces la normalidad comenzó a resquebrajarse. Reuniones secretas. Rostros más serios de lo habitual. Murmullos. Visitas inesperadas. El ambiente se percibía denso, cargado de electricidad, como los minutos previos al desenlace de una gran tormenta.

Finalmente, el 2 de abril los convocaron alrededor de la cancha de fútbol del pabellón. Aunque ese día se jugaba algo mucho más determinante que un partido; se empezaba a jugar la vida de muchos de los que estaban allí, inocentes, expectantes de la novedad.

Enseguida llegó un teniente, se paró delante de todos, firme y ceremonioso, encendió el altavoz y anunció: “Soldados, hemos recuperado las islas Malvinas”. Los soldados comenzaron a contemplarse unos a otros, confundidos, al igual que un grupo de estudiantes que no entiende el interrogante que les presenta el profesor. “¿Se recuperaron las Malvinas?”, se preguntaban. Muchos ni siquiera sabían que las islas eran argentinas y que habían sido usurpadas por los ingleses el 3 de enero de 1833. Al principio, Reynaldo tampoco entendió, quizá no quiso entender. En su mente comenzó a diseñarse el mapa político de la República Argentina, de este a oeste, de norte a sur, sus provincias y capitales, y bien abajo aparecieron un par de manchitas. “Sí, las islas Malvinas”, dijo en voz baja. Hasta ese día las islas solo eran esas dos manchas pequeñas y lejanas flotando en el sur del mar argentino. La mayoría de los conscriptos no sabían de las Malvinas mucho más de lo que habían estudiado en alguna clase de geografía. Recordaban alguna parte de la marcha, tras su manto de neblina… las Malvinas, argentinas, no las hemos de olvidar…

Pero había más neblina que recuerdo. No entendían casi nada y menos imaginaban lo que estaba por suceder, por sucederles. Reynaldo fue saliendo lentamente del estupor desencadenado por la noticia y comenzó a hablar con los dos compañeros que tenía a su lado. Un dialogo espontáneo y frugal, como vecinos que se encuentran en el almacén y comentan el cero a cero de un Boca-River aburrido. ¿Cómo profundizar acerca de algo que se desconoce? Reynaldo no sintió temor, porque después de todo, recuperar las islas no implicaba entrar en guerra.

Seguían formados alrededor de la cancha de fútbol. Eran las compañías A, B, C y “Comando” y “Servicio”, unos seiscientos, setecientos soldados. El teniente coronel, que estaba a cargo del GADA (Grupo Artillería Defensa Aérea) y el GAME (Grupo Artillería Mecanizado) que eran los camiones con artillería más pesada, fue quien informó que habíamos recuperado las islas Malvinas; sí, “habíamos recuperado”, dijo, en plural, aunque ninguno de los que estaban allí, ni siquiera él, habían hecho nada por esa recuperación.

Tras el minuto de silencio y la incertidumbre reinante entre los soldados, agregó que iba a nombrar a algunos soldados de la clase 63 que tenían que quedarse y cubrir el rol de combate de los de la clase 62 que se habían ido de baja: aquellos que se casaron, o que se fueron por estudio, viaje, o por lo que fuera, y que ya no se reincorporarían. A Reynaldo se le hizo un nudo en la garganta, intuyendo que sería uno de los “afortunados”. Había hecho todas las cosas bien, tenía dos “amigos” con cierto peso, el teniente y el cabo que conocían a su familia y que le habían prometido que en la primera baja se iría. “No, no me van a nombrar. No me van a nombrar. No”. Se decía, como rezando un mantra sagrado.

Nombraron a un compañero y después, enseguida, casi sin respiro, la cachetada, a través del megáfono salía como un disparo certero, otra de las sentencias que cambiarían su vida por siempre: “Arce, Reynaldo”, gritó el milico. “La puta madre”, respondió Reynaldo. Y sintió una pisada de elefante en el pecho, un infarto emocional. Setecientos se iban de licencia o de baja y unos pocos, entre ellos él, se tenían que quedar, a nada, a perder el tiempo.

Porque hasta ahí no sabían efectivamente que viajarían a las islas. Y de viajar, tampoco se sospechaba la posibilidad de una guerra. Reynaldo supuso que era imposible, que ya lo largarían en la próxima baja, por la edad y por los escasos conocimientos. Y, por sobre todo, porque si había una guerra, estaban los militares, que se habían formado para eso.

Regresaron a las actividades del día. A las obediencias y rigideces del servicio militar obligatorio. Sin embargo, mientras pasaban las horas, casi sin notarlo, comenzó a fermentar la levadura del entusiasmo y entre los soldados empezaron a circular ideas, chistes, imaginaciones de pibes que piensan que la guerra es como un paintball.

Así, lentamente, Reynaldo se dejó llevar por la adrenalina que implicaba recuperar las islas Malvinas, un suelo que alguna vez nos habían afanado los ingleses, esos piratas que se robaron todo en toda la historia de la humanidad.

 

☛ Título: La isla interior

☛ Autor: Pablo Melicchio

☛ Editorial: Marea
 

Escritor y psicólogo egresado de la Universidad de Buenos Aires, donde fue docente e investigador. 

Trabajó en clínicas de salud mental, en institutos de menores y con personas en situación de calle. 

Actualmente ejerce la profesión de psicólogo en su consultorio en Castelar, y colabora para diversos medios gráficos, radiales y televisivos.