Leer es una acción significativa y voluntaria. Despertar el deseo de lecturas es entonces un desafío educativo y cultural que requiere políticas públicas de acompañamiento a la población, porque los ciudadanos tienen derecho a acceder al uso pleno de su idioma (más aún en épocas de comunicación remota, cuando leer o no leer se ha convertido en frontera). Para lograrlo, es necesario explorar en torno a varias cuestiones. Pensar, por ejemplo, qué cosas suceden cuando leemos y también cuando no leemos. ¿Qué cosas nos son reveladas cuando leemos? ¿Cuáles quedan en el anonimato? ¿Por qué?
Sabemos que lo que llega por esa red global de internet hay que mesurarlo en términos de calidad y veracidad, porque cualquiera, miles de personas, trolls y hasta robots informáticos, cuelgan lo que se les antoja y la red está plagada de falsas informaciones, fake news con contenido pseudoperiodístico, pseudocientífico, pseudoveraz, pseudoartístico que se difunde a través de portales de prensa, radio, televisión y redes sociales que, más que de comunicación, terminan logrando ser medios de desinformación. También hay libros fake news (no es lo mismo escribir literatura que publicar un libro). E incluso se desgastan palabras para encapsular otros conceptos, o mejor expresado, palabras a las que se las fuerza a declamar falsos significados. La cultura literaria, a medida que la humanidad durante siglos fue repitiendo y endiosando frases como “Todo está en los libros”, ha ido pervirtiendo, mal que nos pese, los significados de algunas palabras.
Pienso en estas cuestiones, desde hace un tiempo, y más aún ahora, con esta modalidad (heredada pospandemia) de comunicarnos por red, cada cual en su cápsula, expuestos a jornadas enteras frente a las pantallas, con el mundo a la distancia de un dedo y varias teclas, creando entornos paralelos a la realidad comunicacional cara a cara. Pero es preciso reconocer y confirmar que han sido, sin duda, la lectura y los libros los que nos enseñaron anticipadamente acerca de la comunicación remota. Porque al leer no hay un otro/a presente, solo hay una relación –distante/imprecisa/desconocida– con alguien que no está en carne y hueso contando. Hay una mediación escrita sobre un papel físico, que interpreta quien lee con sus sentidos, o sea, un proceso de simbolización entre lo impreso y la idea que construye quien lee.
Las palabras y sus lecturas reconstruyen las infinitas miradas sobre el mundo. Es, quizás, el acto humano de creación y recreación más trascendente que nuestra especie halló para relatar su paso sobre el planeta, para no conformarse con una sola pasada por la vida. Tal vez por eso, con el advenimiento de la escolaridad masiva, el hecho de “aprender a leer y a escribir” fueron premisas fundacionales de la educación pública, desde sus inicios. No en vano la frase afirma en primer término la acción e intención de leer y luego la de escribir. ¿Es lo mismo leer que escribir? No, son dos procesos que dialogan entre sí por el común tipo de elementos lingüísticos con el que operan (el alfabeto y todas sus articulaciones entre grafemas, grafismos, fonéticas, semánticas, relaciones sintácticas), pero se diferencian puntualmente por su función, lo cual define sus prácticas.
Al leer, siempre se está interpretando información (ya sea de la realidad cotidiana o ficcional) en contextos de sentidos referenciales que son vinculares al conocimiento del lector/a. Se “lee” mucho más que letras articuladas en palabras y en textos, pues al reconstruir mentalmente los escenarios que se van “leyendo” intervienen conceptos latentes, sentimientos, sensaciones, contextos, expresiones gestuales y se activan muchas otras comunicaciones previas. En cambio, cuando se escribe, la precisión comunicativa requiere del uso lingüístico de estándares decodificables comunes y asertivos; la intención está centrada en producir una información específica, propia del escribiente, cuyo objetivo es que el texto sea comprendido por otros y con una razón determinada.
Quien escribe elabora un mensaje que quien lee interpreta a su manera, sobre todo si es literatura. O como mejor lo dice Umberto Eco: “En otras palabras, un texto se emite para que alguien lo actualice; incluso cuando no se espera (o no se desea) que ese alguien exista concreta y empíricamente”.
Las palabras nos atraviesan asignando un valor explícito a nuestra existencia y a lo que nos rodea. Nos ponen en acción frente al mundo y a los otros. Por mucho que se intente acotar espacios a la vasta diversidad de voces que nos circundan –ya sean humanas o las del resto de los seres vivientes del planeta–, las palabras están allí, guarecidas, esperando su oportunidad de circular y decir lo que les es dado revelar. Es, sin lugar a dudas, la invención y la práctica de la lectura el dispositivo que mejor revela esta cualidad de preservar la memoria, e incluso la más notable herramienta para asirnos a las palabras de los demás.
*Autora de Lectores rebeldes, de editorial La Crujía. (Fragmento).