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Libros para leer bajo el sol

Cuatro propuestas editoriales para desconectar en vacaciones.

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Supersticiones: seguridad ante la incertidumbre

Antes de que la ciencia descubriera razones que justificaran los misterios de la vida, los seres humanos observaban los cielos, analizaban el comportamiento de los animales e interpretaban los sueños, entre muchas otras prácticas, para darle sentido al mundo que los rodeaba y, más específicamente, a su quehacer cotidiano. Así nacieron las supersticiones, o sea, la búsqueda de patrones y señales que aportasen seguridad ante la incertidumbre generada por experiencias y fenómenos que el Homo sapiens no podía comprender.

En esta sección, exploraremos las creencias y supersticiones más populares y también, por qué no, las más insólitas que, con sus diferencias según épocas y culturas, ayudarán a comprender quiénes somos y de dónde venimos. Aun los más escépticos —estoy convencido—, de manera consciente o inconsciente, alguna vez habrán cruzado los dedos antes de un examen, esquivado un grillo para no hacerle daño o besado el pan antes de tirarlo. (...)

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Besar el pan antes de tirarlo

Esta costumbre reconoce fuertes raíces culturales y religiosas. El pan era considerado por las antiguas civilizaciones como símbolo de la subsistencia y también una bendición divina pues, a través de la generosidad de la tierra y las lluvias, se obtienen los granos para elaborarlo.

Para el cristianismo, tiene un fuerte carácter alegórico, particularmente en la Eucaristía en la que representa el cuerpo de Cristo; es decir, el pan ha adquirido tal condición sagrada que se extendió fuera del ámbito litúrgico. A título de ejemplo, la más tradicional de las oraciones religiosas, el Padre Nuestro, relaciona el pan con la provi- sión divina cuando dice: “El pan nuestro de cada día dánoslo hoy”.

En el judaísmo se recita el Hamotzi, la bendición que se pronuncia sobre la “jalá” o “pan trenzado” que se consume en el Shabat, para agradecerle a Dios que haya brotado de la tierra. Los musulma- nes, por su parte, consideran al pan una bendición de Alá y muchas comunidades levantan el pan caído, lo besan y lo colocan donde no sea pisoteado.

Es fácil comprender, entonces, las razones por las que todavía hoy muchos seres humanos besan el pan antes de tirarlo. Se trata de un reconocimiento al trabajo y al sacrificio que significa subsistir, una muestra de respeto por los pueblos que sufren hambre o escasez y, también, una manera de mitigar un acto que, prima facie, especialmente para los más conservadores, equivale a un sacrilegio. Véase: El pan boca abajo. Solo para el verdugo.

Caminar debajo de una escalera

Esta superstición encuentra su origen en el Antiguo Egipto, pues allí el triángulo que formaba una escalera contra cualquier pared era considerado sagrado y una señal de buena suerte. De ahí que las tumbas de los faraones y otros símbolos tuviesen esa forma. Dado que, según sus creencias, una escalera había rescatado a Osiris de la oscuridad, en las pinturas simbolizaban el ascenso de los dioses y se solía colocar escale- ras en las tumbas de los reyes para ayudarlos a ascender a los cielos. Por lo tanto, se consideraba una deshonra que un ciudadano común pasara por debajo de ellas pues podía interferir con el tránsito espiritual.

Varios siglos después, los cristianos tomaron esta superstición y la adaptaron a su propia fe. Para ellos, una escalera apoyada contra una pared forma un triángulo que representa la Santísima Trinidad, o sea el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Caminar a través de él era considerado un acto de sacrilegio, que no solo atentaba contra lo divino, sino también atraía la mala suerte. Además, la escalera apoyada sobre la cruz durante la crucifixión de Jesús la convirtió en un símbolo de infamia, maldad y muerte.

Desde entonces hubo múltiples representaciones de adhesión a esta creencia; por ejemplo, en Inglaterra y Francia del siglo XVII obligaban a los condenados a muerte a caminar hacia la horca debajo de una escalera, mientras el verdugo explícitamente se desplazaba a su alrededor.

En la antigüedad, uno de los antídotos más comunes para evitar los efectos negativos de una superstición era el “fico”, que con- sistía en cerrar el puño mientras se permitía que el pulgar emergiera entre los dedos índice y medio. Así, el puño se apuntaba al objeto osituación en cuestión, en este caso la escalera, para contrarrestar las consecuencias nocivas de esta creencia. Téngase en cuenta que el fico también era un símbolo fálico romano, considerado el precursor del dedo medio extendido.

Una última teoría para justificar esta superstición apela a la prac- ticidad y la sensatez. Quien evite caminar debajo de una escalera tendrá menos posibilidades de resultar herido por la caída de perso- nas o elementos contundentes. (…)

Cintas rojas contra la envidia

Existen creencias populares que le atribuyen al color rojo el poder de absorber y desviar energías negativas. Para algunas culturas, el rojo significa protección, fuerza y buena suerte. De ahí que se aten cintas de ese color en las puertas de las casas, a los coches y a otros objetos de valor, además de usarlas como pulseras para protegerse contra la envidia y el “mal de ojo”.

Si bien esta práctica proviene de la Cábala Judía, en la que se relaciona la cinta roja con la tumba de Raquel –considerada protectora de todo lo que es negativo–, su uso se ha extendido fuera de la religión para ser adoptada indiscriminadamente en muchos países de Hispanoamérica.

El uso de la cinta roja exige un ritual para que esta tenga efecto. Debe ser colocada en la muñeca izquierda por una persona que desee lo mejor para quien la vaya a portar. Es conveniente que se le hagan siete nudos y cada uno deberá representar un deseo de protección.

Cruzar los dedos

La práctica de cruzar los dedos para pedir deseos o tener buena suerte es muy antigua. Hasta el año 313 en que se promulgó el edicto de Milán estableciendo la libertad de culto, en el Imperio romano los cristianos fueron perseguidos. Por entonces, muchos de ellos comenzaron a cruzar los dedos de manera que formaran una cruz, era su manera de pedir a Jesucristo que los ayudara. Luego, se convirtió en un saludo secreto que les permitía a los cristianos identificarse entre ellos.

Originalmente, esta práctica requería la participación de dos personas que cruzaban sus respectivos dedos índices: debajo el dedo de quien solicitaba el deseo y encima el índice de quien apoyaba psicológicamente para que se concretara. Según las creencias cristianas de la época, dicha intersección indicaba la morada de los espíritus benéficos, por lo cual un deseo gestionado de ese modo quedaba su-jeto a la cruz hasta que se cumpliese.

Con el paso del tiempo, la práctica perdió parte de la formalidad de origen, no siendo necesaria la asistencia de una segunda persona para formalizar el pedido. Bastaba con que alguien cruzara sus dedos medio e índice para formar una suerte de cruz y así cumplir con el rito.

☛ Título: Todo tiene su historia

☛ Autor: Charlie López

☛ Editorial: Aguilar

☛ Primera edición: Diciembre de 2025

☛ Páginas: 224

La hoja de ruta para la Argentina

La experiencia internacional indica que la construcción de un nuevo entramado productivo es una tarea que excede largamente los enfoques individuales (privados, estatales, y de organizaciones intermedias). Más cercana a la co-construcción y alejada de los automatismos anónimos de los mercados, además, requiere de tiempos prolongados para su consolidación y cobra mayor complejidad cuando se plantea como una ventana de oportunidad ante la reconfiguración que supone un cambio de paradigma (centrado sobre las tecnologías digitales y las biotecnologías aplicadas). Demanda más una “hoja de ruta” que una planificación rígida propia del pasado.

¿Cuál es esa hoja de ruta para Argentina? …. En el contexto de un mundo que va hacia esquemas productivos fuertemente acotados por el cuidado ambiental, la bioeconomía como eje articulador de una futura hoja de ruta implica una ventana de oportunidad para las sociedades que cuentan… con:

u Ventajas de localización que garantizan condiciones favorables de temperatura, agua dulce, horas exposición lumínica y amplia biodiversidad de especies; o sea las condiciones básicas para la generación sustentable de biomasa;

u Desarrollo y control de las genéticas –vegetales y animales– que hagan eficientes los procesos masivos de fotosíntesis y las posteriores transformaciones ganaderas (bovinas, porcinas, aviares y otras);

u Dominio de las biotecnologías aplicadas a transformar integralmente la biomasa en materia prima para alimentos, energías (renovables), materiales y servicios;

u Facilidades productivas, rutinas comerciales y activos complementarios útiles para esta forma de “industria de base biológica” y de servicios especializados (desde las terapias génicas a la captura/fijación del carbono);

u Emprendedores disruptivos en los planos tecnológicos y productivos y novedosos respecto de otros cambios de paradigmas-organizacionales; o readaptaciones sustantivas de las bases empresariales previas;

u Posibilidad de disponer de plataformas comunes con los servicios especializados y las industrias extractivas para exportación.

La oportunidad –y el riesgo– para estas sociedades radica en capturar demandas latentes asociadas al crecimiento de inmensas masas poblacionales e incorporarlas a los circuitos masivos de consumo, generando nuevos productos y servicios. Se suman dos requisitos: hacerlo tempranamente (a diferencia de la “industrialización tardía”) y bajo condiciones de sostenibilidad ambiental (aspectos poco valorizados en el anterior paradigma basado en energías fósiles y materiales inertes).

Llevado a la esfera de la economía real, estos cambios replantean el rol de los recursos naturales en los procesos de desarrollo, especialmente para las economías cuyo aparato productivo tiene una fuerte dependencia de las producciones derivadas del uso del suelo y el agua (agro, ganadería, forestal, ictícola y otras).

¿Cuál es el punto de partida de Argentina? Contrastando las tendencias internacionales hacia esquemas productivos sostenibles ambientalmente, demandas crecientes de alimentos, energías renovables y materiales reciclables con el perfil productivo local se desprende la oportunidad de un “salto de desarrollo” pero reacomodando el aparato productivo.

Cabe remarcar un cambio sustantivo en el contexto global: la existencia de una sólida demanda internacional …, amplios mercados y, entre otras características, la revalorización de algunos activos que posee la sociedad local (desde una amplia variedad de ecosistemas a las capacidades en materia de biotecnología aplicada, energías no convencionales y otros desarrollos). En otros términos y sin dejar de lado la complejidad de acceso a las cadenas globales de valor, parte de la revolución tecnológica en curso … reposiciona a Argentina en aplicaciones donde tiene mayores potencialidades y menores brechas competitivas. Aun así, buena parte del problema de una escasa inserción en el comercio global radica más en la debilidad de la oferta local de bienes exportables y menos en las restricciones del contexto internacional.

¿Cuál es el eje articular de una posible “hoja de ruta” para Argentina a futuro? Allí aparece la bioeconomía como respuesta a temas ambientales o por la valorización de la biotecnología. Las diversas iniciativas internacionales en materia bioeconómica comparten varios elementos comunes: cuentan con demandas crecientes; asienten su competitividad en ventajas dinámicas (en el caso de la bioeconomía son recursos naturales más biotecnología aplicada); ingresan tempranamente al mercado internacional; generan externalidades positivas sobre otros sectores; y se sustentan en nuevas formas de interacción entre las políticas públicas y las estrategias privadas.

En nuestro país un somero repaso de las actividades que se despliegan bajo este paraguas pone a la agrobiotecnología como uno de los motores; los servicios e insumos para el mantenimiento y restauración de la salud (bajo el concepto de salud única), es otra importante plataforma bioeconómica.

En el primero de los casos, los primeros estadíos productivos evidencian un notable dinamismo desde los años 90 y cierto “amesatamiento” en las últimas décadas; en las transformaciones industriales, logística y comercialización posteriores el desarrollo ha sido menos dinámico, más acotado al mercado local y concentrado en unas pocas actividades. A pesar de los impactos –vía multiplicadores– sobre el empleo y la producción, está sujeto a una amplia gama de distorsiones impositivas, y funcionales que impiden alcanzar su potencial.

☛ Título: Pensando el desarrollo económico argentino

☛ Compiladores: Andrés López y Diego Petrecolla

☛ Editorial: Eudeba

☛ Primera edición: 2025

☛ Páginas: 336

“Chau, hijo”: el saludo que pronunció solo una vez

La muerte de alguien es una oportunidad para que los vivos se comporten un rato como inmortales.

“Nunca te olvidaremos”, escribe un deudo sobre una piedra que lo sobrevivirá. ¿A quién le habla? Se apura a decir algo, antes de que su DNI también sea dado de baja y aquel número de ocho dígitos –único en la multitud– pase a nutrir la amplia estadística de lo ausente. Lo que más hay en el mundo es todo lo que no está.

La industria funeraria tiene hace años una clientela fija que, sin embargo, cambia todo el tiempo. El arte de la sepultura y la poesía del epitafio se apropian del lenguaje de los vivos. Pero a los muertos les dan vergüenza sus lápidas, las pavadas que les escriben los que se quedan un rato más. Quizás, lo más molesto sea ese tono pretencioso e impostado, tan clásico del que no sabe qué decir, pero igual dice.

Me lo explicó así: hay más gente muerta que viva.

Estar vivo es de las cosas más improbables que se puedan concebir. Por eso, en estas circunstancias, la gente aprovecha la oportunidad para llorar un rato y condolerse con palmaditas en la espalda con sus pares de sangre caliente. Frente al cadáver son unos vivos bárbaros. Se las saben todas. Logran un entendimiento tan súbito como provisorio sobre todos los asuntos de la vida, y hasta creen ver paz en el rostro del muerto, que apenas tiene el único gesto posible e involuntario que el rigor mortis le permite. Hay que escuchar cada boludez.

Es cierto, nunca había estado de este lado del mostrador. Desde acá no se distingue si la vida es lo que ya pasó o lo que está por venir. Da miedo esa incertidumbre. Al final todo se parece.

—No crea. Se lo digo como regla general, no crea –me advirtió.

Hay dos hechos que son el mismo según desde dónde se los mire: nacer y morir. Los vivos se despiden de los muertos tanto como los muertos despiden a los que van a nacer. Allá van, unos y otros, sin saber hacia dónde. Nadie se queda. Lo único permanente es la partida.

Da lo mismo si me muevo. Cualquiera que se quede quieto también aparece en otra parte. Entonces no es una cuestión de voluntad, el movimiento es una condición de este lugar. Y de allá también.

—Depende de cómo se lleve con La Pendiente –sentenció.

Aquella fue la primera vez que mencionó el asunto. En verdad, no recuerdo si fue la primera vez, pero eso acá no importa. Lo recuerdo así, con el peso de la primera vez; es un vicio que me quedó de allá, contar las veces y después de la tercera, olvidarlas.

Creo que supuse que La Pendiente era una especie de catálogo de cosas que no había hecho y que, de algún modo, estaban en una lista incumplida de deseos y deberes. Quizás en dos listas diferentes. Pero no. Nada que ver. En tal caso, sería más preciso hablar de deseo y antideseo. Claro que con el diario del lunes cualquiera predice el domingo. La Pendiente no era eso. Lo entendí recién cuando sentí la caída.

Todo lo que está abajo es más fácil de ver. En cambio, lo que está arriba hay que imaginarlo. Lo de abajo es lo que hay, lo de arriba es una aspiración. Por eso hay gente que escala montañas. Cualquier protuberancia del terreno parece un desafío. Nadie emprende una travesía hacia la profundidad de los pozos. El apetito de trascendencia es más bien convexo, nunca cóncavo. Después, ¿quién sabe? La vida sigue siendo la misma, lo que cambia es el paisaje.

—¡Qué soberbios insoportables que son los vivos! –me había dicho cuando desde el balcón de mi epifanía derramé esa huevada geométrica sobre los montañistas.

Después creo que me ofreció un trago, o algo así. Ya dije que no me acuerdo, porque no sé si los recuerdos están antes o después de las cosas que ocurren. Pero sí puedo repetir cada una de las palabras que me dijo.

—La verdad es que se merecen todo lo que les pasa. ¿A quién le ganaron? Y encima hacen todo ese circo del “último adiós” que es más inverosímil que los partidos despedida de los jugadores de fútbol.

Las últimas palabras de un vivo que está al borde del último aliento casi nunca son lúcidas. Por razones de fuerza mayor se trata de frases cortas: “me duele”, “no doy más”, “no me mates” y cosas por el estilo. Pero el cine nos consuela con parlamentos esclarecidos y máximas para la posteridad. La ceremonia de la despedida es un privilegio que sucede mucho más en las películas que fuera de ellas. También en los libros, por suerte.

Cuando murió mi padre, el dolor, que todavía no había macerado en tristeza, parecía también un gesto de bronca. Mi único reproche: por qué se fue sin saludar, era un reclamo mudo. Por mucho tiempo me aferré a un saludo que había pronunciado solo una vez, la única: “Chau, hijo”.

Fue una noche en su casa. Él se iba a dormir y yo iba a comprar helado. Ninguna otra vez me había dicho “hijo”. Desde entonces vengo ocupándome de nombrar lo que acontece.

Cualquier frase puede ser rescatada del olvido como la única madera que flota en el río turbio de la memoria. Todo lo trivial cobra sentido cuando el final es definitivo, nadie sabe si será un domingo a la mañana o un martes al mediodía. Pero, cuando el momento llega, solo acuden los gestos simples, alguna palabra suelta, un segundo cualquiera subestimado por el reloj y el calendario, el brillo de unos ojos queridos. Nada más.

Esto tampoco es exactamente lo que está pasando en este preciso momento. El presente es imposible de nombrar. Cuando lo digo ya no está. Las reglas del juego son claras: el que relata no vive, y viceversa. Ya conté demasiado.

—Bueno, bueno, gracias campeón de la vida –me dijo.

—¿Todavía siguen pidiendo la partida de nacimiento para hacer cualquier trámite? –me preguntó, sin ningún interés por recibir una respuesta y continuó:

—¿Hasta cuándo los vivos tienen que demostrar que han nacido? Esa es la misma burocracia que después otorga el certificado de defunción. Todo un papelerío inútil que solo sirve para juntar roña y darles de comer a los escribanos. Puro relato. Lo único real es sentir el cuerpo.

Ahora me duelen las piernas, pero no las siento. Solo sé que me duelen. Es la certeza de un dolor, una idea. Es ex-traña la sensación de hacer fuerza para mantenerse en el mismo lugar y no caer.

—Es extraña porque es imposible. Acá todos suben cayendo –me dijo, mientras atendía otro asunto, no sé cuál.

En La Pendiente el único descanso es la demora, después de todo, es una forma noble de resistirse a lo inevitable. Los inmortales no se levantan del sillón ni para agarrar el control remoto. Igual caen, como todos. Creen que no, pero sí. Creen que lo hacen más lento, pero no. Todo es eterno, pero no se nota.

—Termínela con eso de creer o no creer –me dijo, cuando vi que el otro asunto del que estaba ocupándose era de un nudo. Estaba desmarañando un cordón o algo así.

Tener en la mano la punta de un hilo no es suficiente para desenredarlo. Los nudos tienen la forma de un misterio, y los más persistentes no se desatan jamás. Pero, a este lo desenredaba sin esfuerzo, con la displicencia clásica con la que se repite una rutina.

A veces escucho cosas. Me dijo que era normal, que no me asustara, que tratara de recordar el silencio porque, después, no podría dejar de oír. Cuando el mundo se apaga, hay un eco que sigue sonando.

Voy por La Pendiente, la misma pero más pronunciada ahora. Me pareció ver que el cordón ya no tenía nudos cuando me dijo lo último que llegué a escuchar.

—Vaya, vaya. Yo tengo para un rato más.

Ya no lo veo. No puedo darme vuelta, pero sé que quedó atrás; más arriba. Debe ser por acá, hay más ruido. Aunque no es el mismo sonido de antes, algo nuevo me acecha y me convoca.

Ahora que nadie me llora, ensayo un llanto propio. Lo preparo como el primer gesto de una secuencia impuesta por el protocolo. Será la primera causa que moldeará mi cadena de efectos. Olvido todo, también esto. No escucho lo que me dice. Solo un zumbido grave. Sé que el relato está a punto de terminar. Ahí voy. Siento sobre mi cara las manos heladas de la partera. Y, por fin, lloro.

☛ Título: No importa cuándo leas esto

☛ Autor: Patricio Barton

☛ Editorial: Marea

☛ Primera edición: 2025

☛ Páginas: 168

Los escritores, los ‘Homo sapiens’ de este tiempo

Qué pensaba el hombre que tallaba en las cuevas figuras de animales cuando aparecieron las primeras tablas de arcilla con inscripciones incompresibles para él? ¿Qué sentía ese hombre cuando dejaba estampada sus manos en sangre de mamut sobre las piedras al tiempo en que veía unas líneas que registraban, decían, nombraban las actividades de su tribu?

La escritura es una tecnología que aparece alrededor del año 3500 a.C. El Homo Sapiens llevaba unos cincuenta mil años sobre la tierra y la primera grafía que conocemos se encuentra entre los sumerios de Mesopotamia apenas alrededor del año 3500. Tenemos la escritura tan incorporada que se nos olvida que es una invención, un artificio, y que el hombre antiguo carecía de ella.

Los historiadores acuerdan en distinguir la Prehistoria de la Historia por la división que hace en el tiempo la escritura. Una técnica compositiva sobre un soporte que tuvo como fin aislar el lenguaje oral en un proceso del habla grabado en arcilla, en rollos de pergamino, en papiros, en papel. Y, claro, recientemente, en un procesador.

Una tecnología interiorizada, ya que el hombre, inmerso en la Historia, naturaliza el medio (la escritura) y lo identifica con el habla.

¿Qué sintió el Homo sapiens mientras dejaba la huella de su mano sobre la caverna cuando comenzaba a ver el modo en que sus hijos realizaban unos pictogramas sobre el barro? ¿Cuándo fue que los hijos de sus hijos ya no intentaron descifrar el bestiario de ciervos, uros o bisontes? Porque ese hombre, en los atardeceres fríos de invierno o en las noches cálidas, cuando se cobijaba en las cavernas, contaba una historia: los animales que había cazado, los que había comido, las bestias que lo habían asustado, el modo que los había vencido. Era una especie de recordatorio, pero también una máquina de producción de sensibilidad antes de la aparición de las máquinas. Era un estimulador, la piedra seca como fuente de excitabilidad.

Y, sin embargo, luego de miles de años, esos dibujos devienen mapas, restos de lo que alguna vez fue una comunidad y sus ritos. Ya no quedaba nada de la luz, ni del humo de la quema de esos animales.

Cuando Marguerite Duras en el año 1978 presenta su cortometraje Les mains négatives, un film realizado en travelling por las calles de París durante la madrugada había un acuerdo tímido de que nos encontrábamos como civilización en la era del Antropoceno. El texto de Duras y el violín de Amy Flammer sobre una París entre desechos y opulencia se centran en el llamado de esas manos que llevan el nombre de negativas porque son la marca que dejaba el soplido desde un tubo vegetal aplicado sobre la piedra donde se apoyaba el cuerpo. Estremece volver a escuchar el texto de Marguerite a la luz del siglo XXI.

“Las palabras no estaban inventadas aún”, dice Duras y se focaliza en ese grito que es un llamado de esas manos.

En una especie de susurro, en una confesión amorosa, el cortometraje entiende las formas de los dedos como una invocación, una cita, un gesto que clama por el amor.

“Amo a cualquiera que escuche ese grito”, dice. Duras habla del hombre de la Prehistoria mientras filma una película en el tiempo de la Historia de la escritura. “Nadie escuchará más, no verá más esas manos negras”, continúa.

¿Qué sentía ese hombre cuando todo alrededor de él se convertía en residuos de un tiempo acabado?

Entre la noche y el día, apenas comenzada la luz, Marguerite Duras recorre las calles como si fueran las olas de un océano golpeando levemente las piedras. El día todavía no comenzaba. Lo sabemos ahora. Ahora que esta era (Antropoceno) parece culminar, ahora que la palabra se desvincula de su soporte. Luego de que la época caligráfica de escritura desembocara en la tipográfica de impresión, apartándose esta última en su lentitud hacia la repetición, la redundancia, y el exceso de la verbosidad oral.

El sonido solo existe cuando abandona la existencia, indica Walter Ong en su libro Oralidad y escritura. Si las palabras son sonidos, el llamado que se grita diciendo te amo no es escuchado. Nosotros, los escritores, los Homo Sapiens de este tiempo, sabemos que amaríamos a cualquiera que escuchara nuestro grito. Ese que dice (ese que está escrito): te amo.

No es que la palabra se hubiese degradado, ni que la cultura haya privilegiado el avance rápido de las redes sociales en su devenir instantáneo. Sino que el traslado de la psicodinámica escritural a la oralidad se concentra en los procesos auditivos del pensamiento. La palabra no como cosa, sino como suceso que acontece en una situación particular que se manifiesta de modo colectivo. La palabra no como una contraseña del pensamiento, de la idea, sino en una alerta combativa, dinámico.

Reel en castellano es una bobina, parte del circuito eléctrico que tiene una función pasiva. Almacena energía a través de la inducción para que esta se convierta en un campo magnético. La tensión tiene una polaridad, una dirección que genera circuitos. Un reel es el nombre que se usa para los videos cortos compartidos en redes.

Un inductor de sensibilidad, un excitador. Hay una escena, un sonido y una imagen: se distribuye, se ve y se escucha; se vuelve a ver y escuchar. Hasta que se pasa a otro reel con otra escena, otra voz, otra imagen. Hay generación de afectos, esos fragmentos dan ternura, irritación, sensualidad, alegría. Una generación instantánea contraria a un canon o familia propio de los textos escritos que dotaban (o prometían dotar) permanencia a lo creado.

El ser humano se ha convertido en agente geológico, dice Flavia Costa en su libro Tecnoceno continuando las investigaciones llevadas a cabo por Peter Sloterdijk, es decir que dejamos huellas que modifican las capas geológicas de la Tierra.

Huellas en la Tierra, no en el papel. La palabra como acontecimiento que da un salto y que inaugura una era donde esa artificialidad de la inteligencia deja de representar y modifica el interior mismo de lo humano.

Quizás Duras, diciendo lo que decía en un más allá del libro se adelantaba en la comprensión de este exilio, de este destierro de la escritura. Una expulsión no por lo que creíamos alguna vez: la digitalización del libro, sino por la expatriación de la letra, su regreso en segundas nupcias al sonido. Porque lo sensible vuelve a encontrase con los usos de lo verbal hablado, su insistencia en el empleo del presente.

No somos sólo aquellos que venimos viajando por dos siglos, a pesar de que nuestro travelling se hace de madrugada, estamos dando un gran salto. En ese giro, estamos cambiando de era. Y allí, justo en el despeñadero miramos hacia atrás y decimos: aquello que escribimos llevará el nombre, parafraseando a la escritora argentina Liliana Heer, de: ex_ crituras.

Asincronía de la literatura

En un encuentro de literatura, una autora describía algunos participantes de sus talleres de escritura.

Criticaba los pocos elementos que manejaban para su arte. Indignada, asumía que el desconocimiento de las particularidades de una lengua impedía la escritura. Si escribimos en castellano, decía, debemos conocer las profundidades del idioma.

¿Pero es desde la tradición de una lengua, materna o adoptiva, que nos ponemos a hablar, a escribir? ¿O la escritura es deudora de algo mucho más impreciso y más vasto que la lengua misma?

☛ Título: Una revolución sin revolucionarios

☛ Autora: Ana Arzoumanian

☛ Editorial: Leviatán

☛ Primera edición: 2025

☛ Páginas: 202