Desde tiempos inmemoriales, el poder ha sido la gran obsesión de los seres humanos. Emperadores romanos, faraones egipcios, los Sith y los Jedi, empresarios y políticos. Todos han luchado de una u otra forma para obtener “el poder”, entendido este como la capacidad de actuar e influir en las actitudes de las otras personas.
La forma en que usualmente representamos el poder cuando somos chicos (y no tan chicos) tiene que ver con la fuerza física. De ahí que todos los superhéroes de nuestra infancia tienen poderes y habilidades que van más allá de la capacidad humana. De la misma manera que Hércules o Superman son poderosos porque su fuerza les brinda talentos especiales que les permiten actuar –casi– como quieran e influir sobre el resto, entendemos que el Estado que logre desarrollar un ejército más numeroso, moderno y mejor equipado será el que tenga más poder. Es bien conocida la respuesta que dio el entonces gobernante soviético, Iosif Stalin, a Winston Churchill cuando este último le sugirió invitar al Sumo Pontífice a las negociaciones de paz que pondrían fin a la Segunda Guerra Mundial: “Ah… el Papa… ¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”.
Pero, más allá del debate sobre el poder papal, resulta evidente que “el poder” trasciende la fuerza física y material. Claro que, como decía Stalin, el Papa no tiene divisiones, pero ¿cuánta capacidad de influencia tiene el Sumo Pontífice cuando alrededor de un sexto de la población mundial es católica?
En el primer episodio de la primera temporada de Black Mirror, titulado The National Anthem (Spoiler Alert!), el primer ministro británico es despertado en medio de la noche con la noticia de que un miembro de la familia real ha sido secuestrado. Pero lo que en principio podía ser un tradicional ejercicio de negociación con delincuentes o terroristas se convierte rápidamente en un escándalo de proporciones inimaginables cuando los secuestradores establecen sus condiciones: para liberar a la princesa Susannah, exigen que el premier mantenga relaciones sexuales zoofílicas con un cerdo, y que esta dantesca imagen se transmita por televisión y mediante las redes sociales con una serie de especificaciones técnicas particulares. Como imaginarás, el escándalo empeora cuando resulta evidente que los captores no estaban haciendo una broma de mal gusto. Más bien todo lo contrario. Tras las presiones de la prensa, la familia real, y hasta de su propio partido, el primer ministro no tiene más remedio que ceder ante la alocada petición de los secuestradores. A pesar de contar con uno de los mejores ejércitos del planeta, y con uno de los sistemas de seguridad más sofisticados del Primer Mundo, el poder del mandatario británico quedó reducido y humillado frente al de una banda de secuestradores con un poco de ingenio.
Volviendo a la pregunta planteada en este debate –¿quién tiene poder en el siglo XXI?–, es posible identificar al menos tres respuestas. En primer lugar, lo que se podría llamar la respuesta Social Dilemma, que pone el foco en un reducido y selecto grupo de compañías tecnológicas que consolidan su poder mediante la concentración de información personal de millones de individuos. En segundo lugar, la respuesta stalinista, que todavía se concentra casi exclusivamente en el poder físico y coercitivo de los Estados; y por último, la respuesta individualista, que entiende que, en el siglo XXI, y en gran parte gracias a la tecnología, los individuos nos hemos empoderado considerablemente frente a otras entidades que tradicionalmente han tenido poder, como los Estados y las empresas. ¿Cuál de las posturas tiene razón? Tal vez este libro nos ayude a responderlo.
El poder de los datos
Los datos están en todas partes. De hecho, los seres humanos en el siglo XXI nos hemos vuelto prácticamente máquinas productoras de datos. Podríamos afirmar que casi todas las acciones que realizamos, desde elegir una película hasta scrollear en una red social mientras esperamos nuestro turno en un consultorio médico, generan algún tipo de dato, que luego será utilizado de alguna manera. La famosa enunciación del epígrafe, que suele atribuirse a Thomas Hobbes, no es solo una simple frase hecha. La información es poder, y los datos pueden (o no) convertirse en valiosa información.
Además de que el poder no es solo físico, como ya hemos observado en el apartado anterior, también podríamos afirmar que no siempre es tan visible como parece. La idea del poder detrás del poder o el poder en las sombras suena un poco a teoría conspirativa, pero es algo recurrente en la historia de la humanidad. Los masones, los templarios, las sociedades secretas, el poder económico, las grandes empresas o los servicios de inteligencia siempre han sido señalados como “el verdadero poder”, por su capacidad de influir en la toma de decisión, tanto o más que los gobernantes de turno. La película norteamericana The Post, estrenada en 2017, relata uno de los hechos más significativos en la historia reciente de la prensa estadounidense. El film, dirigido por Steven Spielberg, se concentra en el escándalo político que provocó la filtración en la prensa de documentos secretos sobre la Guerra de Vietnam durante la década de 1970, y los esfuerzos del gobierno para evitar esas filtraciones. No es ni la primera ni la última película que tendrá como uno de sus temas destacados el poder de los medios de comunicación, temática por demás recurrente en el siglo XXI.
Pensemos ahora en la dimensión individual de esta frase. Cuando, por alguna razón, contamos un secreto muy personal a alguien, esta persona pasa a tener una suerte de poder sobre nosotros. Claro que, en una situación ideal, nunca contaremos un secreto a alguien en quien no confiemos. Pero lamento decirte que la vida está llena de situaciones no ideales. Pensemos, por ejemplo, ahora en alguien que sabe cuáles son tus preocupaciones, tus gustos, tus miedos, tus amigos, tu ubicación en tiempo real de manera constante y tus conversaciones personales. Definitivamente tiene que ser alguien de muchísima confianza… ¿o no?
Un estudio del instituto científico español Imdea Networks realizado en 2017 reveló que siete de cada diez aplicaciones móviles comparten los datos de sus usuarios con terceros, generalmente con el objetivo de segmentar a los usuarios y personalizar mensajes de marketing digital. Diversos cálculos han estimado que, en un teléfono promedio, los usuarios tenemos alrededor de 25 aplicaciones, lo que querría decir que 18 de esas 25 apps están recopilando tus datos y haciendo dinero con ellos.
Pero es momento de hacer un punto y aparte para que busques tu teléfono sin culpa (aunque probablemente esté al alcance de tu mano) y corrobores la cantidad de aplicaciones que hay. La pregunta que surge ahora es: ¿cuáles son esas aplicaciones? Otro estudio, pero de la Universidad de Oxford, descubrió que casi el 90% de las empresas que compartieron sus datos lo hicieron con empresas de Alphabet Inc., como Google o YouTube. Otras de ellas fueron Facebook o Twitter. Ahora bien, seamos sinceros con nosotros mismos: ¿cuántas veces hemos leído los términos y condiciones de alguna red social? Según un estudio de la consultora Visual Capitalist, el 98% de las personas de entre 18 y 34 años no lee los famosos términos y condiciones. Es decir que prácticamente nadie está al tanto del contrato que acuerda respetar con las aplicaciones con las que convive casi todo el día. Pero no se trata solo de una cuestión de falta de interés. De acuerdo al mismo estudio, para leer todos los términos y condiciones de Spotify, una persona promedio necesita 31 minutos, mientras que para hacer lo propio con TikTok necesitaría 35 minutos. Para graficarlo, el artista y diseñador Dima Yarovinsky realizó una muestra en 2018 que bautizó I agree. En ella, imprimió en rollos de colores tamaño A4 estándar los distintos contratos de términos y condiciones de uso de empresas como Snapchat, Facebook o Tinder, y los pegó en la pared de la Academia de Artes y Diseño Bezalel, en Jerusalén. La mayoría de esos rollos se extendían también por el suelo, y tenían una altura dos o tres veces superior a la media de los visitantes.
Lo más curioso en este caso, y a diferencia de lo que podría suceder con un “secuestro digital”, es que, aceptando los términos y condiciones (que no leemos), nosotros no estamos entregando todos nuestros datos por coacción, sino que más bien lo hacemos por propia voluntad. O, mejor dicho, por nuestra propia voluntad, hasta ahí. Esa voluntad surge muchas veces de una necesidad imperiosa de pertenecer (a una determinada red social, a un grupo de amigos o a un entorno laboral). Podríamos decir entonces que estamos prácticamente ante un destino inevitable: ¿estamos obligados a compartir nuestros datos personales?
Esto conduce a un primer interrogante: ¿tendríamos que borrar todas las aplicaciones para proteger nuestros datos personales? ¿La forma de recuperar el control sobre nuestra privacidad es volviendo a una realidad en la que no existan las redes sociales?
No es extraño que, ante las características negativas que experimentamos por los avances tecnológicos, nuestra primera reacción sea intentar evitar su uso, como si eso solucionara el problema. Así, una vez que nos enteramos de todo esto, para cuidar nuestros datos personales o los de nuestros hijos, nuestra primera reacción puede ser desinstalar Facebook, Instagram y Spotify durante unos días, hasta darnos cuenta de que ya nos hemos acostumbrado demasiado a estas comodidades del siglo XXI. Probablemente esta no sea la solución, así como para evitar las muertes por accidentes de tránsito tampoco se opta por prohibir la circulación de automóviles.
El capitalismo del siglo XXI está mutando a gran velocidad hacia una economía basada en los datos, y una vuelta atrás es algo virtualmente imposible. Pero esto será tema de otro debate.
El gran desafío de nuestra generación es pensar mecanismos que permitan resguardar la privacidad de los individuos, reduciendo la vulnerabilidad de personas, compañías y gobiernos ante ciberataques, y permitiendo que estos modelos económicos basados en los datos continúen existiendo.
Sin embargo, como decíamos al inicio del capítulo, la información (y no los datos) es poder. La diferencia es sutil, pero sumamente importante. Los datos “puros”, sin ser tamizados y analizados, no son más que un conjunto casi infinito e incomprensible de números.
En su libro Borges, Big Data y yo, Walter Sosa Escudero ilustra este concepto de manera muy sencilla a partir del cuento Funes, el memorioso, del célebre escritor argentino. En el relato, se narra la historia de Ireneo Funes, un joven uruguayo que tenía el don (o más bien, la maldición) de recordar absolutamente todo, lo que le valió el apodo de “el Memorioso”. Para responder a la pregunta sobre qué había hecho en un día, Funes no tenía más opción que pasarse 24 horas relatando cada detalle de lo realizado, revelando una cantidad innecesaria y absurda de datos que no servían para nada. La gran moraleja de este cuento es que pensar es olvidar diferencias, es generalizar y abstraer. Si no abstraemos, somos solamente un conjunto de detalles. De datos. La capacidad de vincular esos datos y transformarlos en un insumo valioso –de marketing, de estrategia militar, de extorsión o de comunicación política– es un factor fundamental de lo que llamamos “Poder”, con mayúscula. Funes no era poderoso, pero Google sí. Y la diferencia entre ambos es que Google utiliza los datos para transformarlos en información que resulta valiosa para empresas y gobiernos.
Cuando decimos “Google”, no estamos hablando solamente de la compañía subsidiaria de Alphabet Inc., sino más bien del modelo económico que representa y que se extiende a muchas otras (como Spotify, Snapchat, Facebook, Netflix, por mencionar algunas): la monetización de los datos. O, mejor dicho, de la información. Es decir, aquel modelo que ha depositado cada vez más poder de manera silenciosa en un conjunto no demasiado grande de compañías que han hecho de los datos de todos los habitantes del mundo su gran mina de oro. (…)
¿Cómo serán los humanos del futuro?
El rostro humano es altamente expresivo. Muchas veces, debo confesar, incluso a nivel personal, me cuesta esconder lo que mi cara quiere contar, enviando información a mi interlocutor que preferiría guardarme para mí.
El rostro humano del Homo sapiens sapiens es el resultado de millones de años de evolución, que, entre otras cosas, fue dotando de diferenciaciones y expresividad a nuestras facciones. En los últimos años, se han publicado en distintos medios artículos un poco clickbaiteros del tipo de: “¿Cómo serán los seres humanos del futuro?”, que muestran imágenes de una especie de humanoide encorvado, con dedos largos y cabezas enormes, sin vello facial y excesivamente blancos. Imágenes que, sin lugar a dudas, alimentan las peores distopías sobre el futuro de la humanidad. No es intención de este debate explorar el aspecto físico del continuador de la saga del Homo sapiens, pero sí aproximarse a cómo los cambios en el contexto actual están conformando un nuevo tipo de humanos.
En los últimos años, los seres humanos experimentamos profundos cambios en nuestra forma de convivir, relacionarnos y comportarnos dentro de nuestro ecosistema; estos han sido objeto de anális en todos los debates anteriores. Y, como le sucedería a cualquier especie, los cambios contextuales son un elemento fundamental de nuestra evolución. Por eso, el interrogante que guía nuestro último debate es justamente la pregunta acerca de los humanos del futuro.
Claro que cualquier respuesta a esta pregunta va a ser insatisfactoria. Incluso, mientras escribo estas líneas, pienso que muy difícilmente logre satisfacer al Joan del futuro. Y por futuro me refiero a dentro de unos pocos años. Y así como sucede con las grandes propuestas de ciencia ficción, lo que intentaré hacer en este capítulo es proyectar las tendencias actuales en una reflexión que mire hacia adelante. Alguna vez alguien dijo que hacer predicciones resulta muy difícil. Y este es el espíritu que alimenta estas líneas, no el de hacer futurología, pero sí intentar entender muy bien el presente como para atrevernos a dar un pequeño paso más.
Desde el mismo momento en que el ser humano del futuro llegue al mundo, estará estrechamente ligado a la tecnología en todas sus formas. El control de los procesos en las salas de neonatología permitirá la realización de partos más seguros (y tecnológicos). Lo primero que harán sus familiares es sacarle una foto y subirla a alguna red social, ya sea para presumirlo ante el mundo o para avisarle a alguien en la otra punta del planeta que finalmente llegó.
El ser humano del futuro crecerá rodeado de estímulos visuales en un mundo de pantallas y comandos. Sus padres googlearán hasta el más mínimo detalle de su existencia. Probablemente construyan relaciones sociales en la nube antes que en la Tierra. O no harán diferencia entre ambos mundos. Al fin y al cabo, la dimensión híbrida llegó para quedarse. Y para moldear nuestra autoconstrucción de identidades. Tan importante como hacer su documento nacional de identidad será crearle una identidad virtual en la red social del momento. El sign in es el nuevo soplo de vida para el humano del futuro. Sin él, no podemos hacer casi nada.
¿Estaremos más empoderados por estas pantallas? ¿O nos convertiremos en el eslabón decadente del Homo videns de Sartori? Uno de los grandes interrogantes de cara al futuro es si la curva evolutiva de nuestra especie irá hacia arriba o hacia abajo. Si todo continúa por este camino, el contexto llevará a que los nuevos humanos entablen relaciones mucho más frágiles y superficiales. No solo con otras personas, sino con todo lo que los rodea. Scrollearemos en las pantallas, pero también en nuestras vidas, saltando de un tema a otro con una capacidad de atención cada vez más limitada. ¿Nos hará esto más frágiles emocionalmente? ¿O todo lo contrario?
Cuando el ser humano del futuro sea grande, se percatará un poco más de la situación de incertidumbre permanente en la que está viviendo. Y en la que vivirá. Si en algún momento el deseo colectivo de nuestra especie fue alcanzar la estabilidad, para el humano del futuro eso será ciencia ficción. Los cambios constantes a un ritmo vertiginoso se están volviendo el paradigma imperante en el siglo de la incertidumbre. Quizás esto haga humanos mucho más ansiosos e impacientes, o quizá nuestra especie pueda adaptarse tanto a este nuevo contexto que hasta nos resulte normal, y lo que de verdad nos asuste sea la estabilidad.
¿Y los humanos? ¿En camino hacia los ‘Homo tech’?
Si lo que alguna vez caracterizó al Homo sapiens fue su capacidad de razonamiento, lo que caracterizará al Homo tech será su relación indisociable con la tecnología. La tecnología tiene la capacidad de llevar el potencial humano a límites que solo podemos imaginar, tanto desde nuestra imaginación positiva como de la negativa.
Técnicamente, un cyborg es una criatura conformada por elementos orgánicos y dispositivos cibernéticos. El término fue originalmente pensado como un concepto de ciencia ficción aplicado a seres humanos que podrían sobrevivir en entornos extraterrestres con la ayuda de dispositivos tecnológicos. A fines del siglo XX, el concepto fue recuperado por la académica norteamericana Donna Haraway, que publicó El Manifiesto Cyborg, en 1983, un texto satírico que busca cuestionar y redefinir ideologías como el marxismo y el existencialismo desde una perspectiva post Guerra Fría.
Hoy existen los cyborgs. ¿Les parece una exageración? Quizá porque aún no conocen a Neil Harbisson. Neil nació en Belfast, en 1984, con una alteración congénita que reducía su visión a escala de grises. A los 20 años, decidió buscar una solución para este problema y procedió a implantarse una antena en el cráneo con un chip integrado que conviertía las ondas de luz en frecuencias de sonido. Esto le permitió captar a través de vibraciones más colores que cualquier ser humano, incluidas las luces ultravioletas e infrarrojas. A partir de esto, Harbisson se volvió un activista del “movimiento cyborg”, buscando divulgar y concientizar sobre su colectivo. Tanto es así que, incluso, logró ser reconocido por un gobierno, el del Reino Unido. ¿Acaso todos los humanos nos encaminamos hacia esta misma dirección?
Los humanos del futuro seremos un poco cyborgs, aunque quizá no al estilo de Neil. Cuando no podemos separarnos ni un segundo de nuestros AirPods o de nuestro teléfono celular, nos estamos convirtiendo un poco, queramos o no, en cyborgs.
Seremos víctimas o felices protagonistas de un mundo amplificado, proyectado y distorsionado por las redes sociales. La posible ansiedad o la angustia causada por la incertidumbre estarán con certeza maquilladas por la felicidad fingida en el exterior. Paradójica. ¿Podremos volver a sentirnos anónimos en algún momento? Si antes usábamos internet para escaparnos de la realidad, los humanos del futuro usarán la realidad para escaparse de internet.
Finalmente, en algún momento a los humanos del futuro también les tocará morir. Aunque probablemente los avances tecnológicos en el mundo de la salud retrasen ese fatídico desenlace, esto ocurrirá tarde o temprano. Pero, probablemente, gracias a la tecnología, muchos sigan viviendo en sus huellas digitales, es decir, en todos los rastros que hayan dejado esparcidos en la nube. Y con toda esa información acerca de gustos, preferencias, opiniones, emociones, reacciones, comportamientos, relaciones, conocimiento, viajes… ¿no se podría acaso crear un avatar que continúe dialogando con sus seres queridos cuando ya no estén?
Puede parecer ciencia ficción. De hecho, existe de verdad. No solo técnica, sino comercialmente. La información que nosotros dejamos en la red vivirá mucho más que nosotros. Y la plataforma Eterni.me lo aprovechó para desarrollar un sistema que nos transforme en inmortales en la dimensión de la nube. El funcionamiento es sencillo: permitimos a la plataforma recolectar información de nuestras redes, y grabamos también información específicamente dedicada a ese fin. Con eso, sin demasiada complejidad, se creará una especie de chatbot de nosotros mismos. Que piense como nosotros, reaccione como nosotros y hable como nosotros. De animales a dioses, afirmó alguien que sabe. Bueno, algo de eso hay.
Pero no todo es tan gris como parece. No imaginemos el futuro como la distopía robotizada que nos cuenta Black Mirror. Lo que imaginamos es solo una proyección que nuestro cerebro
puede establecer sobre la base de lo que conoce del presente. Pero lo mejor que tienen las proyecciones es que suelen estar equivocadas.
Quizás esto no es más que una advertencia. Una llamada de atención que nos impulse a volver a aquello que nos hace humanos. Que nos lleve a priorizar los vínculos y lo emocional. Que nos permita volver a valorar el largo plazo sin la necesidad de romper con la tecnología. Sino más bien aprovechándola para desarrollar nuestro máximo potencial como especie.
Si miramos la historia en perspectiva, hoy la tecnología hace muchas más cosas que antes por nosotros. Se supone que tendríamos que tener más tiempo libre. ¿Nos hemos puesto a reflexionar en qué lo estamos usando? ¿Además de para leer intermitentemente este libro?
Si llegaste hasta acá, quiero decirte que me llena de orgullo y felicidad, pero también sé que probablemente te sientas con más preguntas e interrogantes que antes. Si el lector se siente estafado por esto, debo decirle que yo mismo tengo muchas más dudas que cuando comencé a escribir estas páginas. Y de ninguna manera creo que eso sea negativo. Más bien, por el contrario: la duda es el motor del conocimiento. La certeza nos estanca.
De todas formas, sí hay una cosa de la que estoy seguro: los grandes debates que vienen no serán –como muchos afirman– tecnológicos. Por el contrario: serán debates humanos.
☛ Título El dilema humano
☛ Autor Joan Cwaik
☛ Editorial Galerna
Datos sobre el autor
Joan Cwaik (Bs. As., 1990) es docente y divulgador especialista en tecnologías emergentes y sociedad.
Lleva dictadas más de 360 conferencias en 15 países.
Universidad Austral. Realizó estudios en UBA, UdeSA y programas ejecutivos en Stanford y Singularity University.
Es gerente de Marketing para Latinoamérica de Maytronics.
Innovador y disruptivo, fue reconocido por la revista Forbes Argentina, el Injuve, OIJ, LLYC y escribe periódicamente como columnista del diario PERFIL.