DOMINGO
Libro

Mire mi país paisano

Las causas por las que Argentina no crece.

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A cuarenta años de la vida democrática, sigue habiendo los mismos problemas que en 1983. | Juan Salatino

En la Argentina todos conocemos este cuento: Cuando Dios hizo al mundo, tuvo una actitud que desconcertó a su ángel-auxiliar. Al ocuparse de la zona más austral del hemisferio occidental creó las llanuras más feroces, bosques pródigos, un litoral marítimo extensísimo con enormes riquezas subacuáticas, un subsuelo abundante en minerales, ríos caudalosos, lagos y montañas espectaculares. Frente a esta magnanimidad divina, el ángel-auxiliar preguntó perplejo: “¿No crees, Señor, que se te está yendo la mano en Tu generosidad hacia esa parte del mundo, comparando con Tu moderación cuando dotaste a otras regiones del planeta?”. La respuesta fue tan rápida como aclaratoria: “No te preocupes, que compensaré esa munificencia poblando a esa tierra con argentinos”.

Este chiste tal vez presuponga algunas falsedades: no es tan claro que el territorio argentino sea excesivamente rico en recursos.

Aparentemente, escasea el hierro; el petróleo conocido no parece superar las necesidades de autoabastecimiento; y, si bien es indudable que las pampas constituyen una de las praderas más extensas y fecundas del planeta, alguien ha dicho que –debido a factores como la caída relativa de los precios de muchos productos agropecuarios y la aplicación a tierras menos fértiles de procesos biotecnológicos–el valor de mercado de toda la pampa húmeda es comparable al de una sola gran compañía japonesa.

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Sea ello como fuere –y es obvio que la riqueza física de la Argentina se potencia en función de su relativamente escasa población–, lo cierto es que el chusco presupone algo que es obviamente cierto y que sin embargo, suele ser olvidado por los taxistas que dicen “el país es bárbaro, señora, lo que lo mata es la gente”: la capacidad de una unidad política para satisfacer expectativas de los individuos que son miembros de ella no depende fundamentalmente de sus condiciones físicas –como lo muestran casos como Japón o Finlandia– sino de factores que tienen que ver con su sociedad. Es obvio que si hacemos el experimento mental de imaginar el territorio argentino habitado exclusivamente por suecos o coreanos, de inmediato nos formaremos la imagen de un país que no diferiría sustancialmente de Suecia o de Corea.

En este sentido, cuando los argentinos nos quejamos del país –una actividad a la que nos entregamos con frenesí cuando estamos en él, y que abandonamos tan pronto trasponemos sus fronteras para adoptar una imagen extraordinariamente idealizada de la Argentina– nos debemos quejar de nosotros mismos, de nuestras cualidades individuales y colectivas. Y en verdad tenemos motivos para lamentarnos: a pesar de la gentileza con que se lo clasifica como “país en vías de desarrollo”, la Argentina es uno de los pocos países del mundo en pronunciadas vías de subdesarrollo, es decir, es un caso notable de reversión fulminante y rápida de un desarrollo social y económico considerable que ya se había alcanzado.

No es frecuente una situación social en la que, sin una guerra o catástrofe natural mediante, en una generación individuos hayan pasado de tener ambiciones comparables a las de los habitantes de los países más avanzados del mundo a tener las expectativas limitadas –en materia de alimentación, atención de la salud, vivienda, educación, desarrollo cultural, confort– que corresponden a la población de los llamados “países del Tercer Mundo”. Con la actitud típica de los nuevos pobres que repudian ser asimilados a los pobres viejos, muchos en la Argentina rechazan indignados la inclusión en ese “Tercer Mundo”, alegando su firme decisión de formar parte del primero. Por supuesto resulta patética esta pretensión de que la pertenencia a un “mundo” o a otro es más una cuestión de vocación que de constatación. (…)

La economía informal

La anomia en la vida económica argentina se manifiesta de modos muy diferentes. Por ejemplo, a través de la existencia de formaciones monopólicas u oligopólicas en diversos sectores de la actividad productiva o comercial – piénsese, por caso, en la producción de papel prensa– . Pero fundamentalmente la anomia económica se manifiesta en la economía llamada “informal” o “negra”.

Adrián  Guissarri define inicialmente la economía informal como “toda actividad económica que viole leyes, reglamentaciones, o normas establecidas”, aclarando que hay diversas manifestaciones de informalidad como “la evasión fiscal, el contrabando, la fuga de capitales, los mercados negros, las actividades criminales”.

Luego el autor rechaza verbalmente esta definición a causa de un error fundamental de enfoque por el cual la ilegalidad es la respuesta racional frente al exceso de regulaciones en materia económica y, por otro lado, resulta moralmente legítima. Aunque no es el propósito de este libro entrar en consideraciones valorativas sobre los derechos individuales básicos vis-à-vis del poder estatal, para lo cual remito al desarrollo que encaré en otros lugares, es interesante comentar brevemente los argumentos de Guissarri, ya que ellos reflejan el tipo de actitudes prevalecientes en la sociedad argentina, incluidos los grupos económicos, que justifican de este modo su comportamiento ilegal.

Ante todo hay una cierta confusión en Guissarri entre explicación y justificación. En el mismo contexto a la vez explica la economía informal como resultado del exceso de regulaciones y la justifica moralmente. La explicación tiene algún sustento, aunque éste es algo diferente del que expone el autor. Es obvio que toda ilegalidad que no responde a una irracionalidad individual de los actores se puede representar a través de una fórmula en el que el costo de no cumplir con la ley es inferior a los beneficios esperados a partir de ese incumplimiento. Lo que puede proveer una explicación iluminadora de ciertas conductas ilegales es la posible demostración de que el costo de cumplir con las leyes es excesivamente alto, dados los trámites engorrosos, las trabas burocráticas, etc., que ese cumplimiento implica, y que el costo de no cumplirla es por el contrario bajo, debido a la ineficacia –por corrupción o desidia– del sistema de sanciones previstas. Que este es el caso de buena parte de la regulación económica en la Argentina parece evidente, aunque habría que ilustrarlo debidamente. (…)

El hecho de que la superación de la economía informal y la búsqueda de eficiencia económica se planteen en términos de desregulación indiscriminada es un componente más del cuadro de anomia que sufren las sociedades latinoamericanas en general, y la Argentina en particular. Es obvio que la cuestión no consiste en tener menos regulaciones –como quienes se benefician con el caos consiguiente quieren hacemos creer–, sino en tener las regulaciones apropiadas y sobre todo en cumplirlas y hacerlas cumplir. Debemos evitar las fórmulas facilistas que proponen derogar a ciegas las regulaciones económicas vigentes sin hacer un arduo estudio de cuáles de ellas no están efectivamente dirigidas a resolver situaciones de ineficiencia e injusticia sino que ellas mismas son generadoras de ineficiencia e injusticia. (...)

La evasión impositiva

Como se dijo recién, citando a Guissarri, no toda evasión impositiva es demostrativa de economía informal y, a la inversa, no toda informalidad económica se expresa a través de evasión impositiva.

Esto justifica que se dedique una breve sección al tema de la evasión de impuestos. Uno de los primeros problemas que se enfrenta al tratar esta cuestión es el de definir la noción de evasión impositiva. Aquí se enfrenta la supuesta necesidad de distinguir entre evasión impositiva y “elusión” impositiva, que consiste en el no pago de impuestos, aprovechándose de los intersticios de las normas jurídicas, o sea, sus lagunas, ambigüedades, imprecisiones, etc. En general, los autores coinciden en excluir el fenómeno de la elusión de la categoría que se forma con el fenómeno de la evasión a los efectos teóricos y prácticos. Sin embargo, para el propósito de este trabajo tal distinción es irrelevante.

Como vimos, la anomia “boba” que se da característicamente en la Argentina, y de la que la evasión impositiva es expresión parcial, no se manifiesta solamente en no realizar la conducta prescripta por la norma, sea que se adhiera o no a los fines normativos, sino también, en el cumplimiento formalista de las prescripciones legales sin adherir a los fines de tales prescripciones.

Como vimos, este comportamiento puede adquirir dos modalidades: la ritualista, que toma esa realización de la conducta prescripta como un fin en sí mismo –lo cual constituye la perversión corriente de la burocracia–, y la chicanera, que persigue fines contrapuestos a los que determinaron la sanción de la norma. La llamada “elusión impositiva” suele ser manifestación de esta última modalidad de comportamiento anémico, y, por lo tanto, debe ser incluida a los fines de este estudio en el concepto de evasión. Cosa diferente es, por cierto, que, por aplicación de ciertos principios fundamentales del Estado de Derecho, como el principio de legalidad, este tipo de comportamientos no deba ser sujeto a pena. En otro lugar, he defendido la posición de que, si bien los fines que determinaron la sanción de una norma jurídica, sobre todo penal, deben ser tomados en cuenta en la interpretación y aplicación de esa norma, ello no debe ir en desmedro de la posibilidad de previsibilidad por el agente de cuáles serán las reacciones jurídicas que corresponden a su conducta.

Que la evasión, incluida la elusión impositiva, es un fenómeno singularmente expandido en nuestra sociedad parece evidente, y constituye uno de esos hechos notorios que todos percibimos en nuestra vida cotidiana por más que sea muy difícil de mensurar.

Precisamente, se insiste permanentemente en la gran dificultad para medir la evasión fiscal y en la falta de datos confiables y actualizados que arrojen una visión cuantitativa de la extensión de este fenómeno en la Argentina. (…)

Se suele señalar que, entre las causas de la considerable evasión fiscal en nuestro país, hay algunas que son de índole accidental, como la inflación y sus secuelas de imposibilidad de cálculo económico y financiero, de dificultades y errores de las leyes que pretenden hacer ajustes por inflación, etc. Otro tipo de causas son las de índole técnica, como la superposición de impuestos, la falta de claridad de las leyes impositivas, el carácter engorroso para el cumplimiento de las obligaciones fiscales. Otras causas de evasión generalmente mencionadas son las de índole política, como la falta de adhesión de la población al destino de la recaudación o su percepción sobre su carácter injusto. Se da, asimismo, importancia decisiva a las causas de la evasión de carácter cultural, como la falta de reproche moral a los evasores, la connivencia con las formas más groseras del fraude fiscal, la falta de percepción del destino público de los impuestos, la excusa del no cumplimiento apoyado en el hecho de que los demás hacen lo propio. Schwartzman resume los pretextos más comunes de este modo: La difusión de una alta evasión genera en los contribuyentes la motivación de evadir: “Si ellos no pagan, para qué tengo que pagar yo”, “Qué hacen con mi dinero.”, “Mi competidor evade y si yo pago me fundo” son algunas de las frases que hemos oído en nuestro peregrinar buscando conocer el sentimiento de la gente.

Estas últimas explicaciones coinciden con las de una encuesta realizada por el Centro de Estudios Institucionales, dirigida por el licenciado Jorge Mayer. El universo de la muestra probabilística por estratos fue la población de la Capital Federal de ambos sexos comprendida entre las edades de 18 y 72 años de edad; cubrió los veintiocho distritos electorales y se le asignó un margen de error de ±10%.

El 41,89% de las personas encuestadas respondió que si la evasión fiscal no estuviera sancionada dejaría de pagar impuestos, lo que constituye una cifra cercana al 57% que expuso tener otros motivos para pagar impuestos. Más aún, el 25% de los encuestados justificó el no pago impositivo en el hecho de que los funcionarios se roban lo recaudado; el 10%, en el hecho de que los servicios públicos son malos; el 21%, en que los impuestos son altos (lo que está desmentido por las estadísticas comparativas sobre presión impositiva en términos del PBI); y solo el 40% opinó que la evasión impositiva no está justificada.

Estos resultados fueron confirmados en una entrevista con un alto funcionario de la Dirección General Impositiva, efectuada a los fines de esta investigación. El entrevistado sostuvo que en la Argentina existe una ruptura del “pacto fiscal” en períodos hiperinflacionarios.

La gente se retira del sistema fiscal en cuanto se da cuenta de que el Estado perdió la capacidad de controlarlo. Sostuvo que la sensación de riesgo por el no pago es inherente al cobro de impuestos.

Más allá de los principios que uno puede tener, “solo se paga si hay riesgo”. Agregó que si bien es importante la educación y también es importante que la gente reciba información sobre el destino de lo recaudado, la que no la tiene, ello solo no es suficiente y es necesario introducir el factor de riesgo (en 1981, la Dirección General Impositiva tuvo su recaudación mayor cuando se aplicaron penas corporales por incumplimientos menores). El entrevistado agregó que en los Estados Unidos y Alemania el buen comportamiento se inicia por la sensación de alto riesgo y luego termina internalizándose. Esto debe ser complementado con factores como la percepción de la gente –que nunca la tuvo– de que los servicios mejoran a medida que la recaudación se incrementa. También algunos mecanismos, como el Loteriva –sistema que estimula la entrega de facturas y tickets que acreditan el descuento del IVA a través de sorteos con premios para clientes y comerciantes–, tienen alguna efectividad, como se manifestó en el aumento de un 70% de la recaudación del IVA en los primeros nueve meses de 1991, comparada con los años anteriores. Pero aun en este caso el riesgo jugó un papel decisivo a partir de intimaciones mensuales, publicación en los diarios de listas de deudores, inspecciones frecuentes, etc. Finalizó diciendo el entrevistado que un sistema democrático favorece que a mediano plazo se mejore la recaudación, ya que implica la existencia de responsabilidades compartidas, es posible corregir los rumbos, se enriquece la visión de cada uno con la de los demás.

De estos datos surge que la altísima evasión impositiva existente en el país –la que todavía no ha podido ser medida con aceptable precisión–se debe principalmente en parte a la falta de controles punitivos por la autoridad recaudadora y por la Justicia, y en parte a la falta de adhesión moral a las obligaciones fiscales, lo que en buena medida está provocado por dudas sobre el destino y buen empleo de los fondos recaudados y sobre la equidad de los impuestos.

También debe agregarse la mediana inefectividad de mecanismos de estímulos indirectos como el Loteriva, ya que, si bien su relevancia no es descartada por los funcionarios del sistema, es aparente que, a diferencia de otros ámbitos como Chile, no ha alcanzado a movilizar a la población en la obtención de facturas, en el envío al sorteo y en su seguimiento (cosa que era de esperar dada la pasión por el juego perceptible en la sociedad argentina).

La corporativización de la economía

En los capítulos previos he planteado que una de las características más distintivas de la vida institucional y social argentina es la presencia de grupos de interés que actúan corporativamente. Ha habido ya muchos estudios sobre este rasgo de la sociedad y de la dinámica política argentina, en especial, y latinoamericana, en general, por lo que me limitaré a describirlo en términos sucintos y a mostrar su vinculación con el fenómeno de la ilegalidad.

Es necesario comenzar por distinguir el corporativismo argentino y latinoamericano del corporativismo fascista, por un lado, y del fenómeno de la existencia de grupos de presión y de lobbies que se presenta, con diversos grados, en todas las democracias liberales. La forma más adecuada de producir estas distinciones es recurriendo a la característica de bifrontalidad, la que, según O’Donnell, diferencia al corporativismo latinoamericano. Tal carácter bifrontal está dado por el hecho de que él tiene tanto una dimensión privatista como una estatista. La dimensión privatista consiste en el hecho de que los grupos de interés en la región llegan a constituir verdaderos enclaves de poder y de privilegio dentro del aparato estatal, en una forma más intensa de lo que cualquier grupo de interés estadounidense o alemán puede aspirar a conquistar, de modo que cumplen un papel ineludible en el proceso real de toma de decisiones. La dimensión estatista está dada por el hecho de que las corporaciones latinoamericanas constituyen también –a diferencia de los grupos de presión de las democracias liberales y al igual, pero en menor grado, que las corporaciones fascistas–mecanismos de control por parte del Estado de sectores de la sociedad. La contrapartida de los privilegios y de la participación en las decisiones que se otorga a los grupos corporativos es el empleo de ellos por parte de quienes ostentan el poder político para controlar sectores de la sociedad, como la clase obrera.

El corporativismo se ha desarrollado en Latinoamérica en general y en la Argentina en especial al compás de los gobiernos populistas –en particular, el peronismo en la Argentina–, los burocrático-autoritarios, y también en los períodos que prevaleció lo que Samuel  Huntington llama –pretorianismo–, en los cuales el poder del Estado es prácticamente desplazado por las acciones y decisiones de las corporaciones, muchas veces en conflicto entre sí, como ocurrió durante el gobierno de Isabel Perón. Se ha distinguido entre el corporativismo inclusionario y el exclusionario, según se incorpore o no a las formaciones sindicales, y a la clase obrera que ellas pretenden representar, en la constelación de corporaciones con las que el poder político se encuentra interpenetrado. En esto se diferencian, por cierto, las etapas populistas y las burocrático-autoritarias. Sin embargo, unas y otras están inspiradas por una base ideológica común, que está dada por la idea de una nación que tiene una conformación orgánica y que solo está representada por las fuerzas “reales” que participan en el proceso productivo, o constituyen su custodia espiritual o su custodia armada. (…)

La corrupción

El fenómeno de la corrupción está masivamente generalizado en la sociedad argentina. Esto lo advierten los extranjeros apenas trasponen la manga que los traslada del avión al suelo nacional: es uno de los pocos países en los que en ese lugar hay funcionarios llamando a ciertos pasajeros por sus nombres, los que luego tienen un trato preferente en los trámites migratorios y de aduana. Ni qué hablar que esto se confirma en el mismo trámite aduanero (un amigo mío preguntó al vista de aduana cuánto debía dar de propina a quien le estaba transportando las valijas, y cuando le contestó “veinte dólares”, comprendió que debía haber un malentendido y que el pago no debía ser, precisamente, para el maletero). Los síntomas siguen en esos primeros momentos en suelo patrio con la contratación del transporte colectivo de Ezeiza a la Ciudad, que está monopolizado por una sola compañía que cobra aranceles incomparables a los de situaciones similares en el mundo. Continúan con el acoso que se sufre al intentar abandonar el aeropuerto con ofertas de servicios de remís de poca confiabilidad. Las primeras impresiones se consolidan al ingresar en la autopista que lleva a la Ciudad, en la que se cobra un peaje que no tiene parangón en el mundo civilizado y que al extranjero le resulta difícil creer que es simplemente producto de la libre competencia de ofertas (por supuesto que aquí no menciono otras muestras flagrantes de ilegalidad que asaltan al visitante apenas traspone nuestra frontera, como la basura acumulada a los costados de la autopista, los peatones que cruzan ésta a pocos metros de los puentes provistos para ese efecto, la falta de respeto de los carriles de circulación, etc.).

Naturalmente que no es necesario consultar a los extranjeros para detectar la corrupción argentina. Según una encuesta de la empresa Gallup, realizada en marzo de 1991,96 el 77% de los habitantes considera que la corrupción es muy elevada en el país, el 20%, que es elevada, y solo el 2%, que es baja. Por cierto que la corrupción es un fenómeno mundial, como el sida. Pero al igual que en el caso del sida lo importante es el grado de corrupción que padece la sociedad.

 

☛ Título: Un país al margen de la ley

☛ Autor: Carlos Nino

☛ Editorial: SXXI editores
 

Datos del autor 

(1943-1993). Se graduó de abogado en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y obtuvo un doctorado en Leyes en la Universidad de Oxford. Fue profesor titular de Filosofía del Derecho en las facultades de Derecho y de Filosofía y Letras de la UBA, y profesor visitante regular de la Escuela de Leyes de la Universidad de Yale y de la Pompeu Fabra. 

Durante la transición democrática en la Argentina, fue asesor del presidente Raúl Alfonsín en cuestiones de derechos humanos y coordinador del Consejo para la Consolidación de la Democracia, un órgano ad honórem para el estudio y diseño de reformas institucionales.