El poder disruptivo de la muerte violenta generalmente se asocia con hombres y mujeres públicos, pero sabemos mucho menos sobre la capacidad transformadora de algunas muertes violentas de seres anónimos. En efecto, hay muertes que son profundamente desestabilizadoras e inauguran un tiempo histórico particular; hay otras que devienen hechos sociales y políticos pasajeros y espasmódicos, pero la mayoría de las muertes violentas no logran ningún impacto público. (...)
¿Qué debe tener la muerte de un individuo para resultar políticamente relevante, es decir, para ser capaz de interpelar a los poderes públicos y propiciar cambios? ¿Por qué algunas muertes generan conmoción social y otras, similares, no provocan la misma reacción? ¿Por qué algunas muertes logran que un grupo variable pero significativo de la población se involucre emocionalmente con ellas, participe en el reclamo de justicia y exija respuestas del Estado? (...)
Los Estados modernos siempre articularon la transición de la vida a la muerte a través de leyes, instituciones y prácticas específicas.
El disciplinamiento de la población –viva y muerta– es una forma moderna de la gubernamentalidad y su biopolítica (Foucault, 2007), así como la celebración de los “grandes hombres”, un punto de unión y de identificación de los límites simbólicos de una nación en relación con otras. Para Mbembé, la soberanía en su versión moderna es el derecho a matar de formas que exceden las normas legales de la política institucionalizada. Es la necropolítica, sostiene, la que define quién es desechable y quién no, y la que determina el destino posterior del cadáver (...).
En la muerte, como en la vida, el cuerpo no es necesario ni completamente maleable para quienes ejercen la soberanía. Apropiados por los familiares, por los militantes sociales y políticos, y/o por sectores amplios de la población, esos cadáveres los empoderan y les permiten contestar e interpelar el “hacer morir estatal”.
Reclamar por los muertos es un acto tan politizado como provocar las muertes o encubrirlas. (…) Katherine Verdery (1999), que ha estudiado el valor de los cuerpos muertos como vehículos y símbolos políticos en la Europa del Este postsocialista, señala que se trata de cuerpos multívocos, es decir que cada ser vivo puede darle su propio significado, ya que los muertos no hablan por su cuenta o, como subrayan trabajos etnográficos recientes, no lo hacen con la suficiente elocuencia (Fontein y Harries, 2008). En la Argentina, veremos, los cadáveres hablan por sí mismos y, simultáneamente, “todos” hablan o pretenden hablar por ellos con intenciones y estrategias diversas. Nos referimos tanto a la interacción y circulación de discursos públicos como a las versiones, chismes y rumores expresados en palabras, contestados públicamente y que a menudo están en el origen de las movilizaciones en pos de la verdad y la justicia.
La muerte es el final de una vida, por supuesto, pero no siempre equivale a un límite absoluto. Como bien demostramos aquí, a partir de ciertas muertes violentas se inició un proceso dinámico y muy complejo de transformación social y política. ¿Por qué esas muertes y no otras? Porque, tal como intentaremos mostrar, invadieron el espacio público e ingresaron en la agenda política y, al mismo tiempo, alentaron apropiaciones, usos, sentimientos colectivos y disputas inmediatas y póstumas por su significado. Así, por los cambios que motorizaron y por su capacidad de plantear nuevos problemas, nutrieron a la democracia de nuevos contenidos y significados, y contribuyeron a reconfigurar la sociedad argentina. (...)
A fines de 2017, nuevamente la muerte en la Argentina volvió a ocupar el centro del espacio público. El 1º de agosto, durante la represión, por parte de la Gendarmería Nacional, a la comunidad mapuche, que llevaba a cabo una protesta por el Pu Lof en Resistencia de Cushamen, desapareció Santiago Maldonado, y 77 días después se encontró su cadáver próximo al lugar donde se había denunciado su desaparición, en la provincia de Chubut.
El 25 de noviembre fue asesinado de un balazo por la espalda, disparado por un integrante de la Prefectura Naval de la Nación, el joven mapuche Rafael Nahuel. Su homicidio se produjo en el marco del desalojo de la comunidad Lafken Winkul Mapu, en la zona del lago Mascardi, en la provincia de Río Negro.
Ambas muertes se vinculan y podrían hacer serie con algunas de las analizadas en este libro. Al mismo tiempo, como vimos, cada una de ellas es una singularidad que adquiere una configuración específica y, a su turno, puede cobrar nuevas formas y modulaciones. Algunos elementos nos parecen evidentes: estas muertes recientes se instalaron en el centro de la agenda periodística nacional, provocaron convergencia mediática, generaron un involucramiento social significativo, movilizaciones de familiares y de distintos actores sociales, e interpelaron a la cima del poder público. El gobierno nacional se comportó también de manera similar a sus predecesores: retaceo de información y desdén por las víctimas, claramente expresado en declaraciones públicas. Con una diferencia: el discurso oficial no solo es uno sino que, hasta ahora, no se alteró más allá y a partir del decurso de algunos acontecimientos. El Gobierno no se apartó de sus hipótesis iniciales. No podemos saber qué lugar ocuparán estas muertes y desapariciones en la “memoria colectiva”, ni cómo lo harán.
Como tantas otras muertes acaecidas fuera del área metropolitana, el tratamiento de los medios locales y nacionales fue muy distinto. Titulares, encuadres, bajadas, imágenes, información e interpretación se articularon para producir narrativas diferentes de una misma muerte. Pero en estos casos hay un rasgo novedoso en relación con las muertes violentas analizadas en este libro: el rol de los dispositivos tecnológicos y las redes sociales, en particular Twitter, que devinieron claves para promover la visibilidad y movilización social por la aparición de Santiago Maldonado.
Los cientos de miles de tuits fueron decisivos en la conformación inicial de la agenda pública y se adelantaron, en muchos casos, a las noticias, versiones y rumores que luego los medios de comunicación hegemónicos se vieron en cierta medida obligados a recoger y a tratar.
El cuerpo muerto de Santiago Maldonado también tuvo un rol central. Las versiones contrapuestas e irreconciliables sobre las causas de su muerte solo pudieron ser dirimidas por el saber de los peritos. El gran avance de las técnicas forenses, en particular los análisis ligados al ADN, ha recolocado el lugar de los expertos en la elucidación de los crímenes. En la Argentina su saber fue central para la identificación de los niños y niñas apropiados por represores en la última dictadura militar. En relación con los casos tratados en este libro, nunca antes hubo tal cantidad de peritos como en la autopsia de Maldonado, ni su declaración se impuso de manera tan contundente como discurso de la verdad. El cuerpo encerraba su propia verdad acerca del final trágico que solo el saber científico era capaz de develar de forma imparcial.
La desaparición y posterior muerte de Santiago Maldonado, como ya había sucedido con la muerte del fiscal Alberto Nisman en 2015, tuvo como marco de legibilidad determinante la polarización política previa. Puntualmente, entre el gobierno nacional de Cambiemos y el kirchnerismo. Por ello el caso Maldonado devino de forma muy rápida un affaire que colocó en los extremos dos posiciones irreconciliables, que persistieron incluso más allá de algunas evidencias científicas: para unos, Santiago Maldonado era la víctima indiscutible de la represión de Gendarmería; otros tenían dudas sobre la condición de víctima de Santiago y además simpatizaban con sospechas y rumores en torno a su actuación previa y a su paradero que lo hacían a él mismo responsable, muy a tono con la postura pública del gobierno nacional. El affaire se configura en el contexto mundial de la “posverdad”, es decir, la competencia y circulación masiva de infinidad de mensajes, versiones, rumores consabidamente falsos, a veces desde identidades virtuales también falsas, cuyo objetivo es confundir el debate, impedir que se conozca la verdad y, si fuera posible, instalar la propia versión de los hechos. La circulación de versiones y contraversiones, lo hemos visto, es un fenómeno característico de cada muerte conmocionante, pero nunca apareció tan claramente como en los últimos años en tanto estrategia política deliberada, en muchos casos alentada desde el poder político.
Por lo demás, el esfuerzo de distintos actores para enlazar la muerte de Santiago Maldonado, y luego la de Rafael Nahuel, con el reconocimiento de derechos a los pueblos originarios no parece persistir ni imponerse por sobre otros temas. En efecto, si ambas muertes visibilizaron en el espacio nacional (capitalino) conflictos y resistencias de antigua data y casi cotidianos a escala local, no llegaron –al menos en un primer momento– a articularse como un problema público. Posiblemente, ello se deba a la escasa importancia que la opinión pública y la sociedad en general han otorgado históricamente a la “cuestión indígena”. Sabemos que la historia argentina está jalonada por la matanza y la expulsión de los pueblos originarios de sus tierras, así como por la negación de este hecho, y por la ausencia de los pueblos originarios en la conformación de nuestra identidad nacional, por una parte significativa de la población.
La narrativa nacional del crisol de razas y su centralidad en la formación escolar básica, así como la escasa visión desde el área metropolitana del tópico, contribuyeron, pensamos, a que no lograra instalarse el tema con la urgencia que posee.
No se trata, claro está, de una situación nueva ni reciente: el asesinato de tres integrantes de la etnia qom en Formosa en el año 2011 ya había planteado con violencia el hecho de la expulsión de los pueblos indígenas de sus tierras. Sin embargo, tampoco llegó a instalarse como problema público de modo estable en el espacio público nacional, aunque sí en los de las distintas provincias (con modulaciones propias en cada una de ellas respecto del pueblo originario que se trate y de las características de cada conflicto). Para parte de la sociedad, las muertes de Maldonado y de Nahuel reinstalaron la amenaza de la represión mortífera de las fuerzas del Estado frente al conflicto social y, más en general, la sensación de que se ha quebrado uno de los consensos democráticos básicos –que imaginábamos perdurable–: cuidar la vida del prójimo, evitar la muerte durante una protesta u otra forma de acción colectiva.
Es notable el impacto social diferente que tuvieron una y otra muerte. Más allá de la generalizada condena social que suscitó el asesinato de Rafael Nahuel, la conmoción y la movilización generada no fueron comparables con las producidas por la desaparición y muerte de Santiago Maldonado.
¿Por qué dos muertes acaecidas en marcos similares y consecutivas en el tiempo conocieron un impacto tan disímil? Parece haber gravitado el hecho de que la cobertura mediática metropolitana del asesinato de Nahuel haya sido considerablemente menor y que la capacidad de empatía fuera mayor con Maldonado: posiblemente porque se trataba de un joven blanco y de clase media, lo que amplió la capacidad de identificación con otros jóvenes de condición comparable. Asimismo, los dos sucesos tuvieron un decurso dramático diferente: la muerte de Nahuel fue un acontecimiento conmocionante pero la verdad se supo casi apenas sucedido el crimen. Por su parte, la desaparición de Santiago inauguró un tiempo público que tuvo en vilo a la opinión pública nacional y el hallazgo del cuerpo hasta el juicio de los peritos no hizo sino acentuar el suspenso dramático sobre la verdad de los acontecimientos. La capacidad del caso Maldonado de generar y absorber reiteradas versiones contribuyó a su protagonismo absoluto en el espacio público durante meses, un fenómeno diferente a lo sucedido con el asesinato de Nahuel.
Cuando el pasado más violento se nos impone en el presente, solemos sentir que nada ha cambiado y que, como sociedad, nada hemos aprendido. Nuestro trabajo muestra que, más allá del sentimiento trágico que nos envuelve en dichos momentos, la historia reciente, plagada de muertes violentas, ha sedimentado y, de hecho, la centralidad que adquirió el caso Maldonado prueba, una vez más, que la mayoría de nosotros no somos indiferentes a la muerte violenta de nuestros prójimos.