DOMINGO
A un siglo de la toma del poder por los bolcheviques

Octubre revolucionario

Dos libros que permiten analizar la Revolución Rusa, un acontecimiento de impacto global del que se cumplen cien años, y cuyas consecuencias aún persisten. Martín Baña y Pablo Stefanoni reconstruyen la rebelión popular y sus primeros pasos en el poder, y Hernán Camarero evoca cómo se vio desde la Argentina la irrupción de los soviets.

1021_revolucion_rusa_cedoc_g.jpg
En las calles. Las protestas masivas fueron claves para la toma del poder por parte de los bolcheviques. Lenin y Trotsky fueron los agitadores de una revuelta que transformó a Rusia y su tiempo. | cedoc

Muchos de los fenómenos de nuestra historia reciente –como la derrota de los nazis en la Segunda Guerra Mundial, la carrera espacial, la Guerra Fría, la expansión de los Estados de bienestar y la descolonización de los países del Tercer Mundo, por sólo citar algunos ejemplos– no se pueden explicar sin hacer referencia a la Revolución Rusa y al país de los soviets. La importancia de la Unión Soviética fue tal que, para el historiador Eric Hobsbawm, la apertura y el cierre del siglo XX prácticamente coinciden con el inicio y la disolución de ella. A su vez, una parte importante de la actual geopolítica mundial no se podría comprender sin tener al menos una mínima noción de la dinámica proyectada por la Revolución no sólo dentro de Rusia sino también en el resto del mundo.

Pero la Revolución fue más que un hito en la historia del siglo XX o un eco que todavía resuena sobre las relaciones internacionales. Fue, ante todo, un suceso de importancia vital para la historia de la humanidad: nada menos que la primera revolución anticapitalista que triunfó en el mundo. Esto significa que con ella finalmente se concretaban los anhelos y las esperanzas de todos aquellos que sufrieron, durante siglos, la opresión del sistema capitalista y que tanto habían luchado por su superación. Con ella se abría una nueva etapa en la vida de los seres humanos que prometía un mundo más justo y más igualitario, menos violento y arbitrario (...).

La Revolución Rusa no ocurrió en el vacío. Tampoco fue el resultado de un desarrollo orgánico y aislado de lo que sucedía en el resto del continente europeo. Si bien tuvo lugar en un territorio determinado, fue una manifestación precisa de lo que en ese momento estaba ocurriendo en el mundo. Ni “bárbaros” ni “suicidas”: como sostiene el investigador Boris Kagarlitsky, “si existe una especificidad rusa, ella no se debe tanto a una ‘misteriosa alma eslava’ sino más bien a una posición específica que el país ocupaba dentro del sistema económico mundial”.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Al comenzar el siglo XX, Rusia era un “imperio periférico”. A pesar de lo contradictorio que puede parecer el término, es útil para entender su configuración. El territorio comandado por el zar Nicolás II ocupaba vastas regiones con poblaciones diversas: además de los rusos, se encontraban calmucos, fineses, georgianos y judíos (quienes fueron obligados a vivir en una región cerca de la frontera occidental del Imperio, conocida como la Zona de Asentamiento), entre muchos otros. Distintas victorias militares le habían permitido ganar un lugar dentro del coro de los grandes países europeos. Sin embargo, su condición de potencia se veía debilitada por el lugar en el que se encontraba en el sistema mundo.

Dentro de la división internacional del trabajo que el sistema capitalista desarrolló, se estructuraron dos espacios: el centro y la periferia. El centro explotó históricamente a la periferia, extrayendo de ella recursos que le permitían una acumulación constante de capital y su inversión en la industria. A pesar de ser soberana y de dominar amplios territorios, Rusia combinaba rasgos del centro con los de la periferia. El centro económico europeo extraía de ella materias primas y su desarrollo industrial era relativamente pobre. Consciente de esta situación, y preocupada por su fracaso militar en la Guerra de Crimea (1853-1856), la elite rusa intentó diversas propuestas modernizadoras, que incluyeron la liberalización de los campesinos siervos en 1861 y proyectos para industrializar la economía. Hacia fines del siglo XIX y comienzos del siguiente Rusia ya se encontraba en una notable fase de modernización de su economía, dirigida por el ministro de finanzas del zar, el conde Sergey Witte. En pocas décadas, el tendido de las vías férreas creció hasta llegar a la lejana Vladivostok, situada a orillas del océano Pacífico. Los pozos petroleros se multiplicaron en las ciudades de Bakú y Grozny, la industria metalúrgica se expandió por la región de los Urales y numerosos bancos abrían sus puertas en la Nevsky, la principal avenida de San Petersburgo. A su vez, la industria textil sumaba cada vez más fábricas, sobre todo en Moscú. Gran parte de la inversión para el desarrollo de esta modernización provino, sin embargo, del extranjero. Capitales entonces disponibles de Inglaterra, Francia, Alemania y Bélgica, entre otros, invadieron las tierras rusas en busca de ingentes ganancias, que llegaban en algunos casos hasta el 40%. Hacia 1902, más de noventa compañías extranjeras estaban establecidas en el país y el capital europeo tenía predominio, sobre todo en el sector financiero. No obstante, Rusia seguía dependiendo del campo, y entre 1890 y 1913 fue, gracias al trigo y el centeno, el principal exportador de granos del mundo. Esta forma de industrialización, típica de los países periféricos, contó con una deliberada intervención de la nobleza rusa. Esta última, junto con la familia del zar, era la verdadera clase dominante del país y facilitó los requerimientos del capital extranjero. En el largo plazo, una de las consecuencias de esta dinámica fue que el zar se vio obligado a solicitar créditos en el exterior, lo que elevó el nivel de la deuda. Esto a su vez generó un aumento constante de la presión fiscal sobre el campesinado, que conformaba la amplia mayoría de la población.

La modernización trajo cambios bruscos y dislocaciones sociales que iban a desembocar en la primera revolución en 1905. En las ciudades comenzaron a verse cada vez más obreros que trabajaban por salarios muy bajos y en condiciones precarias. Se les prohibía formar sindicatos y estaban sujetos a un código de disciplina laboral tan estricto como arbitrario. Sin embargo, desarrollaron una tradición de lucha propia, dentro de la cual se destacaron las primeras huelgas masivas de 1896-1897 y, luego, las de 1902-1903. Además, muchos de ellos todavía conservaban sus vínculos con el campo, de donde provenían, para poder complementar sus ingresos.

Los campesinos, por su parte, vivían una vida sumida en la miseria; por lo general era brutal, desagradable y corta. A pesar de su liberación de la servidumbre en 1861, sus condiciones materiales no cambiaron significativamente debido a los altos costos de indemnización que tuvieron que pagar por su libertad. Sin embargo, el campesinado solía redistribuir periódicamente la tierra entre los miembros de su comuna y asumir la responsabilidad colectiva del pago de impuestos, estrategias que le permitieron paliar su situación. Los campesinos estaban habituados a actuar de manera conjunta y su dependencia del Estado y del mercado era mínima, si bien a veces intercambiaban parte de su producción en ferias. El avance repentino de ambos por sobre ellos –que tenían una larga tradición de rebelión violenta contra terratenientes y funcionarios– fue visto con recelo y desconcierto. Incluso los intelectuales sintieron también con fuerza el malestar que les generaba este avance de la modernidad sobre su país y el efecto negativo que se proyectaba sobre su identidad nacional: en los textos de los escritores Fiodor Dostoievsky y Anton Chéjov, por citar sólo dos casos, sobran las imágenes de alienación y desconcierto.

De este modo, los sucesos que iba a experimentar Rusia en las primeras décadas del siglo XX no sólo estuvieron vinculados a las propias tensiones internas; tuvieron estrecha conexión con la expansión del capital europeo y con la dinámica desplegada por el sistema mundo. No es casual que cada fase del desarrollo mundial haya coincidido con momentos cruciales de la historia de Rusia: la Epoca de los Disturbios que comenzó a fines del siglo XVI, la implantación de la servidumbre en el siglo XVII y su abolición en el siglo XIX, por citar los casos más notorios.

En el caso de la Revolución en el siglo XX, ésta fue concomitante con la crisis que en Europa se generó por la competencia de las potencias imperialistas, la cual desembocaría en la Primera Guerra Mundial.

Si el capitalismo experimenta ciclos de crecimiento, crisis y cambio, la Revolución Rusa debe entenderse entonces como el emergente de uno de esos ciclos y no como el desarrollo de un “camino especial”. Con sus propias dinámicas domésticas, el destino de Rusia estuvo –y está– atado al ritmo del sistema mundial.