El 10 de diciembre de 1983 Raúl Alfonsín dejó atrás la dictadura más sangrienta de la historia argentina y dispuso, como un caso paradigmático en el mundo, el enjuiciamiento a las cúpulas de la dictadura militar.
La cuestión económica fue una herencia insoportable que dejaron los militares. Deuda externa impagable e ilegítima, inflación descontrolada, salvo en un período del Plan Austral, precios internacionales desfavorables, una docena de paros generales de las centrales obreras, una estructura productiva sin modernizar fueron las condiciones bajo las cuales tuvo que gobernar.
La transición democrática argentina se llenó de tensiones. Los militares provocaron tres levantamientos, el más importante en Semana Santa de 1987, con la idea de condicionar la política de derechos humanos del gobierno. Alfonsín concedió leyes para intentar frenar los planteos militares con un costo político altísimo.
En las elecciones legislativas de 1987 la UCR perdió y el gobierno quedó a la intemperie, con escaso poder político, una situación económica explosiva y una oposición del peronismo dispuesta a volver lo más pronto posible al poder.
Un sueño colectivo, y propio, quedó consumado en julio de 1989.
Un presidente constitucional de la nación le transmitía el mando a otro presidente civil elegido por el pueblo.
Las dificultades de su gobierno las definió él mismo: “No tuvimos un solo día de tranquilidad”.
En su último mensaje al Congreso de la Nación admitió que “no supimos, no quisimos o no pudimos”.
El ex presidente se retiraba de la escena principal en 1989, sin un peso ajeno en sus bolsillos, convencido de que la austeridad representa un valor y una manera de vivir.
Alfonsín volvió a construir con una tozudez inquebrantable, pese a su imagen deteriorada, un poder político, sin dudas, con influencias sembradas con su propio sello.
Una Constitución por consenso fue el argumento que sostuvo cuando los partidos mayoritarios bajo el Pacto de Olivos reformaron la Carta Magna en 1994. Alfonsín confiaba en modificar una cultura concentrada en el presidencialismo con la incorporación de nuevas figuras institucionales.
Como un límite a las nuevas intenciones reeleccionistas del gobierno, Alfonsín diseñó otro plan político, uno nuevo, uno más.
La Alianza entre la UCR y el Frepaso, un conglomerado de partidos de centroizquierda, ganó las elecciones de 1999. Fernando de la Rúa, su viejo adversario ideológico, llegaba a la presidencia de la nación.
La Alianza se deshizo en poco tiempo y quedó en la historia por su incapacidad para manejar la escena política y salir de la crisis provocada por el Plan de Convertibilidad, que había provocado más pobreza, cierre de fuentes de trabajo e industrias quebradas.
En el incendio de 2001, Raúl Alfonsín hizo su último aporte político de importancia. Después de sostener al gobierno de la Alianza hasta el último minuto, acompañó la gestión del presidente provisional Eduardo Duhalde, como un militante dispuesto a defender la democracia a cualquier costo.
La reivindicación de su figura es contundente. Para el padre de la democracia argentina, parece que es un homenaje injusto. Siempre estuvo persuadido de que la democracia la recuperaron todos los argentinos.
El monumento de bronce en su homenaje, que mira desde el parque Libres del Sur a la laguna, en Chascomús, tiene inscripto al pie una parte de aquel Preámbulo que anunciaba que los vientos democráticos iban a derrumbar la larga tormenta de la dictadura.
Raúl Alfonsín, el presidente de la nación que nos devolvió la vigencia del único sistema bajo el cual es posible convivir. (...)
El país y buena parte del mundo se conmovieron
La noche de otoño se hamacó entre la tristeza y las expresiones de afecto que se instalaron en la puerta de Santa Fe 1678.
La presidenta estaba de viaje en una reunión de trabajo del G20 en Londres. Recibió los saludos de condolencias del presidente de los Estados Unidos, Barack Obama.
El diario The New York Times lo definió como un líder honesto. A la mañana, se preparó el Salón Azul del Senado, cargado de capítulos y capítulos de historias. Sus tres hijas querían despedirlo antes que nadie.
Desde temprano, las adyacencias del Congreso de la Nación se llenaron de gente de a pie, que tardó dos o tres horas en llegar hasta el lugar de la despedida.
A la vista y con el dolor de la mayoría de los argentinos, empezó uno de los funerales más importantes de la historia nacional.
En el Salón Gris del Senado se concentraron los familiares. Hijos, nietos y bisnietos. Lorenza Barreneche no estaba en condiciones de trasladarse hasta allí y se quedó en el departamento del barrio de Recoleta a rezar y abrazar todos los años de su afecto incondicional.
Bajo la cúpula principal del edificio del Congreso, la guardia alfonsinista se turnaba para acompañar el homenaje a su jefe político. Nosiglia, Storani, Cáceres, Bassani, Canata, Moreau, Stubrin, Losada. El compañero de fórmula de 1983, Víctor Martínez, lo definió: “No tenía otra pasión que la política”.
El ex presidente de Brasil José Sarney estaba conmovido y le rindió homenaje a su amigo, “al apóstol de la democracia, al abogado de la libertad”, con quien había empezado a construir las bases del Mercado Común del Sur. Folha do São Paulo destacaba, textual, que “la aproximación con Brasil marcó al gobierno de Alfonsín”.
El presidente de la República Oriental del Uruguay, Tabaré Vázquez, llegó sin demasiado ruido y coincidió con otro uruguayo que cruzó el charco para estar cerca. José Mujica destacó los valores de “un hombre bueno”.
Ricardo Lagos, el ex presidente de Chile, cruzó, en cambio, la cordillera para dejar su saludo al hombre que los ayudó en la lucha contra el gobierno del dictador Pinochet.
En Chascomús, la vereda de Crámer y Mitre se llenó de oraciones y velas.
“Una ciudad consternada”, definió el diario local El Argentino el estado de ánimo de los habitantes.
El obispo del pueblo bendijo al hombre “austero, honesto, creyente”. El ex presidente Kirchner registró su presencia en el Parlamento con el grueso de los ministros del gobierno y varios de los principales dirigentes del peronismo. Florencio Randazzo, Agustín Rossi, Eduardo Fellner, Miguel Pichetto, el disidente Carlos Ruckauf.
Kirchner dijo que “todos aquellos dirigentes que éramos jóvenes cuando Alfonsín asumió la presidencia abrazamos con mucha fuerza la vocación democrática del doctor”.
Eduardo Duhalde confesó que “teníamos una relación muy especial” y que el ex presidente había jugado “un rol fundamental en la crisis de 2001”.
Las mujeres radicales sintieron que se cerraba una parte de su propia historia. Formaron parte de la vigilia para estar cerca del hombre que les había dispensado su atención como gobernante, pese a las críticas por el carácter machista de la UCR. Florentina Gómez Miranda, María del Carmen Banzas, Alicia Tate, Lucía Alberti, Mabel Bianco, Nélida Baigorria, Elva Roulet, Cristina Guevara, Rocío Alconada.
Una de las presencias que pasó casi inadvertida fue la del arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Bergoglio. “El testimonio de afecto a su persona en todo el país nos habla de un reconocimiento a su altura moral, a sus cualidades cívicas y su hombría de bien”.
La Stampa de Italia publicó: “El ex presidente guió la primera fase de la delicada transición del país de la dictadura militar a la democracia”.
En una iglesia de la eterna Roma también hubo plegarias de religiosos argentinos. Monseñor Fabriciano Sigampa, arzobispo de Chaco, pidió por “nuestro hermano Raúl Alfonsín, que fue presidente de nuestro país y vivió en un tiempo muy difícil”.
El 2 de abril después del mediodía, el cortejo, con una cureña militar como móvil funerario, arrancó rodeado del Regimiento de Granaderos a Caballo, dirigentes de varios partidos políticos, los familiares y miles de acompañantes.
La caravana recorrió la avenida Callao, dobló en la calle Guido y, a paso muy lento, dificultosamente, llegó a la entrada principal del cementerio de la Recoleta. De a ratos lloviznaba en Buenos Aires. Daniel Tardivo, su custodio, acompañó, como un militante más, la vista al frente, como si hubiese dispuesto una custodia especial, un operativo de traslado.
Al pie del Monumento a los Caídos en la Revolución de 1890 hubo oradores. Daniel Salvador era el presidente del Comité Provincia de Buenos Aires, el mismo que había encabezado Alfonsín en la década de los 60. “Cumplió con la ética de las convicciones cuando se investigaron las violaciones a los derechos humanos”, dijo.
Unas lágrimas se asomaron por encima de las arrugas de la cara de Graciela Fernández Meijide, su compañera en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. “Por la honradez en el manejo de la cosa pública”, expresó. El ex presidente uruguayo Julio María Sanguinetti, otro de los padres de la recuperación institucional latinoamericana, también habló de “un símbolo de la democracia, un símbolo de la libertad”.
En representación del peronismo, Antonio Cafiero hizo uso de la palabra. Un grupo de radicales lo silbó. Cafiero les transmitió que “Alfonsín ya no les pertenece, ahora es de todos los argentinos”.
Un deseo recorrió los pasillos de la Recoleta. “Se siente, se siente, Raúl está presente”. El mismo cántico viajó 120 kilómetros al sur. Por la antigua Ruta 2 de doble mano, tal vez, o por el viejo camino de los lecheros. La tarde de otoño se escurría entre los árboles en las orillas de la laguna.
En Chascomús, “Raúl está presente, se siente”. El vecino presidente de la nación. El nieto del abuelo gallego inmigrante semianalfabeto. El hijo mayor del comerciante del pueblo. El pibe que adoraba a su madre. El muchacho de cientos de lecturas. El hermano, el padre y el abuelo de familia numerosa. El abogado de los derechos humanos. El dirigente que se animó a renovar el viejo partido. El militante incansable. El tipo al que no le importaba la plata y que cuidaba la de los demás. El político decente que estaba persuadido de sus convicciones. El candidato del Preámbulo de la Constitución Nacional. El hombre que se le animó a los dictadores. El gobernante que pidió perdón por sus errores. Libertad. Igualdad. Justicia social. Ética de la solidaridad. Consenso. Democracia. Estado de bienestar. Raúl Ricardo Alfonsín.
*Eduardo Zanini.
El diálogo como motor de la democracia
El diálogo es el motor que hace avanzar el conocimiento y también a la democracia. La sociedad democrática no existe sin el diálogo, que hace posible los disensos pero también, y de manera sobresaliente, los acuerdos y consensos. El primer consenso se basa en el reconocimiento y la aceptación de normas que regulen y garanticen la convivencia. En otras palabras, el referido a la necesidad del Estado.
La convivencia necesita fundamentalmente que las actitudes cooperativas predominen sobre las conflictivas, siempre presentes en la sociedad como expresión de la multiplicidad de intereses y aspiraciones particulares que si no se sintetizan, amortiguan, adecuan o toleran, solo terminan siendo superadas a través de la sumisión o negación del rival.
Para afrontar con éxito este desafío se requiere también una predisposición natural a la apertura y el aprendizaje de lo diferente. Muchos intentos de cambio de la estructura social y económica de un país fueron concebidos como políticas elitistas, que excluyeron la participación de los ciudadanos en las decisiones atinentes a su futuro.
Pero cuando un país se enfrenta a momentos históricos en los que se produce la toma de conciencia de sociedades que asumen globalmente la responsabilidad de decidir su destino, de elaborar consensualmente su proyecto de nación, esa oportunidad no puede ser desaprovechada pues el resultado, en tal caso, será una aún más generalizada frustración.
El primer paso concreto para la construcción de una sociedad diferente y mejor es esa apertura de compuertas que convierte a la vieja sociedad cerrada en una sociedad abierta y plural.
El ejercicio pleno de los derechos ciudadanos, las libertades individuales y la solidaridad social constituyen la base sobre la que se levanta el edificio de nuestras sociedades modernas. Sus valores –la tolerancia, la racionalidad, el respeto mutuo y la búsqueda de soluciones pacíficas a los conflictos– son los que permiten un tránsito a la sociedad auténticamente democrática.
En esta sociedad, cada persona debe sentir que tiene derecho y poder de opinión, poder de decisión y poder de construcción. Lo debe sentir y debe estar en condiciones de ejercerlo responsable y efectivamente.
Ello implica cambiar la vieja política de puertas cerradas por otra de contacto directo con las demandas y propuestas de la ciudadanía. La política debe quebrar la barrera de la frialdad, la lejanía, la desconfianza y también la irresponsabilidad, con la cual se la ha tendido a observar y vivir en los últimos tiempos.
La construcción de una sociedad democrática requiere escapar de las pujas salvajes y de la lucha de todos contra todos, a través de un pacto social entre los actores. Pero ese pacto sólo puede lograrse de verdad cuando un gran objetivo nacional, colectivo, lo hace
necesario y lo legitima. El compromiso para la construcción de una sociedad democrática es, entonces, la sustancia misma del pacto social y la acción conjunta para hacerla realidad y consolidarla es la condición de su vigencia y éxito.
Lograr la consolidación de esta sociedad integrada supone contener en un marco de convivencia los antagonismos que en el pasado dividieron, y poner fin a las luchas que desgarraron el tejido social. La sustitución de la violencia y la intolerancia por la discusión y el pluralismo, la exclusión de la lucha salvaje como medio para dirimir las naturales contiendas entre diferentes ideas y propuestas, y su reemplazo por el debate abierto y el consecuente respeto a la decisión mayoritaria y a los derechos de las minorías, constituyen un primer compromiso para la movilización detrás de objetivos comunes.
Hay que buscar los caminos que procuren consensos necesarios para concretar una real independencia, una auténtica libertad y una búsqueda tenaz de criterios de igualdad (...)
El esfuerzo por crear bases estables para la convivencia democrática debe pasar necesariamente por una reforma cultural que remueva el cúmulo de deformaciones asentadas en la mentalidad colectiva como herencia de un pasado signado por la disgregación.
El autoritarismo, la intolerancia, la violencia, el maniqueísmo, la compartimentación de la sociedad, la concepción del orden como imposición y del conflicto como perturbación antinatural del orden, la falta de disposición para escuchar al otro, para buscar el diálogo, la negociación, el acuerdo o el compromiso, fueron maneras de ser y de pensar que han echado raíces a lo largo de generaciones en la historia argentina.
Toda nación es el resultado de un proceso histórico de integración de grupos inicialmente desarticulados. Detrás de cada unidad nacional hay un gran proyecto que buscó y fue capaz de asociar, en la construcción de un futuro común, a fuerzas étnicas, religiosas, culturales, lingüísticas o socialmente diferenciadas entre sí.
Hay que evitar los compartimentos estancos y totalizadores que en mayor o menor medida se conciben a sí mismos como encarnaciones del todo nacional, con exclusión de los demás. Así no se construye una democracia y ni siquiera una patria común, sino una conflictiva yuxtaposición de una patria y una antipatria; una nación y una antinación. Como unidad política y territorial, la nación se asienta de este modo en el precario dominio de un grupo sobre los demás y no en una deseada articulación de todos en un sistema de convivencia.
El resultado de esta indisponibilidad para construir la patria común es un proceso histórico caracterizado por la persistencia o recreación crónica de partidos, organizaciones sindicales, asociaciones empresariales, fuerzas armadas, concebidas como unidades culturalmente dispersas que solo ocasionalmente pueden asociarse en parcialidades mayores también excluyentes entre sí, pero nunca en esquemas de convivencia global.
De este esquema autista y autárquico surgió el autoritarismo como forma natural de relación entre grupos que no concebirían otro modo de coexistir que el de la imposición de unos sobre otros; la violencia como forma natural de interacción entre grupos que no reconocerían la existencia de espacios normativos, axiológicos o de finalidades comunes. De espacios como estos surge también la intolerancia como producto de una percepción compartimentada de los valores. Cada grupo vive así bajo una constelación de valores percibida como una exclusividad propia e irreconocible en los demás, lo que se traduce en ineptitud para la negociación, el acuerdo, el compromiso. En una sociedad maniquea, cada grupo asigna un carácter absoluto a sus propios objetivos y no puede considerar satisfactorio para sí un destino plasmado en la concesión, y la conciliación negociada de los propios intereses con los de los otros grupos. En una sociedad que supera ese maniqueísmo, la intransigencia, más allá de la necesaria para preservar principios, no es una virtud, y negociar no es necesariamente una claudicación indecorosa.
**Raúl Alfonsín