DOMINGO
LIBRO

Para empezar el año leyendo

Propuestas de todo tipo para un 2022 con esperanza y con libros.

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Para la lectura de este verano o, por qué no, a lo largo del año, les presentamos estos diferentes títulos. | cedoc

La verdad siempre se impone

31 de octubre de 2019, cumplo 40 años. Tal vez es la fecha. Tal vez es la idea de que otros escriban esta historia, que es la mía, lo que me da resquemor y me motiva a escribir. No creo que esta memoria pueda ser escrita, narrada o interpretada por otros, tampoco creo que pueda ser entendida. Me basta con contarla, pero prefiero contarla yo. En el desgarro. En la contradicción. En la angustia. En este intento por entender lo inentendible. En esta idea que me viene de purgar la tristeza a través de la palabra… y que no se purga. 

31 de octubre de 1979, nací. Era miércoles. En Córdoba, nací en Córdoba. Mi mamá tenía 22 años, mi papá tenía 27. Mi hermana Claudia ya tenía 2 años. Nací en dictadura, pero ni sabía, apenas que estaba naciendo. Nació Titi un año después, el día de la Virgen María –Virgen con mayúscula y con g, me enseñó mi mamá–, y después nació Ale, también en dictadura, en el 82. Las cuatro en dictadura, pero ni sabíamos, apenas que estábamos naciendo. Las cuatro mujeres. Lástima que no fuimos varones. Mi papá quería un varón. Se iba a llamar Martín, como San Martín. ¿Qué va a pasar con el apellido? Tendríamos que haber sido varones. Cuatro mujeres, las cuatro en dictadura, y un papá policía. 

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Me hace cosquillas mi papá. Me cuenta el cuento de Colita de Algodón, el conejo que no hace caso y se lastima. Hay que hacer caso, hay que obedecer. Soy su vizcachita, cuando llega voy gateando a colgarme de su pantalón, me levanta en brazos, me abraza, me da besos y se ríe de mis dientitos. Es bueno mi papá. No quiero que se enoje, hago caso. 

En la escuela me enseñan a rezar. “Creo en Dios padre todopoderoso creador del Cielo y de la Tierra”. 

Vamos a pescar, y juntamos almejas en la playa. Mi papá me da la mano y vamos a saltar las olas. Me dan miedo las olas, son grandes y me arrastran. Pero estoy con mi papá, él me da la mano y me cuida. Me hace cosquillas. 

Me voy a casar y voy a tener hijos, igual que mi mamá, igual que la nona. Voy a ser maestra también. Y psicóloga, pero todavía ni lo pienso. Pasan los años, son años de impunidad, mi papá me dice que me quiere. 

Soy maestra, soy mamá. Estudio Psicología. ¿Cómo que hay gente que no cree en Dios?... pobres, nadie les contó. Me gusta Freud, me encanta. Freud es subversivo, pero no sabía. No sabía que pensar distinto podía ser algo malo, que querer cambiar las cosas es peligroso. Por eso no tengo que tener faltas de ortografía. Me casé y tuve un hijo: lo que había que hacer. Un hijo varón, Gino. Lindo Gino. No tiene mi apellido. Se acaba la impunidad, corre el año 2004. 

Papá está preso, no te asustes. Es 31 de agosto de 2005, el día de San Ramón Nonato, patrono de niños y embarazadas. Y papá está preso. No entiendo, lloro. 

No saber. Otra vez no entender. No poder. No querer. Me quiero quedar en Sagrada Familia. Una pregunta, miedo a formularla. Miedo a la respuesta. “Creo en Dios padre todopoderoso, creador del Cielo y de la Tierra”.

Un papá preso acusado por crímenes de lesa humanidad. La verdad latente, potente, en pugna. Los ojos cerrados, apretados. No poder. No querer poder. 

¿Qué tienen que ver la tortura, los secuestros, los desaparecidos con mi papá? Nada. ¿Quiénes son estas personas? ¿Qué dicen? No entiendo. Mi papá es bueno, es mi papá. La verdad insiste. Duele saber. Es mi papá, yo lo quiero a mi papá. Él no. Hay un error, se equivocan, es mi papá. No entienden. Yo entiendo, mi papá me explica. Yo creo, y me enseñaron a rezar. Y me enseñaron los mandamientos. “Honrarás a tu padre…”. 

La verdad se impone. Duele, mucho, fuerte… para siempre.

☛ Título: Llevaré su nombre 

☛ Autora: Analía Kalinec 

☛ Editorial: Marea Editorial
 

 

Cultura de la membresía total

Bajo el efecto singularizador del esquema del Sinaí, todo un pueblo intentó por primera vez adoptar el modo de ser de un colectivo celoso o de ejecutores de la ley preocupados por la salvación. Las formas del lenguaje de este modo de existencia abarcan, por un lado, la declaración de salvación y las palabras de bendición, autocomplacencia y agradecimiento; es a estos a los que la literatura religiosa mundial debe algunos de los documentos más elevados del habla teopoética. Por otro lado, los gestos de anunciar el desastre, maldecirse a sí mismo y a los demás, el discurso conminatorio y la confesión de arrepentimiento (“El [verdadero] sacrificio a Dios es un espíritu apenado”) se acumulan para formar un torrente de autoamonestación constante, incluso de autolimitación. Assmann afirma acertadamente que el “monoteísmo exclusivo” –yo diría más bien la estrategia singularizadora en la competencia entre cultos y pueblos– tiene una necesidad intrínseca de una “semántica de ruptura, de exclusión y de conversión”. 

Lo que tienen en común la ruptura, la exclusión y la conversión es que constituyen aspectos de una nueva cultura de membresía total. Es cierto que las tribus y los pueblos primitivos suelen poseer naturalmente el carácter de instituciones totales para sus miembros, y difícilmente se puede imaginar una vida significativa fuera de ellos, razón por la cual el destierro a menudo equivalía a una pena de muerte psicosocial. Pero las antiguas formaciones étnicas, como subraya la etnología reciente, solían estar mucho más abiertas a interacciones, absorciones, asimilaciones y mezclas con otros pueblos de lo que la afirmación romántica de etnias sustanciales desea creer. El esquema del Sinaí, por primera vez, hasta donde se puede ver, eleva un pueblo a una institución programática total que impone a sus miembros, junto con la más estricta prohibición de la mezcla, el deber de membresía integral a un proyecto ético y de culto sublime.

Es más que nada a esta genialidad, esta transformación singular de una etnia casual de una tribu “idólatra” hasta entonces discreta en un programa celoso de personas bajo el Dios único, que debe atribuirse el impresionante fenómeno de la “supervivencia del judaísmo en el tiempo”. Lo que se ha conocido desde los primeros tiempos como el “vallado alrededor de la Torá”, y más recientemente como el vallado de las normas en torno al pueblo judío, no es más que el resultado de aplicar el esquema del Sinaí al sustrato étnico del pueblo del Éxodo, al que más tarde, en la asamblea de Siquem, se unieron varias tribus que no pertenecían al Éxodo. Estos efectos históricamente impresionantes del encierro del judaísmo a través de la piedad bíblica y la obediencia a las leyes inspiraron a Heinrich Heine al elegante y profundo comentario de que para los judíos del período de la diáspora la Biblia era una “patria portátil”.

La estrategia de singularización del Sinaí consistió principalmente en un número considerable de medidas de autoinclusión, cuyo objetivo era establecer la diferencia más insuperable entre el interior y el exterior, una diferencia cuya mera realización está doblemente amenazada: desde el interior, a través del riesgo de apostasía siempre presente, comenzando por una indiferencia hacia la tradición, y desde el exterior, a través de represiones y ofertas de asimilación por parte de potencias extranjeras. Una parte sustancial de la vida de las personas religiosas toma la forma de peleas en el vallado.

☛ Título: Fobocracia 

☛ Autor: Peter Sloterdijk

☛ Editorial: Godot
 

 

Imitarlos es como volver a casa

Aunque no somos cocineras profesionales, esto sí lo aprendimos del mundo de la gastronomía: mise en place es un término de origen francés que significa “puesta en sitio”. En criollo, quiere decir que hay que tener todos los ingredientes medidos y pesados, y todos los utensilios que necesitaremos para cocinar al alcance de la mano. Así, la elaboración de la receta será más simple y productiva (y no van a perder tiempo buscando esa cuchara que nunca aparece).

Antes de empezar a meter mano en la cocina, queremos contarles algunas cosas. Hola Vegan surgió imaginando el libro que nos hubiese gustado leer cuando recién nos hicimos veganas, por eso lo pensamos como un ABC, un “manual de cocina”. Pero ojo, no es solo para las personas que se adentran en el veganismo, también es ideal para quienes están en transición, para aquellas que ya no comen carnes pero les resulta imposible dejar los lácteos y para quienes comen “de todo” pero quieren empezar a ampliar la porción de vegetales que llevan a la mesa.

El libro está organizado desde “las materias primas” y no desde los platos finales: consideramos que ahí está el primer choque con la cocina basada en plantas.

Recetas de bizcochuelos hay miles, pero recetas de lácteos –más allá de las leches– y formas simples de reemplazar los huevos escasean. Sobre todo cuando recién empezás a experimentar el veganismo y no sabés muy bien cómo ni dónde buscar información.

Hicimos una “lista de supermercado” que sirvió como disparador para crear el índice de recetas. Por eso, acá podrán encontrar recetas para preparar yogur, manteca, quesos, embutidos, panes, mayonesas, distintos tipos de milanesas y hasta carnes y achuras para la parrilla, entre muchas otras cosas. Trabajamos mucho para contar con una gran variedad de ingredientes, siempre con la menor cantidad de productos refinados posible y buscando que muchas preparaciones fueran libres de TACC. Ya que vamos a cambiar nuestra alimentación, que esta transformación sea lo más positiva y nutritiva posible.

Queremos compartir nuestras bases culinarias para que, con pocos ingredientes y sin demasiada parafernalia, puedan preparar todas esas cosas ricas que, al principio de la transición al veganismo, pensaban que no iban a volver a comer jamás. Con este libro, nosotras nos encargamos del empujoncito inicial, pero les damos vía libre para que sigan experimentando en sus cocinas. (…)

Venimos de una familia con un abuelo carnicero y otro que criaba gallinas. En casa era habitual comer milanesas de peceto, carne al horno, pollo a la parrilla; el puchero se hacía con osobuco y los fideos caseros de los domingos se servían con estofado con salchicha.

Para nosotras, algunos animales eran mascotas, otros entretenimiento, otros cuero para ropa y otros tantos, comida. Crecimos con esas creencias, crecimos con esos sabores y, aunque al comienzo de nuestro veganismo pudimos prescindir de ellos, en algún punto “imitarlos” se siente un poco como volver a casa, nos conecta con nuestras raíces, con la parte linda de nuestros recuerdos, sin todo el impacto negativo que implica el hecho de abusar, explotar y matar animales para cualquier tipo de consumo.

Nosotras nos hicimos veganas porque comprendimos que los animales son seres sintientes que no están a nuestro servicio, no nos pertenecen y no somos quiénes para decidir sobre sus vidas, sus habilidades, sus carnes o sus pieles. Nos hicimos veganas porque pudimos ver todo lo que conlleva que esa “tira de asado” llegue a nuestra parrilla y el alto costo que tiene para los animales, para el ambiente, para la sociedad y para nuestra salud...

☛ Título: Hola Vegan

☛ Autoras: Las veganas hermanas

☛ Editorial: Planeta 

 

Un incómodo encuentro con un ex en plan amigos

Julián me había mandado un saludo frío y formal para Navidad desde China, donde pasó la noche del 24 con amigos de la embajada y el almuerzo del 25 con otro diplomático en un restaurante de Beijing. Yo la pasé con mi madre y su marido, chequeando constantemente el celular para ver si Julián me había escrito. La Nochebuena en China había ocurrido once horas antes, pero no quise mandarle ningún mensajito. Prefería ver qué movimientos hacía él, porque después de todo yo había sido el dejado en esta historia. Bueno, en realidad no sé. Pero si él no me escribía, yo tenía que entender el mensaje: it’s over. Llevábamos cerca de un mes separados formalmente, y esa soledad no me hacía bien. Me sentía vacío, con mi gran proyecto roto, con la idea de ser un viejo solterón cada vez más real y aterradora. En mi mente había pasado el límite de juventud para casarme y tener hijos. ¿Tan hueca y conservadora me había puesto con la edad? Esa libertad que debería disfrutar, esa vida genial llena de amigos, viajes y proyectos laborales no me terminaba de cerrar. La idea de ser el tío puto al que mis sobrinos veían con desgano en las fiestas y cumpleaños me parecía el mismísimo horror. Y con la separación todo eso se había materializado, era una realidad que cobraba fuerza y crecía de manera imparable. Ya no más vida diplomática por el mundo. (…)

Para muchos, el paradigma había cambiado y mi seteo cerebral también. ¿Quién quería estar metido en un capítulo de Sex and the City siendo el gay divertido que se va de cócteles con sus amigas fabulosas? ¿A quién le importaba seguir levantándose tipos en todos los boliches y en todas las apps del mundo pasados los cuarenta? El manual de Ricky, que yo muy prejuiciosamente me había inventado, parecía indicar que aquello era decadente. Los putos ahora podíamos casarnos y hacer bebés y ser perfectos como cualquier pareja heterosexual de barrio cerrado de zona norte.

Yo quería eso, quería ser una más. Pero el desastre chino me había condenado. No había podido ser la novia de diplomático canchera y adaptada. La vida en China, por más corta que hubiera resultado, me había quedado enorme. Todo había salido mal, y ahora estaba solo. Sola otra vez.

Como decía, en Navidad Julián me mandó un mensaje corto, correcto, muy de diplomático. Y yo me puse loca de la rabia, tanto que al día siguiente lo llamé para decirle que si ese iba a ser el tono de nuestras comunicaciones, prefería que se llamase a silencio. Y así fue. Se llamó tanto a silencio que ni siquiera me escribió para Año Nuevo.

Ese fin de año me fui a Uruguay. Tres parejas y yo. Alquilamos una casa en La Pedrera y casi ni pisamos Punta del Este. Los eventos pedorros del verano, que antes me llevaban un mes entero de producción, habían dejado de importarme. Julián no me escribió para Año Nuevo y yo tampoco le escribí y así empezamos el 2020. Pero a mediados de enero vino a Buenos Aires y me llamó. Acordamos vernos en un bar, “tomar un café” para ponernos al día o algo así. Yo no quería sentarme a tomar un café como esos exes que se reencuentran en plan amigos. Yo quería verlo en mi casa y tirármele encima y decirle que lo seguía amando y que lo intentáramos de nuevo. Pero él prefirió el bar de la esquina. Finalmente subimos a casa y nos quedamos hablando en la cocina y le dije que me había dado cuenta de que quería volver a la vida con él, que no me importaba el tema diplomático y la idea de andar de gitanos por el mundo, que prefería eso a estar solo tomando tragos en Palermo, que lo amaba y lo extrañaba, que por favor volviéramos.

☛ Título: Yo no quiero ser Ricky Martin

☛ Autor: Luis Corbacho

☛ Editorial: Ediciones B
 

 

Odio por lo que tiene y no por lo que no tiene

Por qué no se quiere a los judíos? “Porque no son gentiles”, decía Jacques Lacan. Así se enuncia con humor una verdad ancestral sobre ese odio: siempre se reprocha a los judíos no ser como los demás, miembros de la gentilis latina, es decir, de la familia, del pueblo o del tipo familiar, y encarnar por eso una extrañeza insoluble y amenazante. “No son como nosotros”, se dice a menudo de ellos, y su diferencia obsesiona o causa rechazo. Sin embargo, el odio al judío no es ni una simple xenofobia ni un odio tradicional a la diferencia.

Por ejemplo, existe una distinción fundamental entre el antisemitismo y los demás racismos. Estos expresan generalmente un odio al otro por lo que no tiene: el mismo color de piel, las mismas costumbres, las mismas referencias culturales o la misma lengua. Su “no como yo” implica para el

racista un “menos que yo”; lo ha prejuzgado como incompleto o inferior. Es como un bárbaro en el sentido en que lo entendían los griegos: un hombre cuyo lenguaje parece un balbuceo, primitivo y ridículo, “bar… bar…”. Cambien su color de piel, borren su acento y el odio podría desaparecer o disminuir.

Por el contrario, al judío se lo odia a menudo por lo que tiene, no por lo que no tiene. No se lo acusa de tener menos que uno, sino de poseer lo que debería corresponder a uno y que seguramente le ha sido usurpado. Se le reprocha detentar y acaparar el poder, el dinero, los privilegios o los honores que a uno se le niegan.

Por eso, el antisemita imagina al judío propietario de un “extra” del que se considera despojado. Y es así como, a través de la historia, el judío aparece frecuentemente descripto como un agente perturbador que corrompe, acapara o envenena el bien común, a tal punto que impide una (re)distribución equitativa o un reparto justo. Por más que hable la misma lengua o habite los mismos barrios que un no judío, es como si, a los ojos de sus enemigos, lo hiciera siempre un poco “de más”, con más arrogancia o más facilidad. Ningún cambio en él, ni de actitud ni de lengua, disminuiría ese rencor o esa envidia. En cualquier circunstancia, “excede” literalmente: algo en él es en demasía, más de lo que debiera o “más de lo que tengo yo”.

Por ejemplo, su tiempo de existencia. El judío es indestructible, y eso exaspera. Se empecina en no desaparecer, y esa resistencia es de un descaro intolerable. ¿No podría morir como todo el mundo? ¿Desaparecer como cada civilización “civilizada” supo hacerlo? Al final, es irritante esa persistencia. ¡Hasta su dolor es indestructible! Cuando se lo golpea, se levanta, vuelve a su verdugo y lo obliga a detestarlo aún más por haber sufrido más que este. Incluso ahí tiene como un “extra” que priva, en ese exceso de visibilidad o de dolor, que lleva a preguntarse por qué uno no ha tenido el honor de un pasado lacrimoso como ese. Por eso cuesta tanto perdonarle el mal que se le ha hecho… Su dolor también tiene algo que “excede”. Su pasado de víctima o de discriminado, que debería operar como una sustracción, un “menos que yo”, actúa paradójicamente como un “extra” o una ventaja que uno llega a envidiar.

Y se agrega otra particularidad: la capacidad de ser acusado simultáneamente de una cosa y de su contrario. De ese modo, en el transcurso de la historia, nada le impidió al discurso antisemita acusar al judío de algo y de su antítesis casi al mismo tiempo. Se lo ha juzgado alternadamente de ser demasiado rico y de vivir sin recursos, a expensas de la nación.

Se lo ha acusado de demasiado revolucionario y de demasiado burgués. Se lo ha percibido como una amenaza para el “sistema” y, por el contrario, como su encarnación. Se le ha reprochado no creer en Jesús y haber tenido la audacia de inventarlo; moverse enmascarado y ser demasiado llamativo; asimilarse a la nación hasta ya no ser identificable, pero también defender la endogamia y cultivar la segregación de la sociedad. En resumen, el judío es siempre el mismo y, a la vez, otro. Tiene el descaro de querer asimilarse aquí y de reivindicar soberanía en otro lugar; el de no querer partir y el de no querer quedarse.

El antisemita afirma reconocerlo a la distancia, indefectiblemente. Lo distinguiría entre miles, por los gestos, la nariz, el cabello, la voz o los movimientos. Pero, entonces, ¿por qué pasa tanto tiempo persiguiéndolo, como si su huella invisible se ocultara en algún lado, agazapada en la sombra e indistinguible?

☛ Título: Reflexiones sobre la cuestión antisemita

☛ Autora: Delphine Horvilleur

☛ Editorial: Del Zorzal
 

 

Incertidumbres y preguntas que persisten y persisten

Una persona desaparece. El tiempo secuencial se desintegra, la cadencia de la espera inicia un ciclo que nadie sabe cuánto durará. Una de las coordenadas que organiza a los grupos humanos se diluye: la respuesta a la pregunta sobre si alguien pertenece al mundo de los vivos o al de los muertos es, ahora, imprecisa.

Las desapariciones masivas recorren la historia: las guerras, los genocidios, la naturaleza provocaron la muerte de millones y, en el acto, les vedaron los rituales comunitarios de despedida. Aun cuando las investigaciones hayan reconstruido muchos de esos acontecimientos –dónde y cómo murieron los navegantes y los soldados, la forma específica de los exterminios, el comportamiento de los tsunamis–, algo permanece desconocido: cómo terminó cada una de esas vidas, dónde se mezcló con la tierra, el agua, el fuego, el aire.

Las desapariciones individuales siempre estuvieron ahí. Sus causas no residen en grandes acontecimientos; de repente, los hilos que forman una vida bordan una ausencia que se percibe inexplicable. Hubo elección, instituciones, costumbre, geopolítica o azar. La existencia de quienes permanecen se trastoca por completo: buscan, investigan, reclaman, aguardan. Algunas de las personas reaparecen, otras no. Algunas eligieron perderse, huir, abandonar, quebrar el pacto de la genealogía a cualquier precio. Otras murieron y nadie las ayudó a encontrarse con los suyos. Unas veces son olvidadas. Otras, se convierten en misterios magnéticos, o en pancartas, en banderas, en íconos, en libros. 

En la Argentina, hay desapariciones anteriores a las de los años setenta del siglo  XX. Enigmáticas, como la de Marta Stutz, una niña de 9 años que en 1938 salió de su casa para ir a comprar una revista Billiken y nunca regresó, pero todavía retorna en crónicas, obras de teatro y trabajos académicos.

Políticas, como las de los anarquistas Joaquín Penina, fusilado y enterrado en una tumba anónima, y Miguel Arcángel Roscigna, Andrés Vázquez Paredes y Fernando Malvicini, fusilados y arrojados al Río de la Plata durante la dictadura de José F. Uriburu, casi como un prólogo a los crímenes que se cometerían cuatro décadas después.

Pero, como sabemos, en nuestro país tenemos un antes y un después. En el tiempo que siguió a la aniquilación estatal de los perseguidos, decir “desaparecido” equivale a evocar un crimen extremo. Durante décadas, una labor minuciosa se propuso sacar a esas personas del mundo de indeterminación al que fueron arrojadas para traerlas a este, donde anotamos a quienes mueren en un formulario, una lápida, un relato familiar, un libro de historia. Sin embargo, hay algo que parece desbordar lo clasificable, permanecer en la atmósfera y resistir la normalización. Lo que queda se nombra con metáforas. Las del cuerpo: heridas, cicatrices, fracturas. Las de lo fantástico: presencias, espectros, fantasmas.

A fines de 2013, un editor me sugirió escribir un libro sobre las desapariciones actuales. En esos años, la ausencia inexplicable e inexplicada de mujeres jóvenes cobraba preeminencia en los asuntos públicos; rodeada de historias atemorizantes, nutría la pantalla televisiva y las flamantes políticas estatales. (…)

La expresión “desaparecidos de la democracia” se instaló ya desde los primeros años de la posdictadura. Es extraña, muy argentina. Para dejar en claro que no son aquellos desaparecidos, se los marca como propios del régimen político actual. Se intentaba cuantificarlos una y otra vez, se redondean números que resultan mudos a la hora del análisis, se arman listas, se hacen denuncias, se les dedican organismos estatales que redactan nuevas listas, se prometen reformas institucionales. Las cosas serían más fáciles si las desapariciones contemporáneas fueran un fenómeno, un enigma que puede ser develado. O si “la democracia” tuviera el poder explicativo que tiene “la dictadura”: el poder del sujeto causante, el de la intención. Pero no es lo que ocurre.

Este libro cuenta algunas historias de personas que desaparecieron, de otras que, según sabemos, fueron aniquiladas, de algunos misterios, de cómo se construyeron verdades sociales y jurídicas que propongo debatir y cuestionar, de cómo se despliegan los fenómenos que hacen desaparecer a una persona en la Argentina de hoy. A veces habrá responsables, explicaciones, significados. Otras, no, y en cambio habrá preguntas, porque eso que la desaparición instaura –la incertidumbre– persiste..

☛ Título: Desaparecidos y desaparecidas en la Argentina contemporánea

☛ Autora: Ximena Tordini

☛ Editorial: SXXI Editores

 

 

Partidos políticos y democracia

Hoy, vivimos en tiempos muy distintos, donde los medios de comunicación –sobre todo la televisión, pero cada vez más las nuevas tecnologías de la información y la comunicación– se constituyen como las instancias mediadoras por excelencia entre gobernantes y ciudadanos.

Esta situación se ha profundizado al calor de la profunda crisis de representación que afecta a la política, en general, y los partidos en particular, cuyos orígenes se remontan a la década del ochenta en la mayoría de las democracias occidentales y que en nuestro país hizo eclosión con las trágicas jornadas de diciembre de 2001. (…)

La imagen de los partidos es sin dudas, abrumadoramente negativa en la región. La gran mayoría de los latinoamericanos perciben a los partidos como instituciones ajenas al bien común, cerradas a la sociedad, distantes, e incapaces de comprender la realidad. La ciudadanía los hace responsables de muchos de los males que asolan a las sociedades.

La encuesta Latinobarómetro 2018 señala que solo el 14% de los argentinos y el 13% de los latinoamericanos confía en los partidos políticos. Un fenómeno de erosión de la legitimidad democrática que también ha venido afectando –aunque en relativamente menor medida– a los Congresos y Parlamentos: solo el 26% de los argentinos y el 21% de los latinoamericanos confía en estas instituciones representativas.

No llama la atención entonces el declive que se registra en el apoyo a la democracia en nuestro país, que llega al 59%. Si bien este apoyo está por encima del promedio de la región (48%), viene descendiendo progresivamente desde las primeras mediciones realizadas a mediados de los noventa, en donde alcanzaba casi el 80%.

Al mismo tiempo, desde 2010 aumentan de manera sistemática aquellos latinoamericanos que se declaran indiferentes al tipo de régimen, aumentando de 16% a 28% en 2018, evidenciando que los ciudadanos de la región que han abandonado el apoyo al régimen democrático parecen optar por la indiferencia en lugar del rechazo a este tipo de régimen, alejándose de la política, la democracia y sus instituciones. En nuestro país, dicha indiferencia alcanza el 22%.

Existen, a su vez, innovaciones en el plano comunicacional que están íntimamente ligadas a las transformaciones que se producen en el paradigma político. Una ciudadanía –y un voto– que progresivamente se desprende de las sólidas lealtades ideológicas y partidarias de antaño, y que, de la mano de la primacía de la imagen, experimenta un proceso creciente de personalización.

Se trata de un escenario que no implica, bajo ningún punto de vista, el fin de la política tal como algunos se apresuraron en aventurar en el ocaso del segundo milenio, sino que tiene que ver más con una suerte de evolución en el modo de vincularse con la sociedad, relacionado con estilos mucho más comunicacionales y, potencialmente, más próximos.

Desde esta perspectiva, hoy la política está, quizás paradójicamente, más cerca que nunca de la gente. En el caso de la política y las instituciones del gobierno local, no solo están más próximas a los ciudadanos, sino que también tienen un mayor impacto potencial en la calidad de vida cotidiana que otras del orden nacional o provincial. Algo que en estos tiempos de nueva normalidad será, sin dudas, muy valorado por ciudadanos cada vez más preocupados por sus realidades y entornos más inmediatos.

En este marco, la tradicional imagen del intendente como simple administrador o gestor de los asuntos locales ha caído en una total y completa obsolescencia. Hoy en día, los gobiernos y los liderazgos locales no solo se ven enfrentados a nuevos retos y desafíos, sino que también son interpelados por una ciudadanía cada vez más exigente con sus representantes. Una ciudadanía que espera líderes e instituciones locales más cercanas, presentes y creíbles, que puedan dar respuestas a sus anhelos, demandas y necesidades, al tiempo que mejoren su calidad de vida y aporten algo de certidumbre en estos tiempos tan cambiantes.

Es imprescindible que los dirigentes políticos y gobiernos locales conecten con los ciudadanos, los conmuevan y los movilicen emotivamente. Para ello, habrá que conocerlos y, sobre todo, escucharlos, prerrequisito ineludible para poder construir un relato que los enamore de su ciudad.

☛ Título: Comunicar lo local

☛ Autores: Gonzalo Arias y Lucas Doldán

☛ Editorial: La crujía
 

 

A veces me gustaría ser Borges

Aveces me gustaría ser Borges. No por la ceguera. Por la prosa, claro. Pero más que nada por su desprecio hacia el fútbol. El mayor problema de los hinchas es que nos tomamos a nuestro equipo muy en serio. Entonces una derrota puede ser un dolor inmenso, no como la consecuencia de perder un partido sino por el duelo de una muerte ficticia. Los hinchas somos, de alguna manera, sobrevivientes. Somos una masa amorfa que puede combatir a la muerte. El fútbol nos da instancias simbólicas de redimirnos, de escarpar al espanto de lo inevitable.

No hay escenario que replique tan bien la guerra como el fútbol: las banderas son los estandartes; los goles provienen de tiros, disparos, bombazos, misiles y cañonazos desde afuera del área; los líderes de cada equipo son los capitanes; en el medio campo se lucha; el nueve, ese tanque, tiene que batallar contra los centrales; el jugador que patea fuerte al arco fusila al arquero; los penales son ejecuciones desde los doce pasos; los clásicos y las finales se juegan a muerte; los de afuera, los hinchas, amenazamos con que los vamos a matar. Borges ironizaba sobre esa actitud marcial de los futboleros. Cuentan que después de la final del Mundial del 78 dijo: “¿Así que derrotamos a Holanda? Caramba, ¿anexamos Amsterdam?”.

***

Un año antes de que naciera Santino, Atlanta perdió una final. Fue tan dolorosa como cualquiera de las que perdimos, pero con un agravante: quedaron por jugarse 31 minutos. Todavía se lo reprocho a mi amigo El Ameghinense, hincha de Sarmiento: “Me debés 31 minutos”.

El 19 de junio de 2004 se jugó la revancha de la final por el ascenso a la B Nacional. En el partido de ida, en Junín, habíamos perdido 2 a 1. El Negro, Pepe, el Tortu y yo habíamos hecho en auto los 270 kilómetros para ir a una cancha maldita para Atlanta. Después, a la vuelta, haríamos la misma distancia. Y a la semana siguiente jugaríamos, de nuevo, en otra cancha maldita: la de Atlanta.

Este equipo –que tenía la base del torneo anterior– estaba fortalecido después de salvarse del descenso. Pero en el fútbol, como en la guerra, hay imprevistos y heridos. Cuando se jugaban 14 minutos del segundo tiempo y Atlanta perdía 1 a 0, un plateísta tiró un pedazo de madera que cayó en la cabeza de un jugador de Sarmiento. Desde la popular se vio que un jugador quedó en el piso, que varios lo rodeaban, pero no se entendía qué había pasado exactamente. Para mí, a lo lejos, era como ver la escena de una película muda, en la que se veía gente que se movía, gesticulaba, pero donde ninguno parecía en condiciones de hablar. (…)

Mauro Amato, el jugador de Sarmiento agredido, no volvió a levantarse para seguir y el árbitro suspendió la final. Faltaba más de media hora, pero no hubo quejas, ni rotura de alambrado, ni amenazas de los hinchas de Atlanta. El partido se diluyó en silencio. Ni siquiera hubo gritos de felicidad por parte de los de Sarmiento, que se consagró campeón oficialmente tres días después.

Yo pensaba en la pasividad de la gente, de nosotros, tan afectos a la desmesura, para aceptar una derrota inconclusa. Cómo no reaccionábamos ante una decisión determinante de perjudicar a miles por lo que hizo uno solo. Cómo nos callábamos cuando Atlanta era despojado, en su cancha, de una final. Cómo, si nos preparamos para una guerra, terminó todo tan en paz.

Cuando la atmósfera del partido nos envuelve fuera de la cápsula de la cancha, sobreviene la ridiculez. A veces cuando voy a hacer las compras, ya no bajo el efecto hipnotizante de la masa sino en un estado de supuesta calma, tarareo canciones como un autómata. (…) La exageración es inherente al biotipo del hincha argentino. Y el fútbol es la excusa: una manera alienante de pasar el tiempo.

Como en cualquier orden de la vida, es mucho más fácil detectar los síntomas y las miserias en los demás. Hace unos años una amiga se separó de su novio por varios motivos. Pero una vez que ya no estaba en pareja, me remarcó algo que le molestaba de él en particular: cuando caminaban de la mano, su novio solía ir cantando canciones de Independiente. (…) El pibe era como el personaje de Diego Capusotto que salía enloquecido de los recitales y después, cuando iba a la panadería, pedía “cañoncitooo, oh, oh, oh”, como si coreara a una banda de rock. Esa sombra del fútbol, los restos del partido que proyecta el cuerpo, tiene una fuerza demoledora.

☛ Título: Mi gran equipo chico

☛ Autor: Marcelo Rodríguez

☛ Editorial: Autoría Editorial