Qué demonios es el Consejo de la Magistratura? ¿Qué tipo de mentes lo gobiernan? ¿Por qué sigue allí, a espaldas de una sociedad que ignora su importancia capital?
El Consejo es una creación de la reforma constitucional de 1994, pensado para reemplazar al viejo y manipulable sistema de selección de jueces que estaba en manos del Senado. Como vimos en la selección de la Corte menemista y en la selección de Los Doce federales, hasta entonces los jueces eran elegidos casi a dedo, como resultado de las múltiples roscas
y operaciones e intercambios de favores que la clase política resolvía entre sus senadores, haciendo valer, casi siempre, la supremacía política del gobierno de turno. Eso no podía seguir así. Había que cambiar, así que se fundó un organismo dedicado exclusivamente a los siguientes quehaceres trascendentales: decidir las ternas de candidatos a ocupar los cargos judiciales nacionales, disponer de las eventuales sanciones disciplinarias sobre esos jueces, y administrar los recursos del Poder Judicial. El Consejo tenía, en teoría, dos ventajas sustanciales sobre el viejo sistema. El primero era que los cargos de la Justicia iban a empezar a ser definidos por concursos públicos. El segundo, que al Consejo no solo lo formaban políticos, sino también representantes de los actores del sistema de Justicia: abogados, académicos del Derecho y representantes de los jueces. Por supuesto, las buenas intenciones de la reforma tropezaron con las malas intenciones de sus protagonistas, y el Consejo pasó a ser igual de arbitrario y sucio que el viejo sistema de selección de jueces, acompañado de un circo romano donde se batallan intereses políticos y económicos de toda calaña. Cambiaron las formas; pero no las mañas. Para lograr un cargo en la justicia federal antes se precisaba de alguna mano amiga del partido gobernante en el Senado. Ahora, en cambio, se necesitaba eso mismo y además el favor de algunos de los consejeros. Se complejizó, pero en muchos sentidos para peor. ¿Se podría acceder a los lugares de poder sin tener un guiño de alguien del Consejo? Casi imposible, al menos si se aspiraba a algunos de los despachos federales o de los juzgados que interesaban al poder político. No hay manera de explicar la mayoría de los doce jueces federales si no es a través de sus contactos y amistades. Bonadio venía de un cargo en la Casa Rosada, Canicoba Corral de recorrer los tribunales del Conurbano junto a sus amigos del peronismo bonaerense. Oyarbide venía de dar clases de abogacía en la facultad de oficiales de la Policía Federal (…).
La relación entre Los Doce nunca fue fácil. Se entiende. Son hombres de poder, desconfiados, celosos de su territorio, repletos de lados vulnerables y peligrosos al mismo tiempo. María era, además, la única mujer. Siempre lo fue. Eso la dejaba afuera de los palcos de la Bombonera y de los partidos de once que organizaba el camarista Pati Ballesteros en la cancha de Argentinos Juniors o de los picados que inventaba Ariel Lijo para mostrar sus dotes de arquero. Pero también quedaba afuera de las interminables noches de truco y whisky que dirigía el Rodi Canicoba Corral en hoteles cinco estrellas o, más tarde, en su mansión en Vicente López. Esas noches se jugaba por plata y por la gloria. El ganador se llevaba la «Rodi Cup», una pieza de cuarenta centímetros de alto que certificaba el talento para la mentira, pero sobre todo la pertenencia al grupo selecto de los influyentes en Comodoro Py.
El Rodi era uno de los caciques. Si no, el mayor de todos. Combinaba su experiencia de Comodoro Py con su pasado de abogado sacapresos del Conurbano, una mezcla que ofrecía dosis igualmente valiosas de Palacio y calle. Su liderazgo había sido heredado. En los años noventa, los encargados de conducir el humor de Los Doce habían sido los jueces Gabriel Cavallo y Adolfo Bagnasco, ahora ya alejados de la Justicia. Cavallo y Bagnasco organizaban las reuniones sociales, asesoraban a los novatos o a los que no sabían cómo lidiar con el poder político. Hablaban por ellos, si era necesario. Esa tarea recayó luego en Canicoba, quien más tarde iba a compartirla con Ariel Lijo. A Bonadio no le faltaba ascendencia sobre los demás, pero su carácter irritable le jugaba en contra. Lo que hacía el Rodi Canicoba era visitar a los colegas y hablarles. Les contaba anécdotas, les relataba situaciones graciosas, poco a poco los llevaba hacia donde quería. Les recordaba que se tenían que cuidar entre todos, amplificaba la idea de que no estaban allí para andar cazando políticos sino para garantizar la continuidad de un sistema. El Rodi tenía además la virtud de la simpatía. Conocía mejor que nadie el oficio de quedar bien con el poder sin caer en el desprecio de la prensa y al mismo tiempo ganar amigos y dinero. Organizaba los brindis de fin de año, hacía de anfitrión en las tertulias donde se invitaba a cenar a los enlaces más o menos permanentes, como Javier Fernández o Angelici. Y atendía a los periodistas, siempre.
Todo un caso Canicoba. A las Rodi Cup llegaba con su última moto de alta cilindrada, envuelto en una campera de cuero que escondía el paso de los años, con un elegante pañuelo en el cuello. Apenas se sentaba en la mesa de juego comenzaba a irradiar todo su encanto: repartía habanos, sonreía y fascinaba a todos con sus relatos de noches eternas que lo convertían a él, siempre, en un héroe incansable, cargado de suerte y furiosa bonanza. Antes y después de la «Rodi Cup» era y seguiría siendo el guía espiritual de la mayoría de Los Doce. Cuando uno de sus colegas se sentía muy presionado, se aparecía en su despacho para que él le recordara cada una de las máximas que guiaban a la supervivencia: que el tiempo es el mejor aliado de la duda; que las decisiones en caliente solo llevan al tropiezo; que una derrota leve conviene más que una tragedia rotunda. Eran las reglas del poder, de las que se jactaba. El Rodi guiaba, conducía, ampliaba su propio dominio y buscaba aliados y cómplices.
Con María, en cambio, se desconfiaban. Ella era la decana de Los Doce pero no conducía desde el carisma sino desde la acumulación de fuerzas. Eran de estilos casi opuestos. Pero además, María despreciaba a los exhibicionistas de riqueza. Y sabía que el Rodi, de haber podido, le habría sacado con gusto el juzgado electoral. ¿Ella también le celaba el afecto que lograba el Rodi entre sus pares? Tal vez. María nunca había logrado ser la anfitriona de reuniones similares y su círculo invisible era más cerrado y menos lujurioso. María no tenía una ascendencia basada ni en el histrionismo ni en el encanto, sino más bien en su capacidad de construir poder. María no tenía ninguna vocación de compartir su clan con ese hombre al que sabía deseoso de ampliar el suyo.
Poco faltaba para que ambos universos entraran en serio peligro (…).
Hablemos ahora de los abogados. Son los que protegen lo incomprobable. Los guardianes de los secretos.
En Tribunales se sabe que el abogado defensor delata la naturaleza del delito. Dicho de otro modo: dime quién te defiende y te diré quién eres.
Hay abogados que están puestos para batallar en las causas con la discusión de los argumentos, analizando y debatiendo las pruebas, husmeando en la jurisprudencia, cotejando el avance de los procesos hacia atrás, hacia los costados y hacia adelante. Pero hay abogados que están solo para embarrar la cancha. Son expertos en ensuciar los expedientes hasta la saturación, capaces de reclamar nulidades por la falta de una coma en una resolución, que se han especializado en dilatar o de apurar jugadas según la conveniencia del cliente de turno.
También hay abogados que están solo para ganar pleitos mediáticos y transformar un proceso en una guerra televisiva. Los mediáticos son punzantes, saben dónde declarar y cómo hacerlo, acostumbran a victimizar a sus clientes aunque sean los mismísimos herederos del demonio. También hay abogados para confesar, muchas veces pagados por alguien a quien no vemos y que juega una partida que se nos esconde, porque en Tribunales está repleto de causas que tienen la forma de las causas pero en realidad son otra cosa. Pero también, y aquí vamos, también hay abogados que están para lo inconfesable: para comprar sentencias o arreglar procesos. Esos abogados son conocidos por todos en Comodoro Py. Se los ve venir, a la distancia. Cuando llegan a una mesa de entradas, con sus trajes impecables, con sus costosas camisas, con sus sonrisas modeladas, ya se sabe lo que buscan. Arreglos. Arreglos millonarios. A veces para ganar tiempo, otras para conseguir una eximición de prisión, otras directamente para lograr la firma de un juez detrás de una absolución. Muchos de esos abogados son socios de los jueces. O hermanos y socios, como en la década del noventa lo fue Julio Coco Ballesteros, el hermano de Jorge Pati Ballesteros. Coco nunca se recibió de abogado pero durante años hizo como si lo fuera, cargando expedientes y escritos de aquí para allá, entrando a los despachos de casi cualquiera e irradiando la simpatía que se espera de los encargados de traspasar las fronteras éticas, porque si hay algo que había aprendido Coco y que luego aprenderían otros, es que sin importar la naturaleza de la trampa nunca se debe perder la elegancia. Hay que vestir bien, hay que ser prolijos, hay que sonreír y nunca hay que pedir nada de manera directa, sino esperar que lo que se busca llegue como el resultado natural de un proceso de buen entendimiento. Coco Ballesteros, el hermano del juez Pati Ballesteros, conseguía así todo lo que buscaba.
Con el tiempo su lugar fue ocupado por otros. A mediados del kirchnerismo irrumpió otro abogado facilitador y fue justamente otro hermano: Alfredo Lijo, hermano del juez Ariel Lijo. Freddy también consiguió acceso directo a cualquiera de los doce despachos federales.
Entraba y salía cuando se le daba la gana. Llevaba y traía soluciones. En ese llevar y traer se hizo millonario, tanto que años más tarde, en 2012, iba a montar nada menos que una financiera en Puerto Madero, Minning Pride SA, a nombre de su esposa Carla Lago y en sociedad con el camarista federal Eduardo Freiller. De Freddy Lijo se decía que además de socio de su hermano era uno de los operadores del gobernador Daniel Scioli en Comodoro Py y especialmente el encargado de proteger las espaldas del ministro de Planificación, Julio De Vido.
Pero hay más. Canicoba Corral prefiere a otro abogado. A Guillermo “el Gordo” Scarcella, al que muchos consideraban testaferro de Canicoba y su enlace permanente con la política peronista, a tal punto que Scarcella iba a terminar en un cargo importante en la provincia de Buenos Aires gobernada por Scioli, otro de los protectores o socios en la sombra de Canicoba.
En cada una de las causas calientes que llegan al juzgado de Canicoba aparecía Scarcella como abogado de alguno de los malos. Todos lo sabían en Comodoro Py. Scarcella era además la pareja de Canicoba en las noches de truco y whisky, mientras que de día abría puertas y cerraba las heridas tocadas por su amigo. Se hizo millonario gracias a eso. Compró campos en Tandil, formó cuatro sociedades comerciales, adquirió acciones en casas de juego, una colección de autos de lujo, cuentas en Panamá. En el nombre de su amigo. En el nombre del rey del truco (…).
No podemos no volver sobre Canicoba.
Debemos volver sobre Canicoba.
¿Será que me dijo en él más que en otros? ¿Será que lo hago porque ocupó el lugar de Pons?
Así es: Canicoba Corral ocupó el juzgado federal donde yo había trabajado de pinche y escribiente hace tantos años. Cuando a Miguel Pons lo ascendieron a un tribunal oral para sacárselo de encima, en su lugar nombraron a este hombre de trajes blancos y acento de varón de tango con aires de nuevo rico. Sus antecedentes eran penosos. Se sabía que era abogado, pero su experiencia en Tribunales se limitaba a haber asistido a un centenar de reos de medio pelo del Conurbano en la zona de San Martín. Era poco menos que un abogado sacapresos, ayudado en su ascenso por el simple motivo de ser peronista de cepa, amigo de un puñado de intendentes que lo arrimaron a los despachos adecuados en los momentos oportunos.
Mis compañeros de aquellos días, Dicky, Fabricio y los demás, siguieron trabajando con él como yo lo hubiera hecho. Tomando declaraciones, llevándole expedientes a su firma, redactando resoluciones orientadas a su gusto. ¿Absolución o condena? ¿Avanzamos en la causa o la planchamos? ¿Pedimos nuevas pericias o la elevamos a juicio? Así se organiza un juzgado. El juez dispone una absolución o un procesamiento o una elevación a juicio oral y son sus empleados los que le dan forma a esa idea. O muchas veces al revés. Los empleados llevan los expedientes y le acercan al juez las opciones para que él solo baje o levante el pulgar como si fuera el mandamás de un circo romano. Así era con Canicoba. Esperaba con su sonrisa inmensa en el sillón forrado en cuero de su despacho y asentía o rechazaba, guiado por las razones del derecho o, mejor, por las de su conveniencia personal. En ese espacio era un rey absoluto, como lo era un cirujano en el quirófano. Decidía construyendo poder, que es lo mismo que construir trascendencia. Canicoba llegó a su puesto criticando a su antecesor. Escuché que decía esto:
—Pons era un hombre duro; yo soy más político.
Ser más político significaba que con el Rodi se podía hablar. Podían hablar con él los fiscales, los querellantes, pero también los bandidos. Y si no estaba él disponible, entonces estaba su abogado amigo, el Gordo Scarcella. Una de las explicaciones del derrumbe moral de los juzgados federales fue la eliminación de las barreras que dividían los dos lados del mostrador.
De pronto desapareció la división entre el ellos y nosotros. Se esfumó la distancia entre los juzgadores y los enjuiciados. Todo se volvió conversable. Todo.
Durante el kirchnerismo, Canicoba consiguió apañarse detrás del caso más importante de la historia judicial argentina. Cuando el juez Galeano debió abandonar la investigación del atentado a la AMIA (por las irregularidades graves que había consumado), Canicoba heredó la causa y se paró gustoso sobre ella. Era un expediente infinito, sobre un caso imposible pero magnánimo que le aseguraba puentes de relaciones con el gobierno y con los servicios secretos y con los dirigentes de la comunidad judía y con las embajadas de Occidente y de Medio Oriente. Canicoba delegó el trabajo del día a día en el fiscal especial Alberto Nisman
(que trabajaba con Jaime Stiuso, cuándo no) y se reservó para sí las decisiones cruciales, como cuando dispuso el pedido de captura internacional de las autoridades de Irán acusadas de ordenar la voladura de la AMIA.
—Yo soy más político. No se puede meter preso a cualquiera, porque acá está en juego la seguridad del Estado.
Lo primero que aprendió fue eso: que la clave para trascender en su lugar en el mundo consistía en ser parte del poder y no su contralor. Luego, lo de siempre: a pararse con todo su peso sobre los expedientes sensibles. La verdad probable lo protegió hasta hoy, pero la lista de sospechas en su contra ha sido tan exuberante como su riqueza. La escena que más lo describe es la del campo de Bahía Blanca. Un grupo de empresarios a los que se vinculó con el peligroso Cartel de Juárez había adquirido una extensión de mil hectáreas de la tierra más rica del país. Canicoba sospechó que se trataba de una operación de lavado de dinero, por lo que decidió embargar el campo, que incluía una estancia maravillosa que solita valía unos cinco millones de dólares. Hasta allí la lógica de un proceso judicial correcto. Pero Canicoba decidió designar a un administrador del campo, con el argumento de que no le convenía a nadie que no se explotara semejante capital. Lo que hizo fue nombrar a un amigo suyo. No al mejor agrimensor de la zona, ni a uno designado por concurso, sino a un amigo personal, que se encargó de plantar soja para sacarle mejor provecho a la tierra. Increíble pero real, el amigo de Canicoba aprovechó el campo de los narcos para cosechar soja y ganar plata como cualquier otro productor de soja. Total, ¿quién iba a decirle algo? Los superiores de Canicoba en la Cámara Federal tardaron cinco años en sacarle la causa por «irregularidades en la administración» de los fondos decomisados. Para ese entonces su amigo y tal vez él mismo ya se habían hecho millonarios.
A los ojos del poder, Canicoba era un ejemplar casi intocable. Era el juez del caso AMIA y nadie quería ponerse en contra del juez del caso más sensible, pero además la dirigencia política lo creía conveniente porque era un hombre con el que se podía hablar. Todos sabían de su sociedad con el Gordo Scarcella, pero nadie levantaba la mano para quejarse, como tampoco nadie se quejó cuando comenzó a comprarse más y más motos de alta gama o, mientras promediaba el kirchnerismo, cuando se mudó a una mansión de 1.234 metros cuadrados, sobre la calle Monasterio de Vicente López, que había sido propiedad de la poderosa y riquísima familia Werthein. La tasación oficial decía que esa mansión valía poco más de 249 mil dólares, pero no hacía falta más que mirarla desde lejos para saber que había pagado varios millones de dólares. ¿Cómo explicar el descomunal ascenso social de Canicoba?
Tampoco nadie levantó la mano cuando comenzó a investigar a la mafia del gremio de los portuarios (el SOMU) y nombró como interventor del sindicato nada menos que a su cuñado, habilitado para acordar con el gremio intervenido y su jefe, Omar “el Caballo” Suárez. Amigos, cuñados, Canicoba ponía a sus propias lechuzas a administrar fortunas con la impunidad de los que no le deben explicaciones a nadie. Tejía y descosía a su gusto.
«Yo soy más político», repetía él. Hacía tiempo que lo llamaban Canicoima Cobrás (…).
En los primeros meses del gobierno de Cambiemos llegó a analizarse la posibilidad de cerrar la AFI para, entre otras miserias, cortar desde el vamos con las cadenas de favores y coimas a la Justicia. Pero esa idea duró un suspiro y en la AFI asumió un amigo de Macri, Gustavo Arribas, con la promesa de democratizar un organismo imposible de democratizar. El ministro de Justicia, Germán Garavano, presentó un proyecto de ley ambicioso para producir reformas estructurales en el Poder Judicial. El proyecto pretendía quitarles a Los Doce la exclusividad de investigar los delitos federales y de corrupción, amplificando la justicia federal a otros fueros. Era algo muy parecido a lo que había intentado Gustavo Beliz en 2004, pretensión que, como ya sabemos, le costó poco menos que el exilio. Pero la AFI no se cerró nunca y el proyecto de Garavano tuvo la misma resistencia que el de Beliz, fue muy resistido en el Congreso y naturalmente entre los jueces. En apenas un puñado de meses, el gobierno de Macri pareció reconocer que no iba a ser tan simple cambiar las cosas en Comodoro Py. Al menos no tan rápido. Y empezó a dialogar. Y empezó a sopesar fuerzas. Y empezó a disputar poder.
Lo primero que se decidió fue achicar el problema. Si el gobierno no podía aniquilar a todo Comodoro Py, al menos podía sacarse de encima a los jueces más impresentables, que en su análisis eran tres y en este orden: Oyarbide, Canicoba y Rafecas (…).
La situación con Canicoba fue la que exhibió con mayor claridad que el gobierno había empezado a negociar. El encargado de lidiar con él fue el jefe de la AFI, Arribas, puesto en un lugar que, ya sabemos, es de por sí peligroso. Arribas dirigía un organismo acostumbrado a la fabricación de carpetas de Inteligencia, esto es, a acumular información y chismes sobre todos los personajes del poder real, como políticos, empresarios, líderes sociales o sindicalistas. Ahora quería asignarle a la casa de los espías un sentido de eficacia que nunca se había usado. Quería demostrar que la producción de información podía servir no para apretar y dominar a los hombres sin paz (al menos no solo para eso), sino para algo mucho más difícil: conseguir resultados concretos. Para eso se decidió poner a prueba a Canicoba Corral. Y de paso sacarse de encima a un sindicalista temible: el sindicalista Omar “Caballo” Suárez, titular del Sindicato de Obreros Marítimos Unidos (SOMU) y dueño de una organización mafiosa de altísimo poder en los puertos del país, particularmente en el de Buenos Aires, donde cobraban peajes ilegales a los barcos que llegaban al puerto bajo amenaza de impedir su anclaje. Canicoba había procesado al Caballo en 2014, pero recién en febrero de 2016 decidió la intervención del SOMU, algo que parecía cantado desde el principio. Muchos lo entendieron como un gesto de buena voluntad para el gobierno, pero en realidad era contradictorio. Como interventor del gremio, Canicoba designó nada menos que a su cuñado, Ramiro Tejada, el hermano mayor de su nueva esposa. Increíble pero real, había hecho algo parecido a lo que tiempo atrás con el campo de los narcos, sacando provecho personal de una delicada situación procesal. Canicoba le había dado un sueldo y la posibilidad de negociar con la mafia del gremio portuario nada menos que a un familiar directo.
Cuando Arribas supo de esa maniobra explotó. Había que sacarse de encima a Canicoba o, tal vez mejor, usarlo. Fue entonces cuando empezaron a llevarle información sobre la aduana paralela que había armado el SOMU en los puertos y sobre la increíble fortuna que había juntado Suárez en un par de décadas. Canicoba decidió entonces dos cosas: mandar detener a Suárez y, por si fuera poco, ceder la intervención del gremio a una figura ascendente del PRO, Gladys González, quien desde allí iba a empezar a afianzar su carrera. Por supuesto que las cosas son más complejas de lo que parecen cuando pasan por las manos de Canicoba. Pero lo importante para nuestro relato es que el gobierno descubrió, ya en su primer año de gobierno, algo sumamente peligroso: que podía aprovechar la AFI para dominar a los jueces. O para creer que los dominaba.
☛ Título El libro negro de la justicia
☛ Autor Tato Young
☛ Género Investigación periodística
☛ Editorial Planeta
Datos sobre el autor
Especializado en periodismo de investigación, desarrolló gran parte de su carrera en medios gráficos, donde escribió sobre corrupción, espionaje y política, para luego mudarse a la radio y la televisión.
En 2006 escribió su primer libro, SIDE, la Argentina secreta, donde contó la historia del servicio secreto. Le siguieron Negro contra blanco, Mujeres casi perfectas, Código Stiuso y El libro negro de la Justicia, éxito en ventas que reveló las complicidades que asocia a jueces, espías y políticos.