No anoto. Nunca anoto. Escribo desde antes de saber escribir. Yo hablo. Hablo. Junto soniditos. Respiro. Me los digo. Si puedo, me escucho. No siempre tengo la oreja lúcida pero siempre ve más que mis ojos. Para escribir yo hablo y siempre recuerdo todo. Lo mismo me pasa cuando entrevisto. Algo en mí prefiere la incertidumbre de la memoria. El tamiz.
Cuando no me escribo es porque me he encontrado un rato. Soy feliz esos días. Mucho más que en la palabra. Para arriba vivo. Para abajo escribo. En el medio, el camino sinuoso que trato de seguir por estas páginas. (…)
Quizás, si logro escribir, no sea necesario para mi cuerpo saber adónde va, y pueda olvidarme un poco. Tal vez simplemente algo se detenga, la herida cicatrice al nombrarla. Porque ¿a quién engaño? Escribo para limpiar la palabra lepra en los demás, pero sobre todo en mí. Entonces, cuando escribo o entrevisto, no anoto.
Cuando escribo, escribo. El cuerpo alerta, en trance. Si lo digo en presente, lo detengo, las manos son garras sobre el teclado. Somos pasado juntos cuando escribo. Estamos un poco más listos para morirnos aunque no escriba la palabra sepulcro. Digo otras palabras malditas. Vamos al futuro de la mano sin miedo de olvidarnos un pie. Escribo para juntarme. Anotar sería volver al fragmento del que escapo. No anoto. (…)
Es sumamente raro, no encuentro la hora justa. O me parece demasiado temprano, o me parece demasiado tarde. O es fin de semana. Me da miedo. ¿Qué temo que me diga? Nada que no haya sabido ya ese día que hablé con mis padres en la cocina de su casa, su casa de viejos tan parecida a la casa en la que crecí. La llamo un año más tarde. Le han remplazado la cadera. Ahora ella me pide que espere un mes. Te tengo presente, me dice. Yo la tengo en pasado. Luis me dice: Creo que hablar con ella es fundamental. Hernán me dice: Creo que hablar con ella es fundamental. Es difícil hablar con lo fundamental.
Sigo explorando, viendo cómo junto los pedazos que fragmenté en el diván de mi analista, trato de pensar en mi temor al rechazo. Entiendo el miedo de mis padres a que me rechazaran, otra vez tiro hipótesis a tientas. Pienso que decodifiqué mal su temor y su silencio. Me dieron una adolescencia normal, a cambio y sin querer, leí su mirada compasiva sobre mi cuerpo en clave de gordura a pesar de tener un cuerpo joven y hermoso.
Cuando les conté a mis padres que escribiría sobre la lepra porque quiero que los que están después que yo puedan nombrarla sin temor a ser excluidos, hablamos por primera vez de este tema de adulto a adulto. (…)
—Él apoyó la idea de que no dijéramos nada, en un pueblo podría haberte costado hasta que no 104 te dejaran ir a la escuela –continúa mi madre–. Es casi gracioso, ese médico es ginecólogo, pero se portó como un amigo.
Les pregunto cómo hicieron para callar. Vuelven a repetir que fue duro. Me cuentan del hospital Muñiz. Del cartel de sesenta por cuarenta que decía: La lepra se cura.
Llegaba ahí abatida pero ese cartel me daba paz, rememora. El lugar era oscuro. O así lo recuerda mi madre. Y recuerda cómo tenía que atravesar pabellones hasta llegar al consultorio de la doctora Pizzariello. Ella le daba los remedios. La doctora estaba de pie y ella sentada. Pero me cuenta algo mucho más poderoso:
—Yo caminaba tratando de ver si encontraba otros enfermos de lepra. Yo quería ver.
Le pregunto si alguna vez le contó a la doctora de la angustia, si le pidió pasar a mirar algunos de los pabellones de internados. ¡No! ¡Ni loca!, contesta. No quería ir. ¿Entonces querías ir, pero no querías ir? Claro, quería curiosear. Lo que no se nombra no se ve. Lo que no se ve se sufre menos. Depende. Si la fantasía dispara lo siniestro, ver tranquiliza. La lepra se cura, dice el cartel.
¿Que hubieran dicho los cuerpos si los hubieran dejado mostrar su verdad?
—Una vez le hiciste un poema al doctor Gatti. Te sentaste en la camilla y se lo recitaste –dice mamá. No le gusta hablar mucho tiempo de las cosas dolorosas. Prefiere el relato de la luz.
—No recuerdo nada de eso –replico sorprendida.
—Sí, él estaba muy emocionado –ella también se emociona en la distancia por ese viejo que la había acompañado en sus desvelos, con las cejas enormes, su calma impenetrable. Un hombre que, me enteré en esa charla, reprendió a su recepcionista porque no quería recibirles un cheque a mis padres después de que Martínez de Hoz les había hecho perder todo. Aceptó el papel avergonzado después de que el médico lo retara.
Mi padre, que ha estado callado a lo largo de esa conversación –en ese momento y siempre con respecto a este tema–, nos mira conversar. Toma el mate que le paso, escucha. De golpe, mi escritura, mis preguntas lo habilitan para hablar:
—Yo quería enfermarme como vos –confiesa. Sus palabras son suaves, tímidas.
—¿Cómo enfermarte? Papi, pero deberías haber querido curarme –contesto conmovida.
—Y sí, pero como no sabía qué hacer, por las dudas quería enfermarme por si venían a llevarte.
*Autora de Una palabra tuya bastará para sanarnos. Editorial Alfaguara. (Fragmento).