Me encanta seguir cuentas de Instagram que se dedican a compartir fotos históricas de Toronto, mi ciudad natal; sobre todo, disfruto las imágenes del antes y el después que contrastan lo viejo (hoy en día, cualquier cosa de antes de 1990) con lo nuevo. Es fascinante ver cuánto ha cambiado, e incluso más interesante todavía es ver las capas colocadas sobre los restos del pasado.
Al sentirme atraída por estas imágenes, podría ser perdonada por interpretar los cambios como parte de un proceso de crecimiento natural, un proceso que parece orgánico y quizá hasta predeterminado por alguna clase de ADN urbano. La ciudad se expande, crece hacia arriba, se vuelve cada vez más densa, se mueve cada vez más rápido. Del mismo modo que en el crecimiento de cualquier organismo, parece cumplir con un destino natural. De hecho, la idea de la ciudad como organismo es atractiva; nos permite superponer su corazón palpitante, sus centros neurálgicos, sus arterias y venas a los nuestros.
Por desgracia, trasladar conceptos del mundo natural a los entornos construidos puede ocultar las bases definitivamente humanas de los lugares a los que llamamos hogar. Da la sensación de que evocar procesos naturales es una forma útil de encontrarle sentido a la complicada bestia de la ciudad, pero, además es una manera efectiva de invisibilizar las relaciones de poder.
Así, el primer relato de este libro sobre la gentrificación ha hecho mucho daño, y se necesita un contraataque. Por lo tanto, me opongo a la idea de que la gentrificación sea un proceso natural (léase: esperado, inevitable, normal) con esta pregunta: ¿quién gana y quién pierde cuando decimos pero no es algo natural?
No es difícil entender por qué resulta tan tentador acudir a la evolución, las leyes de la física y el antropomorfismo (la atribución de rasgos humanos) para ayudarnos a encontrarle la vuelta al modo en que cambian las ciudades: los humanos amamos las metáforas. En primer lugar, las metáforas nos permiten establecer conexiones entre diferentes tipos de objetos e ideas, que a su vez nos permiten verlas de nuevas maneras. Como escritora, no voy a ir contra las metáforas. Pero una metáfora no es lo mismo que una explicación, y las cosas empiezan a ponerse escurridizas cuando hablamos, por ejemplo, de las ciudades como organismos en evolución.
La evolución es una teoría potente que nos ayuda a explicar el desconcertante mundo de los seres vivos, que es complejo y dinámico –y también a encontrarle algún sentido. Una explicación es reconfortante; nos da cierta estabilidad, predictibilidad y certeza. Las leyes de la evolución dan sensación de orden a un entorno en constante cambio. No es sorprendente que nos sintamos ansiosos por aplicar estas leyes a otros sistemas complejos, incluidas las ciudades.
Es frecuente usar la palabra evolución, de un modo informal, como sinónimo de cambio. Sin embargo, por lo menos en su uso en inglés, la evolución también connota un tipo de cambio positivo o atractivo como, por ejemplo, un incremento de complejidad (en organismos), de eficiencia (en tecnología), o de conocimiento y saberes (en cuanto al crecimiento emocional de los seres humanos). En otras palabras, no es un significante neutral. No obstante, quizá sea más importante todavía que se encuentre inextricablemente ligado a la teoría del cambio y la adaptación de las especies como una respuesta al entorno. La teoría de la evolución ha sido aplicada a las ciudades, y en particular a los procesos de gentrificación, de modos que van mucho más allá de la sinonimia y la metáfora.
Los partidarios de esta forma de pensar no son necesariamente sutiles. Gentrification Is a Natural Evolution fue el titular de una nota de opinión de 2014 del periódico The Guardian, donde el escritor Philip Ball se valía del trabajo del investigador Sergio Porta para sostener que los barrios problemáticos de Londres como Brixton y Battersea estaban atravesando un proceso evolutivo que los llevaba del crimen y las drogas a la bohemia y la modernidad. Ball describe a las ciudades como organismos naturales, y a la gentrificación de las áreas agitadas de Londres casi como una ley de la naturaleza. Porta y sus colegas, que escriben en una revista de revisión por pares curiosamente llamada Physics and Society, aseguran haber encontrado una fórmula para predecir la gentrificación.
Estos autores se centran en las características físicas de un barrio para afirmar que la probabilidad de gentrificación puede cuantificarse calculando el vínculo entre la geometría de la traza urbana y las calles principales. El argumento es que las ciudades obedecen a ciertas leyes naturales que priman sobre las intervenciones intencionales de urbanistas, políticos y desarrolladores: Visto de este modo, los investigadores estudian la evolución de las ciudades como los biólogos la evolución natural, casi como si la ciudad fuera en sí misma un organismo natural. Basándose en estos supuestos, Porta concluye que la gentrificación es de hecho algo sano para las ciudades, y sugiere que “es un reflejo de su capacidad de adaptarse, un aspecto de su resiliencia”.
*Autora de Pasión por la ignorancia, editorial Godot. (Fragmento).