Millones de mujeres alrededor del mundo son agredidas, violadas, mutiladas, asesinadas en la mayoría de los casos por miembros de su entorno familiar o por varones que alguna vez fueron parte importante de su vida emocional. Siempre hay advertencias que no fueron consideradas relevantes por ignorancia pero, sobre todo, porque la naturalización las hizo invisibles a los ojos no expertos.
Tal como explica la antropóloga Rita Segato, “las leyes no tienen impacto causal en la realidad. […] No hay que abandonar el campo del Estado, pero hay que corregir la visión que dice que totaliza la realidad. Si ponemos todas las fichas a ese frente, vamos a perder”. “Entonces el discurso de los DDHH, como promesa efectiva de protección por parte de cortes estatales supraestatales, es hasta el momento, francamente ficcional, es una falsa conciencia”.
En Argentina, pese a la perseverancia de los reclamos y de las leyes que señalan la importancia de las estadísticas para la adecuada promoción de políticas públicas, carecemos de números oficiales y de tipificación de sanciones, a pesar de estar ambas previstas en la ley 26.485 (Ley de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres).
Las campañas de concientización y difusión en la región son escasas, sin sistematicidad y, muchas veces, ideadas por especialistas en marketing y publicidad, y no por personas formadas en temas de género y derechos humanos. Con el regreso a la democracia llegó la institucionalidad para grupos de mujeres que trabajaban la problemática de las violencias, entonces enfocadas, principalmente, a la agresión física.
Por aquella época, las organizaciones alentaban a las mujeres en riesgo a denunciar, a hablar, a animarse a salir del aislamiento. Se había idealizado el dispositivo de denuncia, animarse e ir a la comisaría o al juzgado parecía la clave para terminar con el circuito de la violencia. Del silencio a la denuncia se caminó el primer intento valioso hacia la visibilidad.
Sin embargo, en la medida en que la denuncia no sea recibida por quién y cómo corresponda, y si el curso que sigue el expediente iniciado es incierto y viaja en tortuga, si la víctima debe volver al hábitat común con el denunciado, que, además, ya se enteró de que ella hizo pública la situación secreta, aumentan exponencialmente las zonas de riesgo, y, en definitiva, ella estará sola y, aunque parezca paradójico, muchas veces, más desamparada.
Si alguna logró que la escuchen y le crean, volverá a su casa con un papelito que dice que el victimario violento está excluido del hogar y que no puede acercarse.
Otras, la mayoría, volverán sin nada, gracias a una Justicia que pide pruebas de situaciones que se producen sin testigos y que no siempre dejan marcas visibles. Ambas escenas son igualmente perversas, en las dos, la víctima debe hacerse cargo de su protección.
Diferentes mujeres relatan las mismas historias después de hacer múltiples denuncias: “Cuando me vio entrar, el comisario me dijo: ‘¿Otra vez por acá?’”. O coinciden: “Necesitan que sea cadáver o que tenga el cuerpo molido a golpes y, así y todo, preguntarán: ‘¿Cómo sabemos que aquel a quien ella está acusando es de verdad el responsable?’”. No hay testigos.
Las medidas, que pueden ser restricción de hogar, impedimento de contacto, cerco perimetral, no son suficientes, aun en los pocos casos en los que están bien implementadas. Insistir en medidas que no dan resultado, cuando lo que está en juego es la vida de las personas, habla del desinterés que los discursos ocultan y la falta de presupuestos y políticas públicas confirman.
Es imprescindible, antes de aconsejar a una mujer que denuncie, asegurarse de que las redes y el plexo jurídico funcionarán como la teoría indica que deben funcionar, porque, en general, no es esto lo que sucede. También es urgente revisar el concepto de “presunción de inocencia” en casos de violencia machista, ya que es un logro constitucional de las democracias pero que, en manos de una Justicia patriarcal y misógina, se convierte en un instrumento que salvaguarda los derechos de los violentos y desampara aún más a las mujeres victimizadas. Mientras no haya una construcción legal que sostenga la presunción de credibilidad, la inequidad en la Justicia será flagrante. La denuncia, la voz de la víctima, debe convertirse en prueba y como tal debería ser tenida en cuenta.
El planteo de este punto genera especial rechazo y temor porque hay quienes temen que bajo esta consigna crecerán las denuncias falsas. Está claro que hay personas a las que les preocupa más que en el futuro los varones sean denunciados falsamente mientras que parece no importar que, en el presente, las mujeres que denuncian estar en riesgo no tengan respuestas y, en un porcentaje aterrador, terminen siendo un cadáver.
Si entendemos que, como las sociedades, las leyes y las lenguas están vivas, la propuesta es resolver con nuevos paradigmas el drama que, no por ser histórico, es menos urgente.
Cada día, una mujer es asesinada por un varón que consideró que tenía ese derecho. Una enorme mayoría de las víctimas había hecho una o varias denuncias que fueron consideradas exageradas o falsas. Muchas de esas mujeres ya eran madres, pero a la Justicia patriarcal tampoco eso le importa.
Otro requisito de seguridad real es hacer seguimiento sobre las denuncias que no se validan, porque las mujeres se arrepienten y en el libro de actas solo dice: “Nunca volvió”.
En la zona confortable en la que es agradable no pensar o pensar que el tipo no le pegó más; sigue siendo muy alto el porcentaje de arrepentidas que “no quiere perjudicar al agresor”, “quiere evitar las repercusiones negativas de una denuncia en el ámbito social y laboral” o no se quieren sentir responsables del ingreso del victimario en la comisaría o prisión y, más tarde, tener que dar explicaciones a las hijas/os, si los hay, o a la familia. Solo quieren vivir tranquilas. Como muestra la excelente película argentina Refugiado (2014), cuyo director, Diego Lerman, expone, con claridad y sin golpes bajos, ese momento en el que la protagonista debe ir a firmar su denuncia pero algo subjetivo le impide avanzar en el camino legal a pesar del miedo (...).
Refugios, botones antipánico, terapias y grupos de autoayuda o ayuda recíproca de recuperación, todo cae sobre la mujer victimizada que debe hacerse cargo de su propia protección, mientras que el uso patriarcal de la garantía, que ofrece la mala aplicación de la presunción de inocencia, protege con un tiempo, siempre excesivo, de impunidad a quienes cometieron el delito contra ellas. Este no es, sin embargo, el mayor problema, lo más grave es que durante ese tiempo aumentan enormemente los riesgos para las víctimas, como lo testimonian los casos de Maria da Penha en Brasil o el de Karina Abregú en Argentina.
¿Qué pasaría si el dispositivo de control lo usara el acusado? ¿Si en el refugio se quedaran viviendo los varones denunciados mientras se sustancian los juicios? ¿Si la palabra de la mujer tuviera valor de prueba? ¿Si las campañas no se dirigieran a ellas invitándolas a animarse a denunciar sino a ellos informándoles con seriedad que su conducta delictiva será sancionada penal y socialmente y que, sin embargo, seguirá manteniendo sus responsabilidades económicas?
Pasaría que el eje cambiaría de tal modo que la mujer tendría, por primera vez en la historia, poder real y el violento perdería gran parte de su impunidad.
Evitar el peregrinaje de las mujeres por comisarías, fiscalías y juzgados donde deberán explicar la misma situación una y otra vez ante miradas incrédulas y sonrisas socarronas no es solo proteger a personas en riesgo, es cumplir con la ley que habla de derecho a vivir vidas sin violencias.
La última campaña gráfica que hoy está en afiches y en periódicos en nuestro país muestra la imagen de una mujer joven en primer plano, seria, triste, con la mirada perdida; atrás, desdibujado, un varón. Ella está sentada, él, de pie. Ella iluminada, él en sombras. El texto dice: “Si hay un golpe, antes hubo otros maltratos. Frenemos la violencia a tiempo”, y la línea de tres dígitos (144) que el Estado argentino ofrece para atención a las víctimas, de modo gratuito, las 24 horas.
¿A quién le habla? A ella. ¿De quién no habla? De él.
En primer lugar, le dice lo que ella ya sabe: que antes hubo otros maltratos.
Infantilizar a las mujeres en situación de violencia implica suponer que lo que les pasa es porque son niñas que no entienden. Inmediatamente propone: ¡Frenemos! ¿Quiénes? ¿Ella? ¿El Estado que ofrece sus números de línea telefónica 24 horas?
La sociedad en su conjunto aún no está incluida explícitamente en el mensaje. ¿Quién debe frenar la violencia? Después de hacer esa llamada, ¿qué pasará?
Hubo hace unos años otra campaña que decía: “Si vos no podés frenarla, nosotros sí”, y quien lo decía era un actor cómico por entonces famoso por un programa donde hacía chistes y fantaseaba eróticamente con la amiga casi adolescente de su hija en la ficción. Desde esa posición de popularidad (más tarde creció su talla de muy buen actor) les hablaba a las mujeres como si fueran niñas con dificultades para comprender: “No dejes que te peguen, que te maltraten”, decía un varón a quien se veía bastante incómodo con el texto que debía reproducir.
Tal vez no pensaron quienes la produjeron lo que podía sentir una mujer en riesgo cuando el cómico le decía, con actitud paternal del siglo XVIII y el dedo levantado, “no dejes que te maltraten”. Lo interesante es entender que, más allá de la persona del actor, que fue seguramente convocado por un equipo que pensó que el ser famoso lo haría más empático con el público a quien se dirigía, al participar en la campaña, permeó en sus gestos y el tono de su voz la idea que la sociedad construye acerca de las mujeres en situación de violencia –soy varón, vengo a salvarte–, una versión de príncipe que rescata o de míster músculo que lava toda la vajilla, porque ella sola no puede.
El otro punto es la reiteración de consejos del estilo de “No te dejes”, “Denunciá, llamá”, que configuran una serie de indicaciones explícitas que suelen repetirse en las campañas, por lo que sugiere que si no lo hizo hasta ahora, era porque no sabía que debía o podía hacerlo.
Estar en situación de riesgo grave, sometida a tortura emocional y física, implica un franco deterioro de las posibilidades subjetivas. Todas las energías y estrategias están puestas al servicio de sobrevivir y no enloquecer. Las mujeres, en esa situación, se ven a sí mismas con los ojos del maltratador: “Te pego porque no sos persona, sos un objeto de mi pertenencia”, “Te puedo decir cualquier cosa porque primero logré que las creas”.
Se suma, entonces, una violencia más, la de las instituciones que, buscando genuinamente protegerlas, les hablan en las campañas, las sacan de sus casas y las ayudan a esconderse en refugios anónimos, que las salvan de los golpes en la emergencia, pero que les van a impedir, por un tiempo, contactarse con sus espacios y objetos.
Esta situación de refugiada muchas veces la lleva a perder el trabajo al que no podrá asistir por estar “resguardada” en el refugio, y sus hijos –si los hay– perderán la regularidad de la escolaridad y el contacto con sus compañeritas/os y docentes. “Todo por tu propio bien.”
O deberá presentar un certificado “psiquiátrico” para justificar ausencias que la marcarán laboralmente con un estigma vergonzante e injusto. Ella, aunque muchas veces esté medicada, no padece ninguna enfermedad psiquiátrica, por el contrario, está siendo atacada en la intimidad de su hogar sin que nadie la defienda. Porque ese ataque no se incluye en los presupuestos del rubro seguridad para las políticas públicas.
Poco importa en este contexto que el tiempo en un refugio sea poco, cada día es infinito, cada pérdida es una herida que se suma a otras heridas.
Mientras la presunción de inocencia sea utilizada de modo patriarcal y misógino se garantiza una eterna postergación del inicio de los juicios, llamativas pérdidas de pruebas, si las hubo, uso de los bienes comunes por el denunciado y continuidad de su actividad laboral y social.
¿No es paradójico y perverso que la víctima esté siendo castigada, sin contactos afectivos que son suministros indispensables, sin su cotidianidad, sin sus pertenencias, y el victimario mantenga sus rutinas protegido porque es un “presunto inocente”?
Otro de los dispositivos podría ser el botón antipánico, pero si es la víctima la que tiene que estar atenta tampoco es muy efectivo, tiene que tener el botón siempre, poder apretarlo cuando percibe el riesgo y que haya señal en el lugar donde está, de lo contrario, es inútil.
Cambiar el paradigma implica aceptar que es el denunciado quien debería usar un botón para que quien debe custodiarlo se entere si transgrede la restricción.
Tiene que haber más control sobre los denunciados para que sepan que si no cumplen con la ley, las consecuencias van a ser graves.
Es el varón quien debería dormir en el refugio que se le asigne hasta que se sustancie el juicio; es el varón quien debería limpiar, lavar el baño y hacer las camas del refugio, es el varón quien no podrá dejar de asistir económicamente a su familia, ya que este sistema preservaría las condiciones laborales de ambos. En la casa, ella y los niños –si los hay–. En el refugio, él.
Quien pone en peligro a otra persona es quien debe ser controlado por una sociedad que esté decidida a hacerse cargo, es el denunciado por violento quien debe cumplir normas y requisitos que alejen y controlen la amenaza y el riesgo. Es quien está siendo amenazada quien debe sentirse segura.
Es la instancia que se ocupa del cumplimiento de la ley quien debe imponer un orden que señale, definitivamente, que hay sanciones efectivas para maltratadores y abusadores en una sociedad democrática y equitativa.
Y cuando digo sanciones no hablo necesariamente de cárcel… habrá, como decíamos en el inicio, que animarse a construir otros modelos, ya que es obvio que los que usamos funcionan mal en la medida en que no evitan lo que se dice que se quiere evitar.
Tenemos derecho, entonces, a preguntarnos si no será el resultado final, sostenido en el tiempo, el que muestra la verdadera intención, que es mantener el statu quo. No se trata solo de la sanción o de aumentar la pena y el castigo, nada resuelve más cárcel si no nos planteamos otras cárceles, personal bien formado y objetivos de rehabilitación, perspectiva de género y cumplimiento de derechos.
Se trataría de encontrar un mecanismo democrático que intente, si eso es posible, modificar la subjetividad de un sujeto masculino saludable que está convencido de que actuó porque ella lo provocó, es decir, que cree que no fue su responsabilidad pero sí su derecho.
Sancionar para reincorporar a la sociedad a ese varón, regular los medios necesarios para enviar un mensaje claro a la corporación masculina que deberá modificar esos paradigmas. Sancionar a quienes reciben mal a la víctima e incumplen sus mandatos para que así las mujeres puedan denunciar sin temor a que las traten como locas o exageradas o a la represalia del violento o a la burla de quienes, teniendo la obligación de hacerlo, no toman la denuncia y la mandan de nuevo al infierno.
La distancia entre buenas leyes y malas prácticas es corta. Es corta porque no hay exigencia en la selección del personal, ni adecuada supervisión en el ejercicio de funcionarios/as al frente de organismos y agencias ocupadas de los derechos humanos de las mujeres y/o de la familia. Ni siquiera los hay cuando se trata de la defensa de los derechos de niñas y niños, que siempre están presentes, eso sí, en los discursos de todos los partidos políticos. Los presupuestos económicos no son adecuados para este tema considerado “menor” ni la currícula escolar evita perpetuar esos estereotipos donde los varones compiten y son fuertes y se defienden a los golpes y las niñas son madres potenciales con sobredosis de príncipes salvadores. Una conocida empresa internacional de pañales descartables tiene una publicidad que habla de “princesas” y “campeones”. No hace falta explicar la diferencia entre estos conceptos y quedan claros sus efectos.
Cambiar de paradigmas es, también, generar campañas dirigidas a los violentos que les digan a los muchachos: “Si vas a pegarle a una mujer, respirá profundo, asegurate de que tomás distancia y llamá a este número. Si vos no podés frenarte, nosotros nos ocupamos”. Hablarles a ellos, dejar claro que en esta relación desigual es quien hace uso del poder el que debe cambiar y, si no cambia, nos ocuparemos cumpliendo con la fuerza de la ley y generando una sanción social.
Y, por último, cambiar estructuras implica terminar con la impunidad de quienes, hablando a través de sus sentencias, desamparan mujeres, amparan violentos y abandonan a su mala suerte a niñas y niños. Juicio y exigencia de renuncia sin jubilaciones de privilegio para quienes por su mala praxis como jueces o juezas son cómplices de femicidios.
En el siglo XXI los conceptos de “rapto” y “conquista” no han desaparecido; la rapiña sobre la vida de las mujeres está disimulada por la falta de estadísticas. En cada reunión, capacitación, si alguien pregunta: “¿Conoce o ha vivido personalmente situaciones de violencia machista?”, la levantada de manos por el “sí” es impactante. No hay ciudadanía plena si no hay cumplimiento de derechos.