DOMINGO
LIBRO

Totalitarismo o libertad

Dilemas del mundo que surgirá de la pandemia.

20201108_pandemia_juansalatino_g
Totalitarismo o libertad. | juan salatino

Henry Kissinger cuenta, en su libro World Order, que en 1961 Harry Truman, el presidente norteamericano de la posguerra, le dijo que si de una cosa se sentía orgulloso era de que los enemigos vencidos en la guerra –Alemania, Japón e Italia– se hubieran reincorporado a una comunidad de naciones liderada por Estados Unidos, y que emergiera un sistema cooperativo en el que un buen lote de países aplicaban reglas comunes: economía liberal, renuncia a las conquistas territoriales, aceptación de la democracia y respeto de los derechos humanos. Fueron valores predominantes en una zona del globo suficientemente grande como para que se estableciera un balance de poder. En otras épocas los conglomerados de poder del mundo simplemente coexistían pero no necesariamente convivían; es poco probable que el Imperio Chino supiera demasiado del Imperio Romano, pero tampoco era muy necesario que existiera esa porosidad porque lo que pasaba en un lugar no repercutía en el otro. Con la tecnología esto cambió de modo absoluto: hoy los aviones van y vienen por todos lados, la televisión primero e internet después hicieron que las noticias se diseminaran con extraordinaria velocidad, y Amazon vende de forma deslocalizada. El Covid-19 lo ha mostrado: un virus surgido en el interior de China se propagó por el mundo entero en pocos meses. Casi seguramente no hay sitio en el planeta donde alguien ignore quién es Lionel Messi. Hay una suerte de vértigo de interconexión. Se quiera o no, lo que sucede en cualquier lugar impacta en todos los demás muy rápidamente, de manera que relacionarse y entenderse dejó de ser una posibilidad y pasó a ser una necesidad. Cuando Kissinger viajó a China en 1971, le dijo al premier Zhou Enlai que China era para los norteamericanos algo misterioso, a lo que Enlai respondió que solo era cuestión de familiarizarse: el cimiento estaba. Esas tres o cuatro culturas que se reparten el mundo se organizan cada una alrededor de ciertos valores pero están obligadas a convivir. Esa convivencia es lo que Kissinger llama “orden mundial”. Consiste básicamente en la maravilla de despejar el misterio entre esos conglomerados o culturas, de modo tal que el mundo pueda constituir una única red. 

Esta introducción sirve para entender la relevancia del título un poco rotundo que Kissinger le puso a su nota del 3 de abril de 2020 publicada en el Wall Street Journal: “La pandemia de coronavirus cambiará para siempre el orden mundial”. Por lo pronto, estamos en un nuevo mundo donde Estados Unidos casi ha renunciado a ejercer el liderazgo; lo asumió durante la Guerra Fría, ante la crisis financiera de 2008 y tal vez ante la epidemia de ébola en 2014, pero ahora abdicó: en la casa parece que no hay adultos y reina el desconcierto. En ese escenario irrumpió este virus, que nos retrotrajo a la ciudad amurallada preiluminista: ante el peligro de la enfermedad, los países y la gente se repliegan sobre sí mismos. Byung-Chul Han había afirmado en 2010 que, con la globalización, vivíamos en una época en que el paradigma inmunológico perdía vigencia, es decir que ya no nos encerrábamos, y esa desprotección, esa intemperie voluntaria a la que nos exponíamos obedecía justamente a que no acechaba ningún enemigo visible o desconocido que fuera a atacarnos. 

Segunda constatación: fue en medio de esta sociedad permeable donde aparece el virus como el nuevo enemigo. No por nada Emmanuel Macron habló de una guerra contra un enemigo invisible. De pronto cerramos todo vertiginosamente, países, provincias, ciudades, barrios, casas, en un viaje inverso hacia nuestro cuerpo como última frontera blindada. Se volvió a la idea perimida de soberanía. Han sostuvo que la reacción inmunitaria fue tan violenta porque hemos vivido durante mucho tiempo en una sociedad sin enemigos, en una sociedad de la positividad, y ahora el virus se percibe como un terror permanente. Pero esta vuelta atrás supone algo paradojal: cuando la prosperidad depende de un comercio mundial fluido y un gran movimiento de personas, y justamente cuando más necesitamos que se imponga esa dinámica para salir de un colapso económico inédito, al menos durante la emergencia vamos en dirección contraria. Kissinger plantea como pregunta central de su nota si en la pospandemia elegiremos ahondar esta tendencia, yendo a un mundo más aislado y xenófobo, o la revertiremos, yendo a un sistema de solidaridad global. Ese es el primer dilema del nuevo orden. Si nos guiáramos por este encierro vivido durante la pandemia, la respuesta no es alentadora, pero podemos abrigar esperanzas de que este dispositivo de repliegue cesará no bien se despeje el peligro y ceda la sensación de terror. Ya a principios de julio se observa en Europa un retorno rápido a una relativa normalidad: la gente se sienta en los bares, reabren los museos, los aviones vuelven a conectar países e incluso el miedo al virus no frenó manifestaciones en contra del racismo. 

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Tanto la pandemia como la consecuente crisis económica son problemas globales, razón por la cual solo se resolverán con cooperación global. Es imprescindible que los países compartan no solo información científica sino equipamientos médicos y recursos humanos, porque es completamente irracional que en medio de una crisis sanitaria en un lugar falten y en otro estén ociosos. Esto no quiere decir que se iguale a los que habían hecho esfuerzos para tener una buena medicina con otros que no los habían hecho; si bien habrá que efectuar las compensaciones pertinentes, es preciso que haya coordinación. Sería muy insensato, por ejemplo, que un país, por poderoso que fuera, quisiera tener el monopolio de la vacuna, aunque hay indicios de que podría ocurrir esa insensatez: en los primeros días de julio los diarios informaron que el gobierno de Trump le compró al laboratorio Gilead Sciences, dueño del fármaco remdesivir –uno de los pocos antivirales aprobados para mitigar el coronavirus–, la casi totalidad del stock para el siguiente trimestre, vaciando las estanterías para el resto de los países, y a su vez hacia mediados de julio Rusia fue acusada por el Reino Unido de usar hackers (un grupo llamado Cozy Bear, que operaría enlazado con los servicios de inteligencia rusos) para robar trabajos de investigación de laboratorios ingleses sobre vacunas contra el Covid-19. Estos manotazos apresurados prenuncian posibles actos de depredación, escenario frente al cual, dicho sea de paso, la Argentina no se ha preparado del mejor modo salvo por el show montado alrededor de la vacuna en experimentación de la Universidad de Oxford y AstraZeneca. Al respecto, no es cierto que la Argentina participe de la producción de esa vacuna sino que lo hará un empresario vinculado al kirchnerismo tucumano, Hugo Sigman, a quien casualmente el Estado le aseguró una compra de once millones de dosis, otorgando un dudoso monopolio. Sigman, que es coleccionista de arte, haría así un negocio que es una verdadera obra maestra. Bolsonaro, en cambio, que es negacionista pero no tonto, no solo ya había apostado a ese mismo proyecto sino que Brasil fabricará la vacuna con dos laboratorios públicos financiados por cinco empresas privadas que donarán al Estado la tecnología, con lo cual se ha asegurado una buena partida de posibles vacunas (lo que no está claro que suceda en el caso argentino) bajo condiciones bastante menos opacas. 

Del mismo modo, es muy negativo pero no ilógico que, mientras Holanda pudo hacer convenios con Bélgica y Alemania para trasladar enfermos de un país a otro, en la Argentina no puedan ponerse de acuerdo para ese clearing hospitalario el intendente de La Matanza con el de Tandil. Y decimos que no es ilógico, y hasta es entendible, que reine la desconfianza mutua entre los municipios porque algunos, como La Matanza, nunca quisieron asumir sus responsabilidades, no usaron eficientemente sus impuestos y siempre les han echado la culpa de sus males a los demás. Esta sería una buena ocasión para cambiar. 

Y si la cooperación global es vital para superar la crisis sanitaria, más aún lo será para la crisis económica en que quedarán sumidos algunos países, sobre todo los de menores recursos. Es probable que muchos gobiernos, entre los cuales seguro se inscribirá el argentino, actúen exactamente al revés: encerrándose, encapsulándose y adoptando decisiones unilaterales, como si abrir cualquier ventana entrañara un gravísimo peligro. Desafortunadamente, el hecho de que muchos países, como Estados Unidos (tal vez esto se corrija con el resultado de las próximas elecciones), Brasil, el Reino Unido, Hungría, China, Rusia, Polonia y la India, tengan líderes nacionalistas agravará todo. De ser así, en una primera etapa predominará el caos y la crisis se agudizará. Pero el nacionalismo más temprano que tarde apareja escasez, carestía y empobrecimiento económico y cultural, por la simple razón de que, bajo su lógica, se desperdician las ventajas comparativas de cada país. 

Cuando esa inevitable consecuencia sedimente y la realidad se imponga por la mera potencia de los hechos, salvo que el mundo decida suicidarse, se irá tal vez hacia un reforzamiento de los vínculos cooperativos y a un sistema global que permita aprovechar lo mejor de cada uno y resolver eficientemente los problemas. Del mismo modo que alguien que sufre un secuestro pasa un tiempo traumado y paranoico, mirando a los costados y sospechando de todos, pero de a poco se va olvidando y vuelve a una vida normal, con la pandemia pasará algo parecido: luego de una primera etapa de encierro, la humanidad volverá a besar, a viajar y a hacer negocios. El problema es que no sabemos cuánto tardará ese proceso. En este sentido, es difícil compartir el optimismo de Fernando Savater cuando señala que la condición social de los humanos es mucho más importante que una plaga accidental.

Totalitarismo o libertad 

Unos días antes de la nota de Kissinger, y con un título más neutro, “El mundo después del coronavirus”, Harari había alertado: “La tormenta pasará, la humanidad sobrevivirá, la mayoría de nosotros estará aún viva, pero habitaremos un mundo diferente”. La elección será entre un mundo más nacionalista y totalitario o uno más global y libre; lo que hagamos en pocos días definirá el futuro por años entre esos dos escenarios, con el agravante de que ahora la tecnología parece dejar de ser un medio para convertirse en un fin. Si la amenaza inmediata, si el monstruo del virus nos impide ver todo lo que está en juego, probablemente nos vaya muy mal. Esta crisis no es determinista, no tiene un resultado de antemano, sino que su resolución depende de lo que hagamos, sobre todo porque la naturaleza misma de una emergencia, que acelera los procesos históricos, es que las medidas que se toman de modo temporario tienen la costumbre de arraigarse y quedar fijas por mucho tiempo. Procesos que demoran décadas en una situación como esta se ejecutan en horas o días, porque la urgencia lleva a tomar decisiones súbitas. ¿Quién hubiera pensado que bajo un gobierno peronista les iban a bajar los sueldos a los trabajadores o a pagar el aguinaldo en cuotas? ¿Quién hubiera pensado que los alumnos tendrían clases virtuales y que se impondría el teletrabajo? Esas soluciones se implantaron de un día para el otro porque todo es posible bajo el temor de la peste. Pero una estampida de pánico puede llevar al colapso de países enteros, por ejemplo, la Argentina. 

En el peor escenario asoma lo que Harari llama una “aterradora distopía totalitaria”: ¿qué ocurriría si, bajo el pretexto de cuidar nuestra salud, quedara en manos del gobierno la posibilidad de espiarnos mediante sensores para monitorearnos cada minuto del día? Es decir que Harari añade a la disyuntiva ya planteada por Kissinger –nacionalismo o globalización– un segundo dilema: totalitarismo o democracia. Estamos frente a una doble encrucijada y cada paso que demos nos irá llevando para un lado o para el otro en ambas cuestiones. El tipo de cuarentena que se adopta en cada país ya nos da una pista: se puede seguir un esquema obligatorio y policial (con vigilancia física o digital), con monitoreo y castigo, o se puede dar información y confiar en que los ciudadanos sabrán administrarla y cuidarse. Cuando se brindan datos científicos confiables e imparciales, la gente actúa racionalmente, lo prueban los casos de países tan distintos como Uruguay o Nueva Zelanda. La Argentina adoptó, en cambio, el primer modelo, aunque la vigilancia es básicamente física y arcaica, con retenes y policías armados que interceptan a los ciudadanos en las calles, controles que bajo distintos pretextos podrían permanecer una vez que la pandemia cese. 

La gestión de la epidemia en nuestro país sacó a la superficie sueños de prepotencia que el peronismo venía reprimiendo y que, bajo esta excusa, pudieron desarrollarse hasta el éxtasis de la necropolítica, como quedó claro cuando el gobierno, a los cien días de cuarentena, pretendió acordar con los diarios la publicación de fotos de los muertos por Covid-19 para operar sobre el miedo de los ciudadanos, proyecto que abortó gracias a la oportuna reacción de la ciudadanía, o como cuando se alentaba a los vecinos a la delación asegurando el anonimato, en clara evocación de aquellas escenas de Los novios, de Manzoni, cuando se ofrece una recompensa a los milaneses que denuncien a los llamados “untadores” (personas que para escandalizar recubrían las puertas y cerraduras con pastas que parecían pestíferas). Steven Pinker ha sostenido recientemente que todo gobierno tiene el derecho de imponer restricciones para prevenir daños mayores, pero la cuestión decisiva está en que ese poder no se use como excusa para coartar la libertad de las personas en forma general. 

La vigilancia totalitaria digital ya venía empleándose en algunos países asiáticos. Byung-Chul Han afirma que en China hay 200 millones de cámaras de vigilancia y no hay movimiento alguno de la vida cotidiana que no esté sometido a observación y calificación, otorgando o quitando puntos a los ciudadanos según compren por internet alimentos sanos o, en cambio, se entrevisten con un disidente. Un visado para viajar o un crédito bancario dependen de la nota que tenga la persona por su conducta frente a las cámaras. La esfera privada entre los chinos desapareció. Ese estricto control digital durante la pandemia le resultó muy efectivo para la detección de posibles infectados y la trazabilidad de contactos: sabían quién tenía fiebre, sabían por dónde había andado, sabían quién había estado sentado al lado en el tren, sabían el perfil de movimiento completo de cada infectado. Había ya una biopolítica digital y una borrachera de datos. Pero esto, que en una pandemia puede ser fructífero, fuera de ella puede ser dramáticamente inquietante. 

Pasada la crisis, esta política sobre los cuerpos puede propagarse en dos direcciones, territorialmente: que más países (y no solo los orientales) la implanten –de hecho, Israel ya la autorizó–; y cualitativamente: que pase de un método superficial, como el simple reconocimiento facial, a sistemas más sofisticados y duros en los que con solo tocar con el dedo la pantalla del teléfono se transmita un cúmulo de información que el Estado pasaría a almacenar, igual que la STASI guardaba el legajo de los alemanes orientales. Este tipo de cambios podría llegar para quedarse. En esa distopía totalitaria que imagina Harari no sería raro que el día de mañana, bajo la excusa de que nos protegen y previenen nuestras enfermedades, se nos exija, así como hoy obligan a que portemos el documento, que usemos una pulsera inteligente que nos vaya haciendo un seguimiento. Si en la pospandemia perduran los controles policiales físicos, como en la Argentina, o los controles digitales, como en China, habremos naturalizado un método totalitario. Y una vez más estaremos frente a la banalidad del mal de la que habló Hannah Arendt. La pandemia puede convertirse en un punto de inflexión. Quitar todo espacio de privacidad y convertir al individuo en un muñeco manejado a control remoto es la fantasía de cualquier déspota. 

Algunos plantean la pregunta de por qué nos inquietamos con estos métodos y, en cambio, interactuamos tranquilamente en nuestras computadoras y teléfonos con grandes compañías como Facebook o Google, que también nos espían y nos sacan información, por ejemplo, sobre nuestros gustos, incluso los políticos, con lo cual luego nos trafican a los mejores postores. La gran diferencia es qué pueden hacer unos y otros con esa información: una compañía privada nos querrá vender un yogur o un candidato y dependerá de cuán dispuestos estemos frente a la oferta o cuán seductores sean los vendedores; en cambio, el peso del Estado con sus herramientas coercitivas es infinitamente más peligroso y aplastante: puede saber cuáles son las debilidades de un candidato opositor al que desea sacar de la carrera electoral, las entretelas íntimas de un sindicalista al que quiere hacerle firmar una rebaja de salarios, o con quién hace reuniones un periodista sobre cuya opinión desea influir. 

Es verdad que, en países donde no existe la protección de datos, como en China o Singapur, un intercambio irrestricto entre las compañías de telefonía móvil y el Estado puede colocarnos en una situación tan desguarnecida como cuando es el propio Estado el que espía y almacena. Por ese motivo durante la crisis de la pandemia ha alarmado la aparición de TikTok, la nueva red social de origen chino que súbitamente consiguió millones de usuarios globales y millones de descargas bajo el signo de un algoritmo misterioso detrás del cual podría estar el aparato de seguridad chino. Tras la apariencia inofensiva de una aplicación en la que los usuarios intercambian videos muy cortos, anidaría la captura de datos sobre gustos y hábitos de millones de personas en el mundo, una llave para dominar el comercio y tal vez incidir en otras órbitas, y en el futuro podría incorporar contenidos educativos y financieros, con lo cual avanzaría en una suerte de colonización cultural. Si conocen y dominan nuestros gustos y miedos, nos dominan. La clave estará siempre, entonces, en que el Estado sea democrático y no totalitario: que no espíe por sí ni obtenga información de terceros.

Credibilidad de los políticos, científicos y medios 

Palabras como crédito y financiero vienen de creer y de fe, y vuelven evidente que ninguna comunidad se construye sanamente si no es sobre la base de la confianza mutua. Resulta altamente curioso que los mismos que fueron minando durante años la confianza en las autoridades públicas, en los referentes científicos y en los medios periodísticos ahora nos digan, con total descaro, que hay que aplicar métodos totalitarios porque no se puede confiar en la gente común. Una anécdota doméstica muestra el altísimo grado de desconfianza en las autoridades: ante la información de que Martín Insaurralde, intendente de Lomas de Zamora, había contraído el coronavirus y se curó con plasma de convaleciente, fue mucha la gente que puso en tela de juicio la veracidad del suceso, atribuyéndolo a una operación mediática para promocionar el hospital de Llavallol, para asustar a los ciudadanos o para alentar la donación de plasma. Más allá de que algunos elementos abrían paso a esa duda, y sin entrar en el caso particular, lo cierto es que la credibilidad en la clase política argentina está pulverizada. 

Obviamente que ese chip de recelo no puede mutar de la noche a la mañana y que la gente no hará caso cuando ya no son confiables los que nos dicen que debemos quedarnos encerrados, pero fueron ellos los que durante años, con sus pliegues morales permanentes, con sus decisiones erráticas y opacas, colocaron los mejores cimientos para que reine la sospecha. Es un círculo vicioso: las sociedades más democráticas son confiables para sus ciudadanos, que responden a su vez con actitudes cooperativas, mientras que las sociedades autoritarias frente a cuyos funcionarios la gente actúa a la defensiva responderán con más autoritarismo, invocando justamente el descontento y el incumplimiento de las órdenes. Y ese mayor autoritarismo presuntamente provisorio, establecido con el pretexto de la peste, podría quedar para siempre. El problema es que cuando no se puede confiar en los científicos, en las autoridades y en los medios periodísticos el fracaso está asegurado y se produce la desobediencia. Pero peor aún sería la frustración si se confiara en quienes no se puede confiar. 

El caso de Estados Unidos fue particularmente interesante en este punto. A pesar de su fuerte institucionalismo, que incluye un robusto sistema periodístico –el que permitió aquella epopeya de Watergate–, fracasó en el tratamiento de la pandemia. Tal falla obedeció, entre otros motivos, a una total falta de coordinación entre los niveles federal y estaduales, y el choque de opiniones entre los científicos y los políticos. Si bien disponen de una agencia federal de salud independiente (la CDC), a cargo de profesionales neutrales y creíbles, como su máxima autoridad, Anthony Fauci, el presidente Trump desoyó sus consejos, delegó las decisiones sanitarias en los funcionarios locales –gobernadores y alcaldes–, y tal descentralización generó un cúmulo de políticas heterogéneas, erráticas y sospechosas. Era correcto descentralizar los testeos pero no las decisiones estratégicas. Hubo un exceso de señales contradictorias que llegaban desde distintos niveles, y eso confundió a la gente. A diferencia de países como Nueva Zelanda, Singapur o Corea del Sur, donde se identificaba rápidamente cada nuevo caso, todos los contactos se rastreaban y se aislaba a los enfermos, en Estados Unidos la situación se descontroló, cada gobernador iba actuando según las oscilaciones de la opinión pública, los ciudadanos se guiaban por impulsos y el virus circulaba a sus anchas. Sin duda que el carácter y la impronta populista de derecha de Trump, junto con las urgencias de un año electoral, obraron muy negativamente. Tal es la desconfianza que ciento cincuenta intelectuales, desde Francis Fukuyama y Salman Rushdie hasta Margaret Atwood y Noam Chomsky, declararon en una solicitada publicada en Harper’s Magazine que Trump constituye una amenaza para la democracia y para la sociedad liberal. 

Es muy increíble que Estados Unidos, bajo la administración de Trump, frente a la pandemia no solo abdicó de su rol de líder mundial sino incluso de su cometido a nivel nacional. A pesar de todo goza de dos grandes ventajas respecto de países como la Argentina: que sus instituciones siguen siendo fuertes, y más temprano que tarde lograrán corregir los desvaríos, y que su economía tiene mucha plasticidad. Así como despiden personal, luego lo vuelven a contratar (en junio de 2020 se recuperaron casi cinco millones de puestos de trabajo, el mayor repunte en un mes desde 1939); así como cierran un negocio, luego abren uno nuevo, el espíritu capitalista hierve no bien rebrotan las oportunidades. Un rebote rápido y optimista de las economías tras las cuarentenas se produjo también en Alemania y Francia. En cambio, en nuestro país, donde un despido o el cierre de un comercio suelen ser hechos irremediables, lo más probable es que el clima de negocios sea muy malo, que mucha gente caiga en la indigencia, que se propague la delincuencia y que la salida de la crisis se torne extremadamente penosa. En efecto, después de seis meses de confinamiento compulsivo empresas como Basf, Axalta, Lan y Falabella ya cesaron su actividad en el país, y el hecho de que muchas de estas compañías se trasladen a Uruguay e incluso a Brasil prueba que el derrumbe de nuestra economía no obedece a la pandemia mundial sino a la pésima gestión de la cuarentena en la Argentina, es decir no al mal azaroso o metafísico sino a las políticas concretas del Gobierno.

 

☛ Título Desobediencia civil y libertad responsable

☛ Autores Juan José Sebreli y Marcelo Gioffré

☛ Editorial Sudamericana
 

Datos sobre los autores

Juan José Sebreli nació en 1930. Colaboró en Sur y Contorno y actualmente lo hace en PERFIL, La Nación y Clarín. Ha escrito decenas de libros, editados en varios países, entre ellos Los deseos imaginarios del peronismo. Es Ciudadano Ilustre de Buenos Aires y ganó el Premio Nacional de Cultura. 

Marcelo Gioffré es escritor. Publica artículos en los diarios PERFIL, La Nación e Infobae sobre literatura, cine y política. En su actividad como jurista se ha especializado en temas de filosofía del derecho y brindó  conferencias en distintos países.