En la extensa tradición del ensayismo argentino, Juan José Sebreli y Blas Matamoro representan figuras fácilmente identificables por una cualidad hoy casi extinta: el rol del intelectual por fuera de la academia. Eso corresponde a un rasgo que, si bien no dice mucho, anuncia una relación marginal con la intelectualidad argentina. Tal marginación les permite cierta libertad al escribir, escapando a la burocracia empleada en los claustros universitarios que, al mismo tiempo que producen conocimiento, aniquilan la creatividad.
Nunca habían hecho un escrito juntos. Por supuesto, existieron influencias, pero nunca fueron coautores. ¿Cómo pudo ser que amigos tan íntimos, y con una marcada fluidez para descifrar el canon literario, nunca hayan trabajado en un proyecto común? La pandemia de covid-19, con su cancelación de la vida como la conocíamos, nos acercó nuevas tecnologías. Este suceso permitió romper con ese vacío en el ensayo argentino. Durante cinco meses, Juan José Sebreli (JJS) y Blas Matamoro (BM) se reunieron todos los sábados por la tarde porteña y la noche de Madrid para dialogar sobre los temas que recorrieron sus vidas.
El libro responde a las costumbres de dos auténticos testigos del siglo XX: espero que este material sirva de consulta e interrogación, que invite a pensar.
Facundo Guadagno
Cine y teatro
JJS: Esta sería la tercera serie de diálogos entre los dos. La primera, que solo recordaremos nosotros, fueron nuestras conversaciones cuando vivías en Buenos Aires y venías los domingos a mi casa. Estábamos en mi biblioteca, y casi todos los domingos te quedabas y tomábamos una copa de whisky, porque en esa época estaba de moda, ya que el importado estuvo prohibido durante el peronismo. Como el nacional era muy malo, al abrirse la importación, el whisky se convirtió en la última moda, a tal punto que los bares se llamaban “whiskerías”. Hoy en día no tomo whisky, y su sabor me parece desagradable. Pero en aquellos tiempos tomábamos, venías a las seis y nos quedábamos hasta las ocho. A veces, vos te ibas al lado, donde vivía Pepe Bianco, y lo visitabas. Conversábamos de todo lo que conversaríamos hoy: cine, música, literatura y chimentos de nuestros contertulios, seguramente hablando mal de ellos. Esa serie duró un año o dos.
El segundo ciclo fue cuando te fuiste exiliado a Madrid, escapando de la última dictadura y, durante el primer año, una vez al mes nos escribíamos una carta. Aún las conservo, soy un coleccionista nato.
BM: No sé si un coleccionista nato, pero sí peligroso.
JJS: No son nada del otro mundo, pero pueden publicarse. Esta es la tercera serie y espero que sea mejor y más actualizada.
BM: Es una relación de más de cincuenta años, empezó en 1965, cuando estaba la tinta fresca de Buenos Aires, vida cotidiana y alienación (1964), y lo histórico de este encuentro es que debo de ser la única persona en el mundo con la que Sebreli no se ha peleado. Entonces, ahí tiene que haber una obsesión mutuamente cultivada, o eso que se suele llamar amistad. Eso es la necesidad de estar con el otro, la philia de Aristóteles. Esto hay que decirlo, porque la historia de peleas de Sebreli con sus congéneres, conocidos o desconocidos, ocupa varios tomos.
JJS: Fundamentalmente Correas y Masotta. Formábamos el trío de la calle Viamonte y con ellos, efectivamente, nos peleamos. También ocurrió lo mismo con Pepe Bianco y con Antonio Carrizo.
BM: Recogemos la tradición del fundador de la literatura argentina, Sarmiento, quien además escribió la novela fundacional argentina, Recuerdos de provincia (1850). Sarmiento era un peleador profesional, hacía relaciones para luego cuestionarlas, pero ese cuestionamiento lo alimentaba, y basta ver las cartas con Alberdi para demostrarlo. Las ciento y una cartas quillotanas están inventando el país en el exilio para después construirlo en la realidad cotidiana. Es la búsqueda de una persona con la que merezca la pena una pelea, porque un adversario indigno es rebajarse, pero si uno se enoja con una persona que está a su altura, la discusión es muy creativa. El otro te dirá algo que nunca te atreviste a decirte a ti mismo, la otredad es todo lo que uno tiene de oscuro y extraño, pero también es creativa.
JJS: Yo escribí un pequeño ensayo sobre la amistad en Cuadernos (2010), donde te dedico uno; además, hay una foto nuestra con Fernando Savater en Madrid. Al hojear el libro me doy cuenta de que es de mis mejores escritos, pero casi nadie lo leyó. Es muy sofisticado, quizás apto para alguna capital europea.
BM: Lo recuerdo. Lo que pasa con Cuadernos es que no es un libro, y tus lectores buscan un tema, buscan una tesis sobre alguna inquietud que ellos no sepan resolver. Si hacés un ensayo tradicional, como Montaigne, que puede empezar comentando a Séneca y terminar describiendo un carro tirado por caballos en la ciudad de Burdeos, desconcierta a tus lectores. Pero nos encanta a quienes nos gusta leer en la intermitencia, y Montaigne es un maestro en esto, y otro autor que no es de tu predilección, Paul Valéry.
JJS: Lo más cercano a Montaigne es Theodor Adorno, Siegfried Kracauer, Walter Benjamin y algo de Georg Simmel.
BM: Estaba pensando en Benjamin porque era un paseante, un flâneur, o un garbeador, en términos madrileños. Nosotros nos conocimos por Susana Hellman. Le comenté que tenía el folleto que había sacado la Asociación de Estudiantes de Derecho, porque yo estudiaba Derecho...
JJS: ¡No, eso no lo nombres, ni lo cites! Fue editado por Pepe Nun.
BM: Una mala noche la tiene cualquiera. Había leído Martínez Estrada, una rebelión inútil (1960), y Buenos Aires... y ella me dijo: yo conozco a Sebreli. Y ahí empezó la historia. Hay que decir que fuiste a la Facultad de Filosofía, a la que nunca fui. Pero sí cursamos en la misma Escuela Normal.
JJS: Junto a Masotta, a quien no conociste.
BM: Sí, lo conocí en Barcelona, cuando fue a predicar el evangelio según Lacan...
JJS: Sí, en esa etapa ya nos habíamos peleado. Ni nos saludábamos, fue una ruptura intelectual y personal. Pero, llegando a mis 90 años, tengo menos personas con quien hablar, porque mis interlocutores habitan mundos distintos. Es otro cine, nadie lee libros de Proust, y se escucha otra música. Simone de Beauvoir, en su autobiografía, decía que cuando uno envejece el mundo se despuebla. Efectivamente, nos vamos quedando solos, aunque nos rodeemos de gente, hablamos lenguajes distintos. ¿A vos te pasa lo mismo? (…)
Música
FG: En este encuentro vamos a analizar la relación con la música. Por otro lado, es importante hacer el recorrido de cómo la música culta ingresa a Buenos Aires, cómo se convierte en una mercancía, utilizo los términos del Blas de hace unos años, y desde la oligarquía va hacia las llamadas clases populares. En la actualidad, el Teatro Colón se convierte en un lugar para una minoría.
JJS: Eso es relativamente falso porque el público del paraíso fue siempre popular.
FG: Me gustaría comenzar con su acercamiento personal a la música.
BM: Vino por la radio, pero especialmente porque mi madre, de jovencita, había ido al Teatro Colón durante unos años y reconocía a los cantantes que ella había escuchado cuando pasaban alguna grabación. Así que me enteré de que existían Tito Schipa, Beniamino Gigli, Giacomo Lauri-Volpi, Georges Thill, Lily Pons, Claudia Muzio, Luisa Bertana, Rosa Raisa. Recuerdo que mi madre solía comentarme algo muy curioso sobre el tercer acto de La bohème, una escena que pasa en la Barrera del Infierno de París. Es un amanecer muy oscuro, cae la nieve y Mimí está muy enferma. “Cuando Claudia Muzio salía en esta escena”, recordaba mi madre, “todos sentíamos frío”. La impresión que me produjo fue notable. Me preguntaba cómo sería aquel teatro donde nevaba en la escena y todos temblaban de frío. Años más tarde, una vieja habitué del Colón, que también había visto a Claudia, como ella la llamaba, me comentó que al final de La traviata, cuando la protagonista muere, con Claudia moría hasta el dobladillo de su camisón. Este tipo de impresiones me sugirieron la primera imagen de la música: el sonido convertido en algo visible. Me fascinaba la idea de ir a ese otro mundo donde la música podía producir estas fantásticas escenas. Creo que la ópera fue la que me introdujo en el mundo musical. Esto tiene que ver con las primeras funciones de ópera que vimos en familia, mis padres, mi hermana y yo, entre mis 10 y 11 años, al aire libre en el Parque Centenario. La primera función fue La traviata, también. Ahora recuerdo que, en el cuarto acto, cuando Mimí está enferma y agonizante y escucha las murgas de carnaval que pasan por la calle, allí se transformaron en el ruido de una motocicleta porque había un motociclista que daba la vuelta alrededor del parque y colaboraba con un dato de realismo del siglo XX con Verdi. La segunda vez fue también allí, obviamente con El barbero de Sevilla, una ópera divertida que, según se dice, cada día se representa en algún teatro del mundo. Después he ido desde mi adolescencia al Colón, llevado por varias sugestiones.
”La primera era entrar en un mundo lejano, hacer de golpe un largo viaje. No solo porque en general las óperas que veíamos, los ballets y las sesiones de conciertos estaban compuestos normalmente por músicas de países lejanos, especialmente europeos, sino porque los cantantes usaban palabras extranjeras y en los pasillos también se las oían.
”Era como si una extraña población de la ciudad se hubiera concentrado en el teatro. Por añadidura, el Colón tiene una de las salas más hermosas del mundo, dotada de una acústica magnífica, según lo han dicho autoridades como el director de orquesta Herbert von Karajan, los cantantes Teresa Berganza y Jonas Kaufmann, y el pianista Miguel Zanetti. Todos han elogiado el llamado retorno del sonido que tiene esa sala, es decir que el intérprete puede escuchar con claridad lo que está haciendo, aceptarlo o corregirlo. Además, para quienes íbamos a las localidades más baratas, el paraíso y la galería, una ventaja compensatoria: allí, en la altura, es donde la música se concentra mejor y se escucha con más timbre y claridad. Así es posible, en un espacio tan grande, percibir nítidamente instrumentos tan sutiles de sonido como una guitarra o un arpa. De tal manera, podíamos juntarnos dos mil personas para escuchar perfectamente a Andrés Segovia, Narciso Yepes y Nicanor Zabaleta.
”El Colón tiene algo propio de los teatros antiguos y que los nuevos no tienen: son lugares acogedores, donde uno llega y siente que lo están esperando para situarse y quedarse. Los viejos teatros, como están construidos en herradura, en las localidades que están de costado no se ve bien el escenario.
”En todo caso, el carácter lujoso de la decoración de la sala y los salones crea la fantasía de estar en la intimidad de un palacio.
”Finalmente comprobé que, aunque estaba hecho en verdad por su lujo y su precio para una clase muy elevada, también tenía abierto el acceso a otras clases sociales. Ahí se empezó a formar mi cultura musical. (…)
FG: Hablemos sobre los escritores y la música.
JJS: En la Argentina no hay una cultura musical entre los intelectuales; tal vez Victoria Ocampo sea una de las pocas. Borges detestaba la música. Hay un chiste que solía hacer: en una fiesta, alguien empieza a tocar el piano y él se pone de pie. Cuando le preguntaban por qué se puso de pie, él dijo: “Pensé que estaban tocando el Himno” y era el tango Loca. Se burlaba del Himno y se burlaba de sí mismo, como hacía siempre. La música en la Argentina les interesaba a los musicólogos, como Juan Carlos Paz, por supuesto. A mí me interesó más tardíamente.
BM: Francisco Luis Bernárdez tiene varios poemas a músicos.
JJS: Pero ¿quién se acuerda de Bernárdez? A la gente que conocí la música no le interesaba.
BM: En España pasa más o menos lo mismo. Escritores que se interesan por la música sí que los hay, y algunos escriben sobre música pero, en general, no.
JJS: Y en la literatura europea mundial hay dos escritores que se han dedicado profundamente a hablar de la música: Proust y Thomas Mann. Bueno, Adorno, por supuesto, pero ya posteriormente.
BM: En los países germánicos es normal. Cualquier escritor se interesa por la música. Es que la presencia social de la música es muy grande. En Francia también y en Italia, menos, salvo la música nacional, la ópera. Algunos, por razones políticas, consideran que es música oficial y entonces la rechazan. Además, no les interesa como espectáculo teatral. Hay muchísimos aficionados a la ópera en Italia, pero son un público muy especial.
JJS: Hay aficionados a la ópera incluso en la Argentina, que es un país no musical, pero el Teatro Colón existió siempre y es habitual que se llene de gente. Aunque ese es un tema distinto. Me refiero a la música más refinada, música de cámara, las sinfonías, los conciertos. De eso, en la Argentina, hay poco. Y en el mundo, solo se me ocurren Thomas Mann y Marcel Proust. Y vos escribiste sobre los dos. Son los que realmente se han dedicado más al tema, sobre todo Thomas Mann en su libro Doctor Fausto, que es un libro casi dedicado a la música. (…)
Vida cotidiana
FG: ¿Cuáles fueron los cambios fundamentales de la vida cotidiana, comparando las dos mitades del siglo XX? Ustedes en su juventud vivieron el apogeo del Estado de bienestar. Eso fue desarmándose progresivamente. ¿Cómo compararían su vida cotidiana en estas dos mitades de siglo?
JJS: Mi primera visión de Madrid fue durante la época franquista. Conocí una ciudad de Madrid muy distinta a la de Blas. Cuando me encontré con él, luego de la dictadura, era como estar en otra ciudad. Siempre las ciudades se transforman con el paso del tiempo, pero es impresionante que pueda transformarse tanto como Madrid en ese momento.
BM: La vida cotidiana está hecha de momentos desatentos, rutinarios y repetitivos y, por lo tanto, olvidables. A lo largo del tiempo siempre se vuelve a escenas parecidas, horarios parecidos, los mismos lugares. Esta desatención nos lleva a la ignorancia porque, como dice Hegel, lo cotidiano es lo desconocido. Damos por supuesto que todo va a subsistir como hasta ahora y no le prestamos atención. Esta falta de atención se comprueba cuando uno tiene que salir y vivir el día fuera de su casa, por ejemplo, en un cuarto de hotel o en la casa de otra persona. Estamos curioseando los mínimos detalles, cosa que no hacemos en la propia casa.
”Es por esto que muchas veces son las visitas las que descubren aspectos de nuestra casa que están fuera del foco de atención. Lo extraordinario que ha pasado en todo el mundo con la peste es lo que de algún modo nos despierta de esa tensión de lo cotidiano y tenemos una sensación que se debate entre dos extremos: por un lado, lo común nos parece irreal, porque nuestra noción de la realidad es la repetición y, por otro lado, lo extraordinario nos parece hiperreal.
”La cotidianeidad es lo que da la garantía de la permanencia de las cosas. Lo cotidiano y habitual puede ser real, pero no verdadero. Debo decir que Madrid no es la que era hace cuarenta y cinco años. Sobre todo, demográficamente. Es una ciudad donde ha habido diferentes inmigraciones que provienen de distintas ciudades. Cuando llegué a Madrid, por ejemplo, me fui a vivir a uno de los barrios castizos, es decir, los barrios antiguos del sainete madrileño, que era el barrio de Embajadores.
JJS: ¿Dónde queda Embajadores?
BM: Es, geográficamente, el centro-sur de Madrid. Y bajando de Embajadores hacia el centro de Madrid hay otro todavía mucho más típico, que es Lavapiés. Barrios que, por su arquitectura de primera mitad del siglo XIX, al estar habitados por familias que se reproducían en esos lugares –nietos y bisnietos de esos barrios–, tenían una cierta fijeza madrileña antigua, incluso en el habla cotidiana. Sus habitantes usaban palabras que, yendo al centro de Madrid, la gente no terminaba de entender, del mismo modo que si uno viera un sainete o zarzuela sainetesca del mil novecientos. Actualmente, el barrio de Lavapiés es un barrio de paquistaníes, senegaleses y mauritanos. Está lleno de negocios de ropa, objetos decorativos, alimentos que no tienen nada que ver con los que había en el Lavapiés que conocí hace cuarenta y cinco años. Es como si fuera el barrio de una ciudad a la que yo acabara de descubrir. Viví en Embajadores durante dos años y luego me mudé donde estoy ahora, que es el extremo sur de la ciudad, una parte moderna que todavía en 1960 parecía campesina. Después de muchos años recorrí de nuevo todas aquellas localizaciones del viejo Madrid y me encontré de golpe con la novedad.
”El olor callejero de Lavapiés había cambiado, porque en las cocinas de restaurantes, cafés y bares donde estaba ese público ahora se preparan platos propios de esos lugares, se guisa y se asa la carne con distintos condimentos. Todo eso ha ocurrido en estas últimas cuatro décadas.
”Ahora, al crecer, la ciudad se ha ido cuarteando y saliendo del esquema clásico, y se evidencia en ese pegote de distintos paisajes, porque además son de distinta época. Estas colonias son de principios del siglo XX, es evidente por su arquitectura, y el resto son de una arquitectura de la segunda mitad del siglo XX. Esto es muy interesante porque el casco señorial de Madrid, que era La Castellana, fue muy averiado cuando vino el desarrollo edilicio, porque se demolieron una cantidad de palacios que hacían el conjunto.
”Se los llamaba un bosque de arquitectura y hoy son ejemplos aislados en medio de grandes edificios. Toda esta alteración de la circulación y del cuarteamiento de la ciudad tiene que ver con inmigraciones distintas. Se pueden escuchar acentos del castellano que, a lo largo de cien metros, desplazan totalmente al habla nativa de la ciudad.
”Uno oye hablar a colombianos, peruanos, argentinos, chilenos, que a veces sustituyen las pronunciaciones y las voces de los vecinos madrileños. A esto hay que agregar la presencia de enorme cantidad de comerciantes chinos que tienen constantemente encendida la televisión china. Uno entra a comprar el pan y lo primero que escucha son voces que hablan en chino. Hay moros del norte de África, sobre todo marroquíes, hay población africana –que habla lenguas, para nosotros, indescifrables–; después están los inmigrantes de la Europa oriental, sobre todo rumanos y, en menor medida, búlgaros; y de Europa central, muchísimos polacos.
”Esta Babel, sumada a los turistas y a los estudiantes que llegan de países donde se habla inglés y francés, han modificado mucho el sonido parlante de la ciudad. A mí me sigue llamando la atención la enorme cantidad de conversaciones, mayoritariamente arrasadoras, de los españoles acerca de la comida: “La comida que voy a hacer, la que hice, la que estoy por preparar, las cosas que acabo de comprar para comer, las cosas que hace mi mamá, las que hacía mi abuela, en mi pueblo se hace esto, pero acá en la ciudad no se hace...”. Todo esto constituye tres cuartas partes de las conversaciones de los madrileños que se pueden escuchar en la vía pública.
JJS: Este dato de que se habla sobre comida permanentemente en España no es una novedad. Ya lo había observado el ruso Iliá Ehrenburg cuando fue a Madrid, en el treinta, plena república española, en un libro, anacrónicamente llamado España, república de trabajadores. Era un muy buen observador. Él decía que terminaban de almorzar tardísimo y luego empezaba la hora del café; después hora del aperitivo. Eso lo explica perfectamente en la década del treinta, que es una época especial, previa a la Guerra Civil, al franquismo y a la posmodernidad de hoy. Es decir, es una constante madrileña. La comida es algo consustancial del madrileño. Imaginemos las diferencias fundamentales que hay entre la España que conoció Ehrenburg, la España de la Guerra Civil y la guerra del posfranquismo, y la España actual, que es una Madrid europeizante y cosmopolita. (…)
El telón
La posmodernidad impuso la tiranía de lo efímero, suprimiendo así el pasado en el que se ve solo una pérdida de tiempo. De esa tendencia parricida, se deriva la necesidad de subestimar a quienes pueden recordar, tarea que adquiere la súbita condición de inútil. Por eso el carácter de testigo de una época, que para generaciones anteriores gozaba de interés, ha ido perdiendo todo su espesor documental. Solo importa el presente. El futuro sirve para ir sepultando rápidamente capas de actualidad, en un vértigo bulímico que convierte en obsoleto cualquier hecho apenas nace y pierde la condición de novedad. Los sucesos nacen para el olvido y sus protagonistas son muertos inminentes. Bajo esta idea la historia deviene un repertorio de anacronismos, pura nostalgia sentimental. El lector inadvertido creerá que las ideas políticas o estéticas de las que aquí se habla están perimidas. Contra esta concepción de la discontinuidad histórica se alza este libro. Mal que les pese a los posmodernos, es necesario conocer el pasado, sus visajes y mudanzas para echar luz sobre el presente.
El proceso es dialéctico, al contrario de lo que sostenía el Romanticismo. No hay historias en plural sino en continuo, sin caer tampoco en el ingenuo tiempo lineal progresivo de los positivismos.
Este no es un libro de recuerdos, morada de la vejez, no se trata de un ejercicio melancólico. Revivir la escena de una película que ya nadie ve, el gesto de un actor que murió, el ritmo de una melodía que ya no se escucha, la fachada de un edificio que fue derruida, cafés o barrios perdidos por oleadas de modernización apurada, son claves testimoniales con un valor sociológico e histórico insoslayable. Internet es una herramienta que transformó la vida cotidiana, basta decir que nos ayudó a escribir este mismo libro a través de la plataforma Zoom. Pero, como sostiene Walter Benjamin, todo documento de civilización es a la vez un documento de barbarie. Autores, libros, compositores, artistas o innovadores científicos se disipan velozmente en medio de una infinita inflación de efusiones cibernéticas, cuya calidad es imposible de procesar y calibrar. Los youtubers, blogueros, tuiteros e influencers lanzan a cada minuto opiniones sensacionales que antes eran emitidas por investigadores serios, y luego de procesos de constatación.
Conocidos por su masividad en redes sociales, pueden llegar a tener millones de seguidores, se caracterizan por su chabacanería y agresividad, su contenido suele ser ocioso, trivial y sensacionalista, y adquieren súbita fama, opinan sobre cualquier tema y luego desaparecen. Este nuevo star system revela el fracaso de los algoritmos para producir un ágora: todo lo accidental y lo falso, junto con lo útil y lo verdadero, va a parar a un osario de olvidos.
¿Nos encontramos en un callejón sin salida? ¿Nos espera el caos? No necesariamente, no pueden hacerse predicciones, solo podemos afirmar entre la niebla de incertidumbre que recuperar el tiempo pasado, la experiencia de dos personas que atravesaron casi dos siglos, no es una tarea vana, es la base de la que está hecha nuestra mínima capacidad de historizar y dotar de sentido esta escurridiza actualidad.
Simone de Beauvoir decía que cuando se envejece el mundo se despuebla. Blas y yo somos sobrevivientes de una generación que ya casi no existe y tenemos la misión de rescatar del olvido personajes, grupos y lugares que están desapareciendo.
☛ Título: Entre Buenos Aires y Madrid
☛ Autores: Juan José Sebreli y Blas Matamoro
☛ Editorial: Sudamericana
Datos sobre el autor
Juan José Sebreli nació en Buenos Aires en 1930. Colaboró en Sur y Contorno y actualmente lo hace en PERFIL, La Nación y Clarín. Recibió el Premio Konex de Platino en 1994 en la categoría “Ensayo filosófico” y volvió a ganarlo diez años después en “Ensayo político”.
Entre sus obras figuran), Dios en el laberinto (2016), y Conversaciones irreverentes y Desobediencia civil y libertad responsable (2020).
Blas Matamoro nació en Buenos Aires en 1942. Escritor, ensayista, traductor, editor, crítico musical, publicó más de una treintena de libros: Nietzsche y la música (Fórcola, 2015), Novela familiar (Páginas de Espuma, 2010).