En estos momentos ya está en su Madrid natal evaluando proyectos televisivos y pensando en volver a Buenos Aires con su primer unipersonal. Blanca Portillo se enamoró del teatro a los 17 años y desde entonces nunca lo abandonó. Conquista a todos los públicos, y no sólo desde el escenario, ya que su calidez y su sencillez son tan intensas como su talento. En el 2004, los porteños la descubrieron cuando encabezó el elenco de La hija del aire, de Calderón de la Barca, con dirección de Jorge Lavelli. En abril de este año volvió para encarnar a Segismundo en La vida es sueño, con la puesta en escena de Helena Pimenta; en ambas ocasiones, su escenario fue el del teatro General San Martín. Pero fue el cine, más precisamente Pedro Almodóvar, el que le entregó un reconocimiento que no buscó.
“Somos ocho hermanos de una familia de un poder adquisitivo bastante bajo –inició su historia–, por eso me divertía jugando e imaginándome personajes. Fue mi abuela quien me enseñó a amar los libros. No sabía qué quería hacer, pero me encantaba contar historias y estar con la gente, comunicarme. Trabajé en una librería, pero fui un desastre porque recomendaba libros tan buenos como baratos y charlaba con la gente. Después estudié relaciones públicas y así me enamoré de un profesor, quien me llevó a sumarme a su grupo de teatro. Ahí alguien me dijo que se había emocionado con lo que había hecho y eso me dio la certeza de que éste era mi camino”.
—¿Cómo fue trabajar con dos hitos del cine español como Pedro Almodóvar (“Volver” y “Los abrazos rotos”) y Alex de la Iglesia (“La chispa de la vida”)?
—Pasé del pánico y la admiración a descubrir a grandes personas. Son seres humanos muy especiales que hacen cosas maravillosas, con quienes emprendés una aventura, que es filmar: fueron regalos de la vida.
—¿Por qué no te transformaste en una chica Almodóvar?
—(Se ríe) Siempre dije que a lo sumo sería una “señora Almodóvar”, pero no creo que sea bueno para ninguno de los dos. Soy consciente de que entrás en una especie de élite, pero sólo tuve mucha suerte y me pilló en una edad que no me mareó. Estoy en dos de sus películas, ¡ y eso no me lo quita nadie!
—¿Cómo se concilia la actriz, la directora de teatro y la del festival de Mérida (2010)?
—Me considero una persona de teatro. Creo que valgo más como actriz y es lo que me apasiona, pero me gusta todo lo que se menea arriba y abajo del escenario. La gestión es lo que más me preocupa, ya que en los festivales entra la política, y eso no lo manejo tan bien. Chocas con gente que no sabe de lo artístico, y que sin embargo decide.
—¿Hiciste “Mujeres soñaron caballos” con el argentino Daniel Veronese?
—Sí. Cuando vine a hacer La hija del aire empecé a ver teatro independiente y me enamoré de ese espectáculo. Conocí a Veronese, nos hicimos muy amigos y cuando lo llamaron desde España la hicimos juntos. También admiro mucho a Claudio Tolcachir, estuve en Timbre 4 y es la consolidación de lo que quiero.
—¿Qué diferencias hay entre argentinos y españoles cuando hacen teatro?
—Ustedes tiene un compromiso mucho mayor. Esta profesión tiene una parte exhibicionista y ególatra, pero cuando se queda con eso se pierde lo más importante, que es la misión teatral: comunicar, servir de espejo para la vida y cambiar al espectador. Aquí hay una vocación mayor que en España, donde lo importante es sólo ganar dinero. ¡La vanidad es un peligro!
—¿No te importa el dinero?
—Reconozco que no me mueve. Viví siempre con poco, por eso puedo manejarme con cinco o con 500. Este es un tiempo en el que la gente quiere muchísima plata, y si es preciso, se roba. Busco pagar facturas, ayudar a la gente que quiero, viajar o comprar algún par de zapatos. Lavé copas y trabajé en una zapatería, pero desde los 19 años no he dejado de trabajar de mi profesión, aunque tuve deudas. Estoy pagando mi piso, un terreno en Avila y tengo un coche, nada más.