La difundida decepción con el desempeño de la economía argentina y con sus negativas repercusiones sociales ha motivado un considerable interés por tratar de entender la naturaleza y las características de los procesos históricos que generaron esos resultados. En este trabajo intentamos contribuir a esta exploración, potencial insumo de ejercicios prospectivos que imaginen futuros posibles y mejores. Los ensayos que componen el libro responden a una iniciativa del Instituto Interdisciplinario de Economía Política (IIEP) y han sido elaborados conjuntamente por autores formados en la historia económica y política y en el análisis económico, confiando en que la cooperación interdisciplinaria –esto es, la ciencia social– facilite la comprensión de la historia que ha moldeado este presente que vivimos. Investigar el sentido de la gestión de los gobiernos, las percepciones de los individuos y de los actores colectivos, las expectativas y criterios de decisión que conformaron los comportamientos, públicos y privados, significa en definitiva examinar una dinámica económica que, sobre todo en casos como el argentino, difícilmente se preste a un abordaje esquemático y simplista. Pretendimos en síntesis estudiar la propensión argentina a la inestabilidad macroeconómica y a los cambios abruptos de tendencia, enfocándonos particularmente en los corsi e ricorsi de las crisis y de los programas de estabilización (y, a veces, de desarrollo) que por un tiempo y a su modo trataron de encauzar la economía.
Cada uno de los trabajos que componen nuestro libro tiene entidad propia como análisis de fenómenos salientes de la evolución del país. Cada uno trata de manera específica una experiencia particular de política económica con su densidad y con sus detalles, en algunos casos concentrándose en fenómenos a escalas de tiempo relativamente largas, en otros casos enfocando coyunturas críticas que tuercen súbitamente la configuración y el rumbo de la economía, en todos los casos dejando un legado bajo la forma de acervos de recursos productivos, de activos financieros y de deudas, de surgimiento o de ocaso de patrones de crecimiento y de distribución del ingreso, de nuevas coaliciones socio-políticas impensadas antes. Cada trabajo se focaliza en un período significativo, pero en esta presentación alejamos la lente y procuramos hacer un hilo conductor que enlace los movimientos tendenciales y cíclicos de la economía y las idas y vueltas de las políticas, siempre con la nada trivial pregunta planteada acerca del problemático y muchas veces turbulento desenvolvimiento argentino. ¿Tendrá una respuesta de consenso esa pregunta?; ¿es útil que tenga una respuesta de consenso o resultará que el propio debate y sobre todo los procesos sociales y políticos terminen construyendo una diagonal en la historia que vendrá? Los autores no tenemos respuesta única a esos interrogantes, lo que aconseja dejar por ahora al costado esas digresiones.
Nuestro punto de partida lo ubicamos a fines de los años 40, con la emergencia de la fuerte restricción externa que perturbó el boom redistributivo del primer peronismo, con su final abrupto en 1948. Todo punto de partida de una historia es arbitrario porque sacrifica causas y explicaciones que quizás estén en un pasado más distante. Puede ocurrir que lo que observamos desde 1948 esté vinculado con la distribución de la tierra en el siglo XIX, o con el advenimiento de la sociedad de masas durante la segunda y tercera décadas del siglo XX, o con la Gran Depresión de los años 30, o con la declinación de Gran Bretaña como potencia mundial y su relevo por Estados Unidos, todos factores que, entre otros, modelaron a la economía y la sociedad argentinas. No vamos a entrar aquí en detalles, pero esos son ejemplos de causas y azares con repercusiones prolongadas en el tiempo, y que podrían ameritar un tratamiento con un mayor horizonte retrospectivo.
El despertar de Estados Unidos tras la guerra modeló la economía y la sociedad argentinas
Sin embargo, elegimos en nuestro libro tratar “en sus propios términos” ese medio siglo “largo” que va de 1948 a 2002, con sus propias esperanzas (que fueron muchas) y sus propias frustraciones (que también fueron muchas). Obsérvese que el momento inicial de la historia que narramos es una temprana y relevante instancia de los ciclos del stop & go, esto es, un ajuste ineludible frente a la evidencia de que el final de la Segunda Guerra no nos devolvería a aquel mundo previo al estallido de la Primera Guerra, ávido de nuestras exportaciones alimentarias. Y obsérvese también que el momento final del libro es la expresión más profunda del go & crash, una crisis financiera solo comparable con la de 1890 pero más profunda que aquella en cuanto al pesimismo social que desató, y que sin embargo desembocó en una notable fase de recuperación (cuya evolución y repentina transformación en una nueva “década perdida” nos abstenemos de estudiar específicamente aquí buscando guardar distancia respecto de los hechos que forman nuestro material de trabajo).
En el periodo analizado hubo muchas esperanzas, pero también muchas frustraciones
En todo caso, sería un error afirmar que la historia transcurrida entre 1948 y 2002 fue un monótono valle de escepticismo y estancamiento. Por el contrario, hubo períodos signados por la esperanza del progreso y por el progreso mismo, seguidos de reversiones y de promesas rotas. Quizás la palabra que mejor describe las marchas y contramarchas es variabilidad, a condición de que aceptemos que la volatilidad cíclica se combinó con cambios notables en la tendencia al crecimiento e igualmente notables en la conformación económica y social de país. En otras palabras, el vértigo de los sucesivos “cortos plazos” no debería ocultarnos las transformaciones irreversibles en una Argentina que ha dejado muy atrás a la de mitad de siglo.
Junto con los marcados altibajos de la economía, sobresalen ciertas constantes vinculadas con ellos. Uno de estos elementos persistentes que queremos destacar se refiere a la alta conflictividad social, no obstante su eventual puesta en sordina por bonanzas transitorias (aprovechando a veces oportunidades de endeudamiento externo sujetas a fuertes reversiones) o por ensayos de disciplinamiento autoritario, con sus traumas y frustraciones. La puja distributiva, sea por la consecuente dificultad para establecer un esquema de ingresos y gastos fiscales sostenibles, sea por la generación de dinámicas de precios inconsistentes, ha sido un factor central de nuestra historia inflacionaria. Vale la pena advertir que los conflictos repetidos entre distintas franjas sociales por el reparto de los recursos a lo largo del tiempo, estuvieron condicionados por, e influyeron sobre, los vaivenes políticos e institucionales, expresados en ocasiones como fallidas tentativas pretorianas (hasta 1983), y en otras como recusación recíproca de legitimidad entre los actores decisivos de nuestra vida pública.
A su vez, la agitada dinámica político-social interactuó con una búsqueda inconclusa por definir una estructura económica capaz de evolucionar con un crecimiento sostenido y, como condición necesaria, con la constitución de una coalición de actores con capacidad suficiente para impulsar ese progreso y encontrarle al país un concreto y específico “lugar en el mundo” económico. Detengámonos un instante en esta expresión: “un lugar en el mundo”. En cada uno de los capítulos del libro narramos y analizamos un tramo de esa historia, que es la historia de un país que no encontró un rumbo colectivo después de quedar claro que Estados Unidos, la potencia que en 1945 asumía su liderazgo en Occidente, era un competidor casi imbatible en la exportación de alimentos, y después de quedar claro, para peor, que Europa ahondaría su proteccionismo agrícola. ¿Qué espacio le quedaba a la Argentina en el tablero internacional?; ¿cómo se moldearía su arquitectura económica y social partiendo de esos datos duros?
Esas preguntas no tuvieron las mismas respuestas durante nuestro medio siglo largo, en parte porque el mundo fue cambiando y su retrato final dista de parecerse al retrato inicial, en parte porque los experimentos locales de política económica fueron diversos, y a veces opuestos simétricos.
Entre 1948 y 1974 –veintiséis años– las palabras claves fueron desarrollo industrial protegido y fiscalmente subsidiado, ampliación del mercado interno, con la meta siempre presente del autoabastecimiento energético y con incipientes y bienvenidas incursiones exportadoras, sobre todo a la región, por parte de las manufacturas de bienes de consumo y, crecientemente, de bienes durables y equipos de producción. Primó en esos años la aspiración a complejizar la matriz de insumo-producto, expandiendo grandes industrias de insumos de uso difundido, con un papel central y a la vez controvertido de la Inversión Extranjera Directa. Así fue entre el primer Perón y el último –en una permanente pulseada con la inflación– una vez que el primer Perón hubiera completado la industrialización asociada al consumo popular. La economía semicerrada que se conformó, tan distinta a la Argentina abierta de los años veinte, abrió paso a una pregunta que fue a la vez la génesis de un debate: ¿podría esa industria protegida acercarse en su proceso de desarrollo a la frontera tecnológica y abastecerse ya no en forma incipiente y volátil de las divisas que necesitaba para su desenvolvimiento?
Distintas preguntas tuvieron respuestas muy distintas durante este medio siglo largo de intentos de crecer
Entre 1974 y 2002 –veintiocho años– inaugurado el período por la gran crisis desorganizadora de 1975/1976- la noción compartida de que la industria manufacturera era la palanca del progreso económico y la conditio sine qua non de la integración social comenzó –no de un día para el otro– a hacer mutis por el foro. “No de un día para el otro” significa que las viejas percepciones no mueren fácilmente, como ya se había puesto en evidencia durante la primera mitad del siglo XX pese a los crecientes problemas de funcionamiento del patrón de crecimiento agroexportador y del orden monetario que lo acompañó. En ese período, el foco en el desarrollo manufacturero y su asociación con el empleo fabril sindicalizado no se desvaneció fácilmente por una razón principal: las dificultades de la industrialización protegida -que fueron muchas– no devinieron en un péndulo que en su mecánica nos devolviera una y otra vez al estancamiento tendencial, como se creyó de manera difundida en esos años. Por lo contrario, con sus conflictos y crisis, y pese a las tensiones económicas, sociales y políticas, había habido progreso material y cambio estructural entre 1948 y 1974, no tanto como en nuestro vecino Brasil, pero alla fine nada desdeñable. Hubo además un indicio intelectual de que no se estaba frente a un electrocardiograma plano en materia económica y social. Nos referimos al debate vibrante sobre el desarrollo de los años 60 y 70, con participantes como Rogelio Frigerio, Marcelo Diamand, Guido Di Tella y Aldo Ferrer, que dejaron su marca en la literatura y también, más indirectamente, en los planes económicos que se elaboraron en la época. ¿Fue ese debate la señal de una insatisfacción con ese progreso material que se percibía como insuficiente y precario, o por lo contrario el signo de una esperanza sobre el futuro basada en los datos tangibles de aquel presente? No tenemos la respuesta, quizás porque era a la vez una cosa y la otra.
Hubo progreso material y cambio estructural entre 1948 y 1974, aunque no tanto como en Brasil
Pero todo cambió a mediados de los años 70. El estallido inflacionario de 1975 tuvo una diferencia crucial con aquel otro de 1959, el primero del siglo con un ritmo de incremento de los precios mayor a 100% anual. La diferencia residió en que el de 1975 inauguró un régimen de alta inflación que duró quince años mientras que el de 1959 revirtió en menos de un año. En el intento fallido por ponerle un fin al estallido inflacionario de 1975, la dictadura que se instaló en marzo de 1976 apeló a varias herramientas y terminó a fines de 1978 en una que recordaría al costado financiero del patrón de crecimiento agroexportador: la apertura de la cuenta financiera, la libre movilidad de capitales, un exotismo desde que en diciembre de 1929 Hipólito Yrigoyen cerrara “provisoriamente” la Caja de Conversión. Si el ensayo de desinflación constituyó un fracaso con efectos reales muy costosos, también significó el punto de partida de un profundo cambio en la estructura productiva y en las visiones predominantes acerca de las vías del progreso económico.
Con el fin de la industrialización fundada en la sustitución de importaciones y sin que esa industria pudiera integrarse salvo marginalmente al comercio internacional que se expandía, ya no hubo sectores productivos líderes, identificables como motores del crecimiento. Ya no habría planes de desarrollo y sí en cambio una mayor centralidad del mercado como guía para la inversión. El problema fue que por el nuevo sendero –el sendero del mercado– tampoco se encontró una respuesta a la pregunta sobre el sol alrededor del cual orbitaría la Argentina. Si China iba a ser el nuevo sol o si habría más de uno, ese sería un interrogante más del siglo XXI que de la segunda mitad del siglo XX. Y hubo otra cuestión igualmente profunda: la arquitectura social edificada desde los años 40 con eje en la industria manufacturera iba a ofrecer esperables y legítimas resistencias a cambios que implicaran su sacrificio, como escribió Tulio Halperín Donghi. Con la libre movilidad de capitales y la innovación de las inversiones de portafolio, un supuesto futuro venturoso operando como factor de atracción de capitales podía postergar el choque con la desconfianza popular hacia lo que ese futuro podía brindar, a condición de que un financiamiento inevitablemente riesgoso cerrara por un tiempo la brecha entre aspiraciones y productividad. Mirado desde el final de la historia, no funcionó. Cada incursión en busca de financiamiento externo terminó en colapso (el primero fue el presente griego que la dictadura legó a la incipiente democracia). Pero, además, la recurrencia al crédito internacional en un contexto de desequilibrios macroeconómicos y de alta inflación, fue consolidando el rol del dólar como instrumento financiero, unidad de denominación, símbolo de una estabilidad económica que parecía inalcanzable, y refugio de los tenedores de activos (versión local del exit hirschmaniano, mientras que el conjunto de los grupos sociales empobrecidos o en riesgo de estarlo se manifestaban a través de una voz perceptible cotidianamente en las grandes ciudades).
Frigerio, Di Tella, Ferrer, dejaron su marca en la literatura y en los planes económicos de los ‘70 en Argentina
El final de la historia que contamos en las páginas del libro no nos dice todo sobre el desarrollo de la historia. A la vieja Argentina de 1974 no se puede volver; la experiencia reformista de los años 90, nuestro último capítulo, pudo presumir en algún momento que iba en vías de consolidar la nueva organización que se pretendía, más abierta al intercambio exterior de bienes y de capitales, pero desembocó en una profunda crisis de deuda, con sus repercusiones políticas y sociales. ¿Nos puede decir algo más nítido que estas ambigüedades trepidantes un “epílogo de este prólogo” que avance más allá de 2002?
Suele ocurrir que los acontecimientos nuevos reorganizan nuestra visión del pasado. En parte es lo que ocurre cuando echamos un vistazo a lo sucedido entre aquel 2002 y 2019, el último año previo a la pandemia. Detengámonos un instante en este punto. Al extendernos en el tiempo más allá de lo que abarcamos en los capítulos del libro, la primera “corrección de perspectiva” que se nos aparece es la del concepto de “duración” de los procesos sociales. Desde 1948, ensayos que pudieron asomar ex ante como una transformación estructural de largo plazo desembocando en una tendencia de desarrollo terminaron en episodios truncados prematuramente: la remodelación peronista con aires desarrollistas y estabilizadores inaugurada en febrero de 1952 ya se estaba resquebrajando a mediados de 1954; el experimento desarrollista propiamente dicho, liderado por Arturo Frondizi, émulo del proyecto de Juscelino Kubitschek en Brasil, comenzó en mayo de 1958 y se prolongó por apenas tres años y diez meses (aunque su onda expansiva se prolongó por largo tiempo); la revisión de Arturo Illia del ruidoso llamado de Frondizi a la inversión extranjera duró dos años y diez meses para dejar su lugar a un gobierno militar desarrollista- autoritario cuyo milenarismo fue quebrado por la rebeldía popular a los dos años y once meses; la instalación de una democracia plena con Perón en el centro del sistema político y un plan de desarrollo que a su manera prolongaba el consenso industrialista se derrumbó muy rápido, con la muerte del líder primero y con la crisis de 1975 después; de la dictadura de 1976 no vale la pena hablar conceptualmente en clave de duración, porque independientemente de sus plazos indeterminados nunca se acercó a cumplir sus objetivos manifiestos, al menos los económicos; el primer gobierno de la democracia por fortuna duró (casi) lo que institucionalmente tenía que durar, pero inmerso en la crisis de la deuda quedó lejos de cumplir con su aspiración de aunar democracia, crecimiento y justicia social.
Los acontecimientos nuevos reorganizan nuestra visión de los hechos del pasado
Recién con el reformismo de mercado de Menem podemos escribir la palabra “década” en un sentido riguroso. ¿Fue eso una rareza en medio del tembladeral? Justamente deja de serlo cuando nos extendemos más allá del 2002. La palabra “década” como sorprendente y algo curiosa alusión de los argentinos al largo plazo nos es familiar en el siglo XXI, y entonces se modifica nuestro concepto de duración. “Década ganada” y “década perdida” fueron términos frecuentes en el debate político, pero también explican la economía y la política económica. Después de la profunda recesión que comenzó en 1998 y se extendió hasta 2002, la economía se recuperó velozmente y luego creció aceleradamente, con algunas perturbaciones predominantemente exógenas, hasta 2011. Desde entonces se estancó y finalmente decreció. Una década y otra, luces y sombras que siguieron a la emblemática década del 90.
¿Qué conexión hay entre esos tres períodos “largos” que abarcan treinta años de historia argentina? Para explicarlo vayamos a una segunda “corrección de perspectiva”. La apertura de la cuenta capital de los años de Menem, concomitante con una caída en la tasa de ahorro , culminó en una crisis de deuda y un default, pero los costos de esa ruptura contractual no se sintieron tanto como se podía haber temido porque la devaluación post-convertibilidad abrió la puerta a un período de inesperada solvencia macroeconómica y porque, también inesperadamente, los términos del intercambio mejoraron de la mano de la China emergente que compraba nuestros productos y compraba los productos de aquellos países que, como Brasil, compraban también nuestros productos. Por momentos, como hubiera dicho Félix Luna, la Argentina fue una fiesta. El gasto interno crecía a altas tasas mientras se acumulaban reservas –como si el fantasma de la restricción externa hubiera desaparecido– y de la mano de la expansión económica se creaba empleo a buen ritmo y mejoraba la distribución de ingresos. Pero la tendencia de rápido crecimiento solo podía durar si se perseveraba activamente en satisfacer las condiciones de consistencia fiscal y externa y –para agregar una dosis de fortuna– si los precios de las exportaciones se mantenían altos. Cuando ambas cosas comenzaron a flaquear, sostener el nivel de vida de la sociedad argentina requirió de un nuevo ciclo de endeudamiento (o venta de activos), el tercero desde principios de los años ochenta. Primero fue apelando a la liquidación de reservas internacionales entre 2011 y 2015, análoga a las privatizaciones de Menem; después, mientras que el sector privado acumulaba cuantiosos activos en el exterior, fue el endeudamiento público externo en los mercados de capitales entre 2015 y 2019, otra excursión al mundo financiero internacional que resultó de corto aliento y terminó repentinamente. Obsérvese que estamos refiriéndonos a dos gobiernos de distinto signo político y a herramientas de política distintas, pero cuyo principio ordenador, más allá de la retórica, tiene una explicación común y converge en un final crítico que deja al lector una sensación de déjà vu.
Eppur si muove. Aquí estamos nuevamente ante el desafío colectivo de imaginar y constituir una configuración productiva que nos proporcione crecimiento y oportunidades de trabajo remunerado sin exclusiones, con un esquema de gestión macroeconómica que tienda a la estabilidad, lo cual requiere una solvencia fiscal distributivamente aceptable. ¿Es pedir lo imposible? No son tiempos para una mera queja melancólica, sino para la reflexión y la búsqueda de salidas.
La palabra “década” nos sigue pareciendo algo sorprendente y curioso todavía en este siglo XXI
“Medio siglo entre tormentas” finalmente busca aportar elementos al estudio de la evolución económica del país, en un período relevante para la comprensión de “qué le pasó al país” en su camino hasta el presente, con la distancia analítica que facilita el tiempo transcurrido entre los hechos y su interpretación. En cada capítulo, el texto es resultado de la cooperación entre economistas e historiadores económicos dispuestos a saltar la valla entre sus respectivos campos de trabajo, con la aspiración de elaborar documentos que combinen las perspectivas del análisis económico y de la práctica historiográfica, poniendo especial atención sobre las percepciones y conductas que resultaron en la evolución bajo consideración.
(Para saber más sobre el libro y sus autores)