Pocas actividades concentran tantas fortalezas para la actual dinámica macroeconómica como la construcción, privada y pública. Ambas aportan entre 3,5 y 4 puntos al PIB. Generan 6% del empleo total y no insumen dólares (a diferencia del comercio o la industria).
La obra pública supone una inversión de 1,5% del producto para el Tesoro. Su actividad está apenas por debajo del máximo de 2011 y junto con el comercio, aparece entre los sectores que más velocidad de recuperación registran en la poscrisis Covid-19.
Sin embargo, a la hora del ajuste en las cuentas fiscales, tiempos que se acercan en el acuerdo con el FMI, la obra pública aparece siempre en el primer lugar de la lista de “recortados”. En esta nota puntualizamos algunas de vías de escape, algunas cercanas, otras más de mediano plazo, para sortear la tradicional tijera.
La gestión actual prioriza las obras pequeñas, simples, de escala municipal, rápido despliegue con mano de obra intensiva y escaso valor agregado, financiadas casi por completo con fondos del presupuesto. Justo lo que el ajuste fiscal necesita.
No hay proyectos que articulen provincias y regiones, o atiendan cuestiones de competitividad, por ejemplo, que permitirían fuentes de financiamiento alternativas, como bancos de desarrollo, regionales, usuarios y las propias empresas beneficiarias, junto con una mano de obra más calificada y mayor efecto multiplicador de la actividad.
Las obras más pequeñas, además, enfrentan graves problemas de gestión y ejecución, como proyectos mal formulados y redeterminaciones de precios que se demoran. Los proyectos de mayor envergadura, en principio, podrían reducir esas limitantes técnicas y, bajo ciertas condiciones, progresar de manera más adecuada.
Por supuesto que la inestabilidad macroeconómica (reflejada en los récords del indicador de riesgo país) y la permanente revisión de reglas de juego en el sector actúan como barreras para el financiamiento. La inversión de riesgo no es un acervo cultural argentino y cuando en distintos momentos se implementó, los cambios de normas y regulaciones y en varios casos, los deficientes formatos definidos desde el estado, abortaron los procesos.
Sin embargo, es posible una aproximación realista a las posibilidades de inversión privada si se estabiliza la macro y aparecen diseños regulatorios adecuados. Por ejemplo, en ferrocarriles de carga, dándole espacio a los cargadores usuarios, en la construcción de gasoductos y líneas eléctricas y en la red vial terciaria, clave para la salida de la producción agroexportadora.
El déficit estatal en proveer mecanismos de priorización de las inversiones hace que muchas de ellas muestren una rentabilidad social dudosa, o cuanto menos descansen apenas en demandas políticas.
Más aún: el planeamiento de la infraestructura depende fuertemente de las variaciones en la matriz de costos de las empresas beneficiarias, en especial en energía y transporte. En este último caso, la política seguida en relación a los subsidios a los combustibles, por caso, podrá demandar nuevos requerimientos de infraestructura y operación en la medida que se perciba estabilidad de reglas en el horizonte.
Este déficit también aplica a las empresas públicas, donde esquemas de incentivos a la gestión eficiente y planes de negocios harían más sustentables los requerimientos de fondos públicos.
Pero quizá el activo más relevante para el sector sea la previsibilidad, la chance de construir un horizonte sobre el cual operar, con mecanismos ágiles de certificación y actualización, un banco de proyectos por sector y, por cierto, una economía con menos inflación.
Publicado originalmente en El Economista