Por eso, luego de este largo rodeo nos vamos acercando a la pregunta inicial de ¿qué es Occidente?, a por qué hemos hablado de China para bordear el interrogante.
El filósofo François Julien nos servirá de guía en esta incursión. Estudió en la misma institución que Derrida y Foucault, lo hizo dos décadas más tarde, pero ya en los años 70 del siglo pasado comenzó a tomar distancia respecto de su vocación de helenista y a especializarse en cuestiones griegas, para buscar otros rumbos.
Había algo hartante para Julien en ese sinfín de la filosofía occidental; parecía que el filósofo de nuestros días no tenía otra tarea que la de asistir a una discusión variada sobre una misma pendiente, con el placer de palpar esas variaciones, degustarlas, y ver si con los años era capaz de imaginar nuevas especias para arrojarlas a la cacerola y condimentar el pantagruélico guiso retórico. Esa interminable comilona lo había hastiado, y decidió estudiar mandarín.
Julien dice que tanto Sócrates como Confucio son dos de los más grandes exponentes de la cultura oral que hemos heredado. La oralidad se practica con el cuerpo, con la voz, con la mirada, con el Maestro.
Monotonía y banalidad. Fue una decisión extraña para un egresado de un país filosofante en el que aún en el ámbito de la cultura la figura del intelectual no había desaparecido y se la confundía con la del filósofo.
Estudiar chino era dejar de ser intelectual sin la garantía de convertirse por eso en sabio. La trayectoria de Julien es muy conocida, ha escrito y sigue escribiendo un libro tras otro. Nos da la sensación de que siempre habla de lo mismo, que la sabiduría china es siempre la misma. Lo que no es una crítica sino una constatación. La repetición de un mismo gesto es lo que destaca a las artes marciales orientales; cualquier aprendiz de karate o yudo o de caligrafía lo sabe, debe hacer lo mismo una y otra vez. Hasta que ya no sea el mismo. Que él mismo ya no sea el mismo.
Es el sujeto el que cambia al producir siempre un mismo objeto o realizar el mismo gesto. Resulta difícil comprender que una monotonía sea la fuente de la variación.
Monotonía y banalidad son dos caras de la sabiduría china. Julien resalta la importancia de la banalidad del pensamiento de Confucio. El sabio chino dice:
“El Maestro dijo: Abordar una cuestión por el lado equivocado es sin duda dañino” (Analectas 2.16).
“El Maestro dijo: El caballero considera el todo en lugar de las partes. El hombre común considera las partes en lugar del todo” (2.14).
Otro sinólogo, un hombre que no dejó de ser un intelectual de fuste, corajudo y sutil, me refiero a Simon Leys, apodo literario de Pierre Ryckmans, considerado uno de los mejores traductores de las Analectas de Confucio, en la edición de este libro comenta cada uno de estos aforismos breves e insípidos, y sus notas multiplican por veinte la extensión de los dichos del sabio chino.
¿Cómo se puede hacer de lo banal una enciclopedia con sus notas y aclaraciones, además de la fuente básica de un imperio celeste milenario?
Acabo de escribir la palabra “insípido” al referirme a los aforismos, leo:
“El Maestro dijo: “Estudiar sin pensar es inútil. Pensar sin estudiar es peligroso” (2.15).
Llamado. Cuando leo esto me detengo, no sigo. Es una sensación análoga a la que se tiene al ver una pintura en un museo que interrumpe nuestro recorrido, nos detenemos, seguimos unos pasos para respirar, volvemos, otra vez nos quedamos quietos, necesitamos una pausa, buscamos un rincón o un asiento, siempre para respirar, no lo hacemos porque nos falte el aire, sino porque hay un llamado.
China y Occidente: poder, saber, filosofía y negocios globales
Las salas en las que se exhiben las pinturas se han oscurecido. Hay una sola luz que ilumina un único cuadro.
La frase de Confucio no nos hace conocer algo nuevo, no nos proporciona una información, no es un consejo ni una advertencia, es un trozo de música. Crea una atmósfera, un ambiente, pero no tiene olor, no domina, no tiene sabor, no se impone, no tiene color, no atrae. Nos deja estar, no nos arranca de nosotros mismos, por el contrario, nos devuelve a casa, es un regreso a lo nuevo.
La lectura de los aforismos de Confucio, como los de Lao Tsé, o El libro de las mutaciones o el I Ching, no es solo un asunto de erudición; si así fuera, estarían destinados al exclusivo círculo de los llamados “letrados” o al espacio académico.
Hay algo más en la brevedad de estas sentencias: tienen la densidad de la experiencia. Debe haber algo en el escucha o en el lector que recibe estas palabras que les permite ser recibidas. Hay otras palabras dormidas que se despiertan con el sonido del aforismo; debemos ser algo confucianos para recibir a Confucio.
Simon Leys dice que no hay que olvidar que Confucio no era confuciano, ni, como se sabe, Marx, marxista.
Julien dice que tanto Sócrates como Confucio son dos de los más grandes exponentes de la cultura oral que hemos heredado. La oralidad se practica con el cuerpo, con la voz, con la mirada, con el Maestro.
El sabio chino no era doctrinario de sí mismo. Fue un consejero itinerante de la casta imperial y de la burocracia suprema con suerte diversa. Escribe Leys:
“Confucio ocupó brevemente un cargo de rango inferior; después de eso, ya nunca en su vida ocupó ningún cargo oficial”.
Desde ese punto de vista, puede afirmarse realmente que la carrera de Confucio fue un total y colosal fracaso. Una posteridad formada por admiradores y discípulos fue reacia a contemplar esta dura realidad. El fracaso humillante de un líder espiritual es siempre una paradoja de lo más perturbadora que difícilmente puede afrontar la fe ordinaria. (Consideremos de nuevo el caso de Jesús: fue necesario el paso de 300 años para que los cristianos fuesen capaces de afrontar la imagen dolorosa de la cruz).
Así pues, la trágica realidad de Confucio como político fracasado fue sustituida por el mito glorioso de Confucio el Maestro Supremo” (S. Leys, Introducción a las Analectas).
Comprensión e incomprensión. Hay que ser joven y pujante para lanzarse al ruedo y decidir aprender mandarín para estar a la altura de los futuros tiempos. Y que hay ser un soñador para pretender entender el pensamiento chino y sus miles de años de historia y cultura.
Dice el erudito Marcel Granet: “Cuando se ha intentado describir el sistema de conductas, concepciones, símbolos que parecen definir la civilización china, quizás en un momento dado creemos tener el cronómetro listo para resumir en qué consiste la autoridad moral que ha regido a una enorme masa de gente durante siglos. Y no logramos sino percibir lo presuntuoso que es definir el espíritu que anima sus costumbres (…) Toda civilización necesita de una cierta inconsciencia y el derecho al pudor. Pero el hecho es que nada permitirá, sino por un allanamiento, penetrar la vida real de la China… Para el indiscreto, las posibilidades de una buena recepción son nulas, y rarísimas (desdicha mayor aún) las ocasiones de acertar y ver con claridad (La pensée chinoise, 1934).
Como quien aquí escribe no es joven, menos erudito, y prefiere estar despierto, renuncia indeclinablemente a la pretensión de entender algo de lo chino, más aún si es de lo chino en general. Ya le llevó una vida entender algo de la filosofía francesa y de la historia argentina, y al no ser gato, en el sentido de adjudicarse siete vidas, lo mejor es transmitir ciertas impresiones.
Ya hemos presentado a François Julien, es un filósofo francés que decidió estudiar mandarín y filosofía china hace ya casi medio siglo. Tiene derecho a la palabra. Sin embargo, seríamos demasiado ingenuos si creyéramos que leyendo las decenas de libros de Julien estaríamos en condiciones de recibirnos de sinólogos, aunque fuere aficionados.
Si Julien interesa, me atrevo a afirmar, es porque se trata de un francés que habla de China con la formación y la práctica de un filósofo versado en Platón, Aristóteles, Montaigne…hasta Lacan y que incursiona en Confucio. Y si despierta nuestra atención es porque lleva a cabo una tarea comparativa siempre seductora que dice transitar por la cornisa y saltar de un camino a otro.
Oriente y Occidente. Podemos alimentar la ilusión de que gracias a Julien podremos saber la diferencia sustancial entre el pensamiento occidental y el oriental, lo que ya supone que hay un pensamiento occidental y otro oriental.
Sobre esta base bastante frágil, hay que admitirlo, es que partimos, para acercarnos al enigma irresuelto de averiguar qué puede llegar a ser Occidente en el tercer milenio.
Julien opone dos orígenes, uno es el nuestro, es decir el griego. Partimos de la base de que si bien el pensamiento es algo más que la filosofía, sin embargo, en lo referente a la disciplina ateniense, no es injusto otorgarle un lugar de excelencia en lo que se llamará “civilización occidental”.
Polis. Y no porque lo griego fuera occidental, no lo era, no existía la división de Europa con Asia, los mares comunicaban culturas y por tierra viajeros y sabios deambulaban lo suficiente para que Persia, Egipto, Fenicia, Sicilia y las islas del Egeo vieran pasar tejidos y palabras.
Existía el comercio y Atenas era un imperio, pero, y es lo principal, una polis. La revolución ateniense fue institucional, y esa es la gran novedad de lo que llamamos Occidente.
Entre paréntesis, debemos agradecerle a Jean Pierre Vernant y a su escuela de antropología de la Grecia Antigua el habernos enseñado esa lección.
La polis fue el primer proyecto cultural en el que una casta de habla griega decide modificar el sistema de mando vertical y diseñarlo de otro modo: un círculo con puntos equidistantes del centro. Desde las asambleas a las falanges militares, se estipuló que gobernar debía ser un asunto de pares a los que llamamos, vía traductores: ciudadanos.
Si el diagrama de poder tenía la forma de un círculo con un centro vacío y un ocupante transitorio, de nombre democracia, la palabra también debía “circular”, es decir convertirse en “opinión”, la doxa.
Todas las artes de la palabra, desde la sofística a la retórica y la filosofía, oscilan y buscan su identidad de acuerdo a los parámetros que miden el valor de lo que se dice y cómo se lo dice. Los filósofos se interrogan si la palabra es trampa, engaño, persuasión, seducción, saber, verdad, memoria, si es justa o injusta, apariencia o esencia.
Julien sostiene que desde ese momento el saber se sube a una nave que deriva por aguas turbulentas de un viaje eterno que no se fija nunca y que no llega a puerto alguno. Como un buque fantasma llamado dialéctica.
Para evitar los achaques y mareos de inconclusas discusiones, se echa un ancla con los nombres de Dios, Verdad, Libertad, Ser, lo que Julien llama “cuadrante teórico” del saber occidental (Cahiers de L’Herne, F. Julien, De l’écart a l’inouï, Repères I, 2018).
Contra este cuadrante arremete el filósofo francés convertido en sinólogo.
La larga danza. Julien no solo es un sinólogo, sino un desencantado de la filosofía occidental, pero, según parece, no necesariamente de la vida occidental. La filosofía china se la imagina como una coreografía, es una danza. La que nace en Grecia, por el contrario, tiene la estirpe de las falanges militares, de su paso marcial, de su cuerpo a cuerpo y al choque.
Dice que la China es una figura ideal para encarar nuestro pensamiento desde el exterior (Le détour et l’accés. Strátegie du sens en Chine, en Grèce, 1995). Emplea dos palabras para fijar las diferencias entre lo chino y lo griego. Los filósofos griegos se preocupan por definir los términos, y los confucianos por modular las frases. Por eso unos marchan y otros danzan.
En otros textos dice que los filósofos occidentales “asignan” diferencias, dan un lugar a cada cosa y una cosa por lugar, no conocen el gusto de la insipidez porque todo lo dividen en dulce o salado. No tienen idea del arte de la alusión ni el de la elusión, el de la finta y el del rodeo, el de la pasividad y el silencio, el del vacío.
Todo en Occidente es de frente y a los gritos, se marcan la separación y el encasillamiento, la fusión o la exclusión. Se trata de otra variante de la crítica al pensamiento binario, de ahí el respeto y admiración de Julien por la obra de Gilles Deleuze, lo que ascendería al autor del El Antiedipo al puesto de maestro esquizotaoísta.
Julien recuerda que el abismo entre Grecia y China como emblemas identitarios de la diferencia cultural se basa en que la filosofía naciente separa al Ser en dos. Apariencia y esencia que logran su mejor expresión en el mundo de las ideas de Platón. Mientras los chinos no tienen el más allá respecto del aquí y ahora, sino una sola realidad, una inmanencia, el mundo del continuo cambio, en el que nada permanece, todo trasmuta, y de una moral y una política flexibles dispuestas a adecuarse a las circunstancias, no con el fin de someterse a ellas, sino, aunque parezca paradójico, para eventualmente modificarlas.
El cambio, la variación continua, como decía Deleuze, El libro de las mutaciones frente a La República de Platón y el corpus aristotélico. Hablamos del I Ching, obra maestra de generaciones de occidentales que tiran los dados para ver qué sale; un horóscopo sofisticado, un oráculo doméstico.
Julien emplea dos palabras para fijar las diferencias. Los filósofos griegos se preocupan por definir los términos. Y los confucianos por modular las frases. Unos marchan y otros danzan.
Basta leer el gran libro de los sortilegios para no entender nada salvo disfrutar de sus imágenes. Estamos más desorientados que Edipo en Corinto.
“El Acercamiento tiene elevado éxito.
”Es propicia la perseverancia.
”Al llegar el octavo mes habrá desventura”.
El ansioso consultor al leer este aforismo oracular, duda, por ejemplo, en invitar o no invitar al cine a una señorita –para emplear otra imagen milenaria– y piensa en qué puede acontecer en las Navidades a partir de abril. A veces la suerte depara que haya especialistas en el I Ching que con prudencia nos aconsejan que no salgamos de inmediato a la calle para un acting out de consecuencias imprevisibles.
Julien, en principio menos ingenuo, se fascina con esta idea mutante, azarosa, de una cosmovisión sin Dios que castigue, ni Dios crucificado, ni de morales de abstinencia, de pecado, de perdón, de arrodillarse.
Granet dice que si se quiere resumir el pensamiento chino lo mejor es por la negativa: ni Dios ni ley.
Pero el traductor del I Ching al alemán, fuente de todas las traducciones conocidas, el estudioso Richard Wilhelm, habla de un parentesco entre la teoría de las ideas de Platón y la teoría de los gérmenes de Lao Tsé (R. Wilhem: Lao Tsé y las enseñanzas del Tao, ed. Simientes,1977).
Lao, Platón, Plotino. Intentar comprender la teoría de los gérmenes de Lao Tsé y sus correspondencias con Platón y Plotino es una tarea preciosa para la escolástica universal, para los cabalistas, los especialistas en esoterismo y ciencias ocultas, para la escuela holística y para los centros de energía espiritual.
Julien no parece pertenecer a ese ámbito, sigue siendo un escritor de filosofía “ à la mode de Paris”, que decidió desterrar su pensamiento de su lugar de procedencia y embarcarse en este largo viaje al Extremo Oriente.
Por eso no se interesa tanto por los cruces entre Erasmo con Loyola y Calvino, o los encuentros entre Rousseau y Hume, o el debate de Chomsky con Foucault, sino por el mítico encuentro entre Lao Tsé y Kung Tsé (Confucio).
Pero Julien no se traga el ensopado de pescado junto con las espinas. Admite que el arte elusivo de los chinos, su elegancia alusiva, la comunicación indirecta, a veces no consiguen sus objetivos.
Es de consenso generalizado que la prédica de Confucio le da al César lo que es del César porque al Tao no hay nada que darle salvo el no perturbar el camino (tao) de lo que se va dando –gerundio del devenir–; muchas veces cuando un letrado pretende insinuarle al jerarca un cambio de procedimiento, debe darle tantas vueltas a su verba que todo quedará igual y el emperador dormido.
El sistema de metáforas se vuelve tan creativo que pierde su objetivo y el don poético se vuelve antipolítico. No por eso Julien recomienda expresarse como el presidente Donald Trump.
En síntesis, para dejar a la China de Julien en cuanto símbolo del Otro de Occidente, una alteridad en la que el individuo deja su lugar al grupo, el hijo al padre, el joven al anciano, la libertad al poder, una cultura en la que, dice Julien, no hay “angustia de influencia” –para emplear una idea de Harold Bloom–, en la que la tradición no se vive como un agujero negro en el que se disuelve nuestra singularidad, una cultura en la que la dependencia se piensa como pertenencia y la rebeldía como falta de respeto y dislocación del tao, diremos unas palabras más sobre otro filósofo, esta vez estadounidense, de visita en China.
Rorty. Se trata del bueno de Richard Rorty. No debe haber en la historia de la filosofía contemporánea un filósofo que sea tan receptivo a conversar con todos sobre todo. Es un verdadero liberal que pone en práctica la idea de que una conversación en el sentido filosófico no es un intercambio de gentilezas sino un ejercicio de franqueza, y no un combate en el que se debe salir ganador. Por el hecho simple de que no se pierde una batalla cultural, a lo sumo se reconoce el interés que despierta el punto de vista del otro y no se siente menoscabo alguno en cambiar de idea.
Por lo que se llega suelto al convite. Es lo que sucedió en China entre un grupo de colegas de aquel país que lo invitaron a debatir sobre las relaciones entre el confucianismo y el pragmatismo (R. Rorty, Pragmatism and Confucianism, 2009).
Después de las exposiciones de todos los intervinientes en el simposio, le piden a Rorty responder y comentar cada una de las disertaciones. Agradece los elogios y el interés que despierta su obra, pero les pide que no desesperen en compensar las críticas que pueden hacerles. No cree en hilar fino para encontrar en la palabra “relativismo” aspectos positivos y de ese modo permitirle ser un relativista sin pecado, no cree que sea una tarea necesaria ni urgente para su salvación. No le importa ser relativista, solo piensa que la búsqueda de un vocabulario que se ajuste a las cosas y se imprima sobre la estructura y los procesos de una mentada realidad es una tarea que no es la suya. No es un buscador de transparencias. Lo que le interesa es inquirir cuál es el vocabulario que responde a los fines que los hombres se proponen.
No sabe si eso lo hace relativista. Y agradece los cumplidos por los cuales lo ubican a la altura del sabio Confucio, pero también cree que es exagerado decir que “Rorty sin Confucio es un vacío, Confucio sin Rorty es ceguera”, como lo hizo uno de los expositores.
Señala que no es muy proclive a comparar tradiciones ni a distribuir méritos y falencias entre Aristóteles y Confucio. Respecto de sostener que Aristóteles debió prestarle más atención a la piedad filial y que Confucio soslayó el problema de la justicia distributiva, le parece que críticas de tal calibre no son fecundas. Le parece más útil preguntarse qué aspectos contingentes de la historia de las sociedades en las que vivían estos pensadores les hicieron proponer lo que propusieron, resaltar ciertos rasgos en detrimento de otros, unas instituciones y no otras, y pensar las relaciones entre los pensadores del pasado y las necesidades contemporáneas para ver qué características vale la pena imitar.
Cree que el problema de saber acerca de la importancia de la piedad filial tal como lo pensaba Confucio como el valor moral de la castidad para los teólogos cristianos no se resuelve investigando sobre el alma humana, sino mediante el estudio de las sociedades en las cuales fueron encomiadas.
Pero no por remitir al estudio del contexto histórico, por un supuesto relativismo que puede dar la idea de que no hace más que lavarse las manos y soslayar una posición teórica o moral, deja de dar su punto de vista; estima que obligaciones desmedidas hacia los padres pueden incentivar “una poco saludable” sensación de que no hay que rebelarse contra instituciones muchas veces anacrónicas.
No está de acuerdo con un exagerado respeto por la tradición ni con la idea confuciana de que el orden público es un fin en sí mismo. En la tradición pragmatista a la que dice pertenecer, el orden es un medio para el desarrollo de los individuos en su singularidad.
Sabe que la recién mencionada es una idea del romanticismo, y que en lo que respecta a las cuestiones morales prefiere la cita de Shelley recordada por John Dewey: “La imaginación es el instrumento principal del bien moral”. Por eso, de acuerdo a su punto de vista, la moralidad no tiene por qué circunscribirse al respeto por los mayores, por ejemplo, sino inspirarse en vidas que nos seducen. Y esta seducción se mide por una pregunta límite: ¿podré soportarme a mí mismo si hago tal o cual cosa? De ahí, para Rorty, la importancia de las narrativas antes que de las teorías para inculcar sentimientos y preferencias morales.
Yoes. Confiesa que sus héroes son personajes como Blake, Kierkegaard, Nietzsche, Wittgenstein, y que ninguno de ellos albergaba “yoes” armoniosos. Eran especialistas en disonancias y pensaban que la armonía está endemoniada, por lo que el caos y el equilibrio son útiles para toda dialéctica.
La finalidad es, para él, después de todo, enriquecer las vías del habla y de la escritura para incrementar nuevas formas posibles de vida.
Tampoco adhiere a la idea de una naturaleza como un todo armónico en el que vivimos; su sensación ante el universo tiene más que ver con la percepción aterrorizada de Pascal, la de un vasto silencio en el cual las estrellas circulan ciegamente.
*filósofo, www.tomasabraham.com.ar