La madrugada del 24 de marzo de 1976 la Argentina comenzaba a vivir una de las noches más oscuras de su historia que se prolongaría durante más de siete años y permanecería imborrable en la memoria popular durante estas cuatro décadas. Sin embargo, el paso del tiempo, las interpretaciones que le quisieron dar los diferentes gobiernos democráticos y, principalmente, el relato kirchnerista hizo que lo acontecido en esa época haya mutado hasta convertirse en algo muy diferente a lo que ocurrió.
Por eso, muchos periodistas, historiadores y protagonistas han decidido investigar la época con una óptica diferente en los últimos años, lo que ha permitido reconstruir los hechos en forma bastante certera.
En la actualidad, los militares parecieran haber derrocado a un gobierno que contaba con el apoyo popular, con una economía saludable en un completo uso del poder y en una Argentina que vivía en una paz sólo interrumpida por los secuestros y asesinatos de la Triple A, el grupo paramilitar de derecha financiado por la propia administración peronista.
La realidad era muy diferente. El país se encontraba asolado por una grave crisis económica, Isabel Perón a duras penas podía encolumnar detrás suyo a su partido y al sindicalismo, los distintos grupos guerrilleros de izquierda (ERP y Montoneros) colocaban bombas, asesinaban civiles y militares, y atacaban cuarteles del Ejército, a lo que se le sumaba la violencia ejercida por la Triple A con sus secuestros y muertes.
“La caída de María Estela Martínez de Perón no se debió a una sola razón. Fue el resultado de una sumatoria de causas. El crecimiento de la subversión y el clima de violencia generalizado. La sensación creciente –real y declamada– de ausencia de autoridad presidencial, el ‘vacío de poder’ –afirma Juan Bautista Yofre en su libro 1976, la conspiración–. La crisis de autoridad dentro del partido de gobierno reflejada en todos los estratos del gobierno nacional y las provincias. La desobediencia social generalizada. Y sobrevolando, envolviéndolo todo, el desborde de todas las variables de la economía”.
Todo esto había erosionado el apoyo popular que tenía Isabel y la esperanza que muchos habían depositado en el regreso del peronismo al poder como única solución para conseguir la pacificación del país. Su falta de respuesta y el incremento de la violencia hicieron que se fuera quedando cada vez más aislada.
“La gente común había bajado los brazos tiempo atrás cuando terminaron la euforia popular y las movilizaciones juveniles. Se percibía el vacío de poder. A pesar de que no se publicaban encuestas sobre opinión pública, el gobierno de Isabel era visto con la mayor indiferencia, con burla y hasta con hostilidad –afirma María Sáenz Quesada en su biografía La primera presidente. Isabel Perón–. La apatía daba lugar a que los militares supusieran que contaban con un cheque en blanco para actuar. La gran prensa estaba muy comprometida con el golpe militar. Y muchos, sintiéndose indefensos, pensaban con cierta ingenuidad que la represión de un gobierno de facto sería menos arbitraria que la de la Triple A”.
El general Jorge Rafael Videla, que se convertiría en la cabeza del golpe y, luego, en presidente de facto, recuerda en el libro Disposición final, de Ceferino Reato, que “no era una situación aguantable; los políticos incitaban, los empresarios también; los diarios predecían el golpe. La presidenta no estaba en condiciones de gobernar, había un enjambre de intereses privados y corporaciones que no la dejaban. El gobierno estaba muerto”.
La tradición argentina de que un gobierno que no le gustaba a ciertos sectores terminaba con un golpe de Estado hizo que fuera una de las caídas más anunciadas de la historia nacional. Esto se veía reflejado, incluso, en el exterior, como quedó plasmado en los cables secretos que enviaba la Embajada de los Estados Unidos en Buenos Aires a la Secretaría de Estado en Washington.
En uno fechado en febrero de 1976, el funcionario de la Oficina de Inteligencia e Investigación del Departamento de Estado, James Buchanan, manejaba dos posibilidades sobre cómo sería la caída de Isabel Perón, destaca Marcos Novaro, en su libro Cables secretos.
“Un golpe relativamente espontáneo y sin ensayos, provocado por una acción particularmente ofensiva de la Sra. Perón, probablemente implicaría un nivel bajo de planeamiento y coordinación; estas condiciones favorecerían la sucesión ya sea de un régimen civil o bien de un régimen militar que haga de custodio, [la otra alternativa era] un golpe más cuidadosamente orquestado acompañado por extensivas consultas y coordinación previas, que acrecentaría sustancialmente las chances de un régimen militar extendido en el tiempo”, detalla.
Algunos autores culpan al entorno que la rodeaba de no haberle hecho ver que debía renunciar y dejar el poder en manos del presidente provisorio del Senado, Italo Luder. Otros, como Sáenz Quesada, señalan que fue su obstinación de creerse “la heredera del legado de Perón”, por lo que “no abandonaría su cargo por más que la amenazaran”.
A medida que el tiempo pasaba la situación se tornaba más insostenible y así se lo hacían saber las Fuerzas Armadas en cada reunión con los ministros. El día anterior al golpe, el titular de Defensa, José Alberto Deheza, se encontró con el almirante Emilio Eduardo Massera en busca de ayuda, pero se estrelló con la realidad. “Señor ministro. Si usted nos dice que la señora presidenta está afligida y acorralada por el gremialismo; si además, nos sondea para ver cómo podemos ayudarla, nuestra respuesta es clara: el poder lo tienen ustedes. Si lo tienen úsenlo, si no que la señora presidenta renuncie”, detalla Yofre.
Incluso, José López Rega sabía lo que iba a ocurrir desde Madrid y se lo remarcó al secretario privado de la presidenta, Julio González. “Me había advertido del golpe de Estado a través de una llamada telefónica desde España, y me habían indicado que la única forma de pararlo era conversando inmediatamente con el embajador Guillermo Plaza. Pero Isabel desestimó el consejo”, afirma González en su libro Isabel Perón, intimidades de un gobierno.
La mandataria y sus funcionarios no querían o no podían ver la realidad. Como señala Sáenz Quesada, “quizás confiaba en que finalmente los golpistas no se atreverían. Y por otra parte, siempre estuvo tuvo la certeza de que gente importante, sobre todo la Iglesia, la protegería”.
En cambio, buscaban en otros la culpa de lo que estaba ocurriendo. “El gobierno estaba indemne y en la orfandad de la indefensión frente a una prensa sediciosa que manejaba la opinión pública. Prensa a la cual el Ministerio del Interior, siguiendo la línea de sus antecesores, se negaba a clausurar, a pesar de que la ley antisubversiva y el Estado de sitio le otorgaban plenipotencia para ello”, señala González.
Finalmente, la madrugada del 24 de marzo, se concretó el golpe. Minutos antes, la presidenta había mantenido reuniones con sus ministros y otras autoridades peronistas. Cuando salieron de la Casa de Gobierno, aún seguían negando la realidad que se les avecinaba.
Yofre resalta que el sindicalista Lorenzo Miguel afirmó: “Mañana volveremos a encontrarnos con la presidenta y el gabinete. Para mí todo está normal. El gobierno no negocia…juéguense por nosotros; pagamos 2,10. No hay golpe”.
González también recuerda este optimismo. “Pasadas las veinticuatro, los asistentes a la reunión comenzaron a retirarse. Un halo de esperanza se filtraba en el ambiente. Sin embargo, la presidenta no lograba disimular la incertidumbre que ocultaba bajo su serenidad. No la arrebató el pesimismo ni compartió la algarabía de muchos de sus superficiales contertulios”, detalla.
Isabel Perón mantuvo hasta último momento su postura firme de que las masas peronistas saldrían a las calles a defenderla cuando se enteraran de la noticia del golpe. Incluso, se lo enrostró a los oficiales que la apresaron en el Aeroparque ante la sorpresa de los militares.
“‘Van a correr ríos de sangre, cuando la gente salga a las calles a defenderme’, le dijo Isabel al general Villarreal en Aeroparque tras su detención…Al general le causó una impresión muy pobre porque hacía referencia repetidamente a ciertas cosas que no tenían nada que ver con la realidad, por ejemplo, el tema de la reacción de la CGT que la iba a acompañar, cuando cada uno estaba haciendo lo que se la antojaba, la idea de que el pueblo iba a salir en su respaldo a las calles, cuando no salió absolutamente nadie, sino que hubo una sensación de alivio”, resalta Sáenz Quesada.
En tanto, Reato explica que “nadie salió a defender a Isabelita. El peronismo estaba desmovilizado, muy aturdido y debilitado por la muerte de Juan Perón, el 1º de julio de 1974; la lucha sangrienta entre sus alas derecha e izquierda, y la ineficiencia general del gobierno.” Se había terminado la esperanza peronista.
“Tanto la guerrilla peronista, Montoneros, como la troskista-guevarista, El Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), terminaron jugando al golpe y se pusieron contentos cuando Isabelita fue desplazada del gobierno: pensaron que el avance militar agudizaría las contradicciones y eso obligaría a la gente a elegir entre un aparato militar y otro, entre el ‘ejército popular’, que eran ellos, y el ‘ejército oligárquico, imperialista y de los monopolios’, que eran las Fuerzas Armadas –concluye Reato–. Y creyeron, genuinamente, que la gente se libraría de esa ‘falsa conciencia’ que suele nublar a los sectores populares y medios y se pondría del lado de ellos permitiendo la ruptura del sistema capitalista, la revolución socialista y la liberación nacional”.
Cuarenta años después. La realidad de lo que se vivió en esa época ha cambiado en el transcurso de estas cuatro décadas de la mano, principalmente, de los diferentes gobiernos que fueron moldeando lo ocurrido según sus propias necesidades y los vientos políticos que soplaban en sus tiempos.
“En el 83, el 24 de marzo era una fecha lúgubre que incluía a otros golpes de Estado. Esto se releyó con el tiempo cuando se avanzó con las investigaciones de las violaciones a los derechos humanos –afirma Novaro–. Con el menemismo, cambió de nuevo y el problema dejó de ser la violencia para acentuarse en la frustración del progreso argentino. El kirchnerismo involucionó porque ahora se discute sobre la fecha, y se piensa que si no hubiera existido el golpe viviríamos felices”.
A esto se le suma que los propios protagonistas prefieren evitar hablar sobre esa época por “miedo a ser escrachados públicamente”. “Nadie quiere asociarse con un fracaso, ni quiere decir que fue parte o que apoyó eso. Las voces son muy apagadas porque hay mucho temor a las represalias”, resalta Yofre.
Los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner hicieron especial hincapié en moldear a su gusto la historia sobre lo ocurrido en esos años, siguiendo la versión de las principales agrupaciones de derechos humanos. Así, dejaron de lado la violencia de la guerrilla y su accionar desestabilizador durante el gobierno democrático, como si nunca hubieran ocurrido.
“El kirchnerismo hizo un relato de lo que pasó y nunca cuestionó lo que hicieron los grupos guerrilleros. En estos años, vivimos el tiempo de la memoria y ahora hay que pasar al tiempo de la historia”, destaca Reato.
Sáenz Quesada coincide y destaca que el golpe “se fue simplificando y se tornó en algo más simbólico y no histórico”. “Hoy es una fecha mítica, intocable que está al margen de la historia. La percepción es que vinieron militares perversos que quisieron someter al pueblo argentino, pero fue la culminación de una serie de desencuentros en la que la gran derrotada fue la democracia”, resalta.
En tanto, González destaca que “el 76 fue un asalto a la Argentina, ahí se terminó el país. La vida de la gente de antes del 24 de marzo nunca más volvió a ser como era antes”.
Yofre, Sáenz Quesada, Novaro y Reato coinciden en que va a llevar mucho tiempo lograr que la percepción de la población pueda acercarse a lo que realmente ocurrió en esos años. Para eso, sostienen, va a ser indispensable el trabajo de los historiadores, periodistas, intelectuales y educadores. “La escuela tiene una gran tarea que hacer, al igual que el Estado y los propios partidos políticos”, concluye Novaro.