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Epifanía, madurez e innovación

Abogado, vio que era inadmisible que quienes dictaban sentencias no se nutrieran del conocimiento más elevado a disposición de la sociedad, y creó en el Conicet el Programa Nacional de Ciencia y Justicia.

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Experiencia. Tiene muchos años en el Poder Judicial, donde lideró la adopción de tecnología. | cedoc

Algunos seres introspectivos admiten, muy de cuando en cuando, que sus epifanías pueden resultar tan magníficas como encubiertas. 

De allí que esas experiencias reveladoras hagan mella en la personalidad de sus protagonistas desde el fondo de sus almas, durante toda la vida. 

Tardíamente, y luego de varios encuentros, Hugo Álvarez Sáez me confiesa que a la vuelta del tiempo logró ser, de nuevo, el que había sido: un niño libre cabalgando por la playa, con el sol naciendo en el mar y los acantilados marplatenses recortando “una ciudad que, en ese entonces, era un sueño. Yo la tenía para mí, casi vacía, pero estaba preparada para recibir a un millón de personas”.

Al hijo mayor, descendiente de hijos mayores, siempre lo habían incomodado las estructuras ortogonales. Se sacó de encima las tempranas obligaciones sin rehusar a ninguna, pero construyendo para sí un mundo que se resumía en dos signos absolutos: los caballos y los libros.

“De chico era tímido, no hablaba, entonces escuchaba mucho y aprendía –explica, refiriéndose a su preadolescencia– y entonces llegó el rugby y, por primera vez, supe qué se sentía al ser requerido por algo fundamental en mi vida, que son los equipos”.

Álvarez Sáez no fue nunca un alumno aplicado. Afirmar lo anterior no impide sostener que se recibió de abogado, habiendo estudiado un poco en la Universidad de La Plata, otro poco en la Universidad Católica de Mar del Plata, cuando en el 74 –siempre es bueno recordarlo– los militares que respondían a un gobierno civil comenzaron a perseguir jóvenes en instituciones públicas. 

Para entonces, Hugo era un muchacho culto, conocedor de los clásicos de la literatura universal, que dormían en la biblioteca de su casa. Además, “mi mamá era amante de la filosofía y de la metafísica, y lo comprendí ya muy grande (…) mis hijos pudieron disfrutarlo abiertamente, mientras que yo tuve que hacer un camino retrospectivo para darme cuenta”.

Promediando la tercera charla, la mañana se pone agradable en Buenos Aires. Es difícil disimular la curiosidad respecto de la singular amalgama que Álvarez Sáez personifica: un señor de familia tradicional, que sitúa los encuentros en un café emblemático –La Biela–, que puede vestir sombrero si el sol obliga y que, al mismo tiempo, frecuenta círculos de innovación tecnológica.

El panorama se aclara cuando su relato autobiográfico llega a la etapa Conicet. 

“Yo había trabajado en un consorcio de estudios jurídicos que defendieron al Estado en los juicios que cayeron en cascada con las privatizaciones de Menem (…) allí lideré un equipo grande, y comenzamos a incorporar tecnología. Con la digitalización, estuvimos en condiciones de llevar a los juzgados la demanda, la respuesta, y una propuesta de dictamen –se ríe con ganas. ¡Éramos una suerte de Prometea humana! (N. de R.: Prometea es el sistema informático predictivo que se usa actualmente en el Ministerio Público Fiscal porteño, donde Alvarez Sáez trabaja)–.

Esa experiencia terminó de confirmarle que él era un abogado distinto.

“Pero entonces me nombraron gerente de asuntos legales del Conicet y me cambió la vida. Descubrí el mundo de los científicos, me maravillé, y caí en la cuenta de que la Justicia no podía ignorar a la ciencia”.

He aquí otra epifanía, como le gusta decir a Hugo Álvarez Sáez. “En 2010 mis hijos ya eran grandes, así que fui y les dije a ellos, y a mi esposa, que yo había encontrado mi lugar en el mundo. Que iba a hacer todo lo que estuviera a mi alcance para articular esos dos ámbitos, la Justicia y la ciencia, porque era inadmisible que, en los máximos tribunales, quienes dictaban sentencias no se nutrieran del conocimiento más elevado de la sociedad”.

Es que hay quienes innovan a cada rato. Es habitual que, cuando hablamos de innovación, creatividad, cambios y nuevos paradigmas, pensemos en rostros casi sin pliegues, cuyos semblantes relucen fulgurantes de novedad. 

Pero están aquellos que amasan una variación precisa, milimétrica, a la vez quirúrgica y grandiosa. En su madurez Álvarez Sáez se vio a sí mismo como desde afuera, y comprendió que él era el engranaje que podía impulsar un salto de calidad en la institución clave de la democracia, poniendo a disposición de los magistrados las mentes más brillantes de América Latina y, en ciertos casos, del mundo.

“Entonces me acuerdo que, un día estaba frente a Lorenzetti, en ese entonces presidente de la Corte Suprema de Justicia, y le alcanzan un papel con mi propuesta. Y entonces él me pide que me acerque; camino un paso y me repite que vaya más cerca, y quedamos casi cara a cara y me dice: ‘¿Dónde está la cámara, esto es para Tinelli?’, larga una carcajada y agrega: ‘A mí vienen siempre a manguearme, nunca a ofrecerme nada, ¡dónde firmo!’, y así creamos el Programa Nacional de Ciencia y Justicia”.

Desde entonces, a donde quiera que vaya, Hugo Álvarez Sáez lleva consigo la bandera del saber que se construye sin tabiques, sin mezquindades, sin soberbia. 

La infinita creatividad de quienes piensan lo impensado para intentarlo, lo consolidó en un terreno en el que se sintió de nuevo arriba del caballo, en pleno galope, levantando agua, espuma y sal. 

“Buscar la verdad de la verdad, no la verdad jurídica; perseguir la excelencia más allá de toda limitación. Eso vi que hacían los científicos, y de eso me enamoré” afirma este hombre alto, sonriente, de hablar pausado. 

De espaldas a Borges y Bioy, saborea el café y le brillan los ojos. Con siete décadas sobre los hombros, por estos días se divierte en el Laboratorio de Innovación e Inteligencia Artificial de la UBA y prepara una maestría en la Universidad Siglo 21, donde hará dialogar a todos los saberes entre sí, tendiendo puentes con el mundo jurídico.

Porque, por si no queda claro, para innovar no hay edad.