En la breve edad de oro de internet, durante el cambio de siglo, el pensador Pierre Lévy ganó fama con libros que incitaban a una especie de utopía tecnoliberal, que estaba proyectada por las potencialidades del nuevo mundo virtual. Términos como “inteligencia colectiva”, “democracia electrónica” y “universos de elección” formaban parte de su ideología de la cibercultura, cuyo sustrato humano estaría en las “comunidades virtuales” formadas por personas interconectadas en red.
Los ejemplos que Lévy enumera para ilustrar esas comunidades virtuales son prosaicos: “Los aficionados a la cocina mexicana, los amantes del gato de Angora, los fanáticos de un determinado lenguaje de programación o los apasionados lectores de Heidegger, antes dispersos por todo el planeta, tienen ahora un lugar familiar donde reunirse y conversar”. Es curioso que, de todo el panteón de la filosofía, la frívola elección (valga el juego de palabras) recayera en un pensador alemán que no ocultaba su simpatía por el antisemitismo y el partido nazi, del que Heidegger fue miembro.
Si el filósofo estuviera vivo, no le faltarían comunidades virtuales para charlar con sus coetáneos: como sabemos, la cibercultura de la década de 2020 está llena de grupos fascistas, misóginos, homófobos, racistas, estafadores y de personas que utilizan las redes digitales para compartir odio, ira y bilis. El odio es un sentimiento poderoso, que genera identificación con quienes lo comparten e indignación con quienes no lo comparten (o, peor aún, son blanco de él).
Por eso, tanto en las redes sociales como en los sitios web de noticias, el discurso del odio genera engagement (no ese viejo significado de engagement, que se refiere a la participación en protestas, luchas laborales, movimientos sociales o partidos políticos). En internet, el engagement es un fenómeno medible por la interacción de los usuarios de la red, que lleva a la producción de datos a través de clics, comentarios, comparticiones y visualizaciones, lo que engorda el big data de las plataformas.
El corolario de la hipertrofia del odio es la atrofia de la razón y la reflexión. La atrofia de la razón, a su vez, ha demostrado históricamente ser un método eficaz para fertilizar el terreno en el que individuos y grupos con intereses políticos y económicos siembran mentiras, noticias falsas y otras tácticas de desinformación.
Al igual que el odio, las mentiras también generan compromiso en las redes: las fake news son compartidas por quienes las creen o por quienes las hacen circular de mala fe, y son desmentidas y denunciadas por quienes actúan en defensa de la verdad de los hechos. Ambos casos conducen a la producción de datos a través de clics, comentarios, comparticiones y vistas, por lo que dilatan de nuevo el big data de las corporaciones de internet.
La socióloga Shoshana Zuboff utiliza el término “indiferencia radical” para referirse a la postura de las grandes tecnológicas en relación con lo que gusta, se pincha o se comparte en sus plataformas, y usando el manido discurso de la neutralidad tecnológica para eximirse de los contenidos puestos a disposición por sus usuarios.
Sin embargo, piénsese en la amplia circulación en internet del discurso del odio, la desinformación política y el negacionismo científico y medioambiental, aunado con el resurgimiento de comunidades virtuales antivacunas, discriminatorias y terraplanistas que financian el impulso de contenidos desinformativos en las redes, una práctica que genera engagement con base en los criterios de relevancia de los algoritmos que organizan la información en las plataformas, los cuales son creados en función del interés comercial de corporaciones multimillonarias. Son hechos que, más que suscitar dudas, revelan las falacias sobre la neutralidad moral de las plataformas.
Llegados a este punto, parece claro por qué grandes empresas tecnológicas como Alphabet (propietaria de Google y Youtube), Meta (propietaria de Facebook, Instagram y WhatsApp) y Twitter quieren impedir, a toda costa, la aprobación de la Ley de Libertad, Responsabilidad y Transparencia en internet, en Brasil, que propone regular las plataformas de comunicación digital para que tengamos un ecosistema informativo más sano, seguro y fiable.
En el proyecto de ley (PL 2630) se incluyen aspectos como la remuneración de los contenidos musicales, audiovisuales y periodísticos compartidos en las plataformas digitales, el uso de las redes sociales por parte de niños y adolescentes, la práctica del racismo, la discriminación, el terrorismo y los atentados contra el estado de derecho, así como la responsabilidad (incluso penal) por la propagación masiva de mensajes falsos. Todos estos puntos acarrean beneficios para las grandes tecnológicas.
Tras sufrir unas noventa enmiendas a su texto original, el proyecto de ley fue finalmente entregado a la Cámara de Representantes. Sin embargo, un día antes de la votación, el diario Folha de S. Paulo publicó un reportaje con las conclusiones de un estudio del Laboratorio de Estudios de Internet y Medios Sociales, de la Universidad Federal de Río de Janeiro, que señala que Google, Meta, Spotify y Brasil Paralelo estaban publicando anuncios contra el PL 2630 para influir negativamente en la percepción que los usuarios tengan del proyecto.
El mismo día, muchos buscadores y usuarios de Google compartieron una impresión con la frase “La PL2630 puede aumentar la confusión sobre lo que es verdadero o falso en Brasil”, que estaba en la página de inicio del buscador, lo que contribuyó a la decisión de abrir una investigación para juzgar la conducta de la empresa. Sin embargo, el objetivo de las grandes empresas tecnológicas se logró: bajo la presión de Google, Meta, TikTok y la oposición de derechas (con fuerte representación de la bancada evangélica), la Cámara decidió aplazar por tiempo indefinido la votación.
La postura de Google en este caso recuerda al escándalo de Cambridge Analytica, que utilizó datos de millones de usuarios de Facebook para manipular el resultado de las elecciones de Donald Trump y el Brexit en 2016. El caso hizo que Mark Zuckerberg se viera obligado a someterse a un sabático de más de seiscientas preguntas en unas diez horas de declaración en Washington. En cuanto a las citaciones que recibió del Parlamento británico, el dueño de Facebook, en términos metafóricos, solo mostró el dedo a los británicos, y no fue el pulgar de la famosa “joinha” de la red azul.
La insolencia de Zuckerberg, al ignorar las citaciones, llevó al Parlamento británico a afirmar en un informe de 2019 sobre desinformación que “empresas como Facebook no deberían comportarse como gángsteres digitales en el mundo online, considerándose por delante y más allá de la ley”. Lo mismo debería valer para el Twitter de Elon Musk, el Google de Larry Page y Serguéi Brin y cualquier CEO o empresa que se crea el alfa y omega del universo digital.
*Investigador del Instituto Brasileño de Ciencia y Tecnología de la Información y profesor del Posgrado Ciencia de la Información del Ibict-UFRJ. www.latinoamerica21.com, información crítica y veraz.