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un partido en busca de sí mismo

La UCR, huérfana de su alma

El radicalismo dio el primer combate para la obtención de derechos políticos de las mayorías en el país. Ahora necesita volver a confiar en sí misma, a entusiasmar, a incluir a los sectores populares.

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UCR. | cedoc

Esbozar una definición del alma de un pueblo parece ser, a menudo, más una ficción literaria que un estudio antropológico. Abordar una representación de un movimiento histórico remite, en cambio, a una identidad de los orígenes, a valores. Un “alma”, que implica un compromiso cuasi moral, destinado a una comunidad concebida como una comunidad de destino. Un compromiso portador de una dinámica social, cultural, y política.

Yrigoyen y Alem. ¿Cuál fue, para la UCR, este compromiso? Éste se funda, esencialmente, sobre dos estratos históricos.

El primer estrato es encarnado, en los años 1890, por dos figuras míticas: Leandro Alem e Hipólito Yrigoyen, que alcanzaron, con sus “correligionarios”, a llevar a término su  ideario. Eso fue un compromiso de puro principio, una “ética”, la de una “reparación nacional”, en reacción contra el régimen “falaz y descreído” de la “República aristocrática” en vigor desde la primera presidencia del general Roca, en 1880. Una época en que el crecimiento de la economía se apoyaba sobre  las olas inmigratorias (3,2 millones de inmigrantes entre 1880 y 1913) y tenía su fuente en el flujo considerable de los capitales europeos, sobre todo británicos. 

La meta consistía en administrar la prosperidad, lo que suponía la despolitización de los asuntos públicos. El sufragio universal, considerado como una amenaza, era concebido como “el triunfo de la ignorancia universal”, según la famosa fórmula de Eduardo Wilde, ministro del Interior del presidente Juárez Celman. El Manifiesto del 14 de abril de 1891, redactado por Alem, fue el acto fundador: “Que la elección de los dignitarios públicos vuelva a ser, entre nosotros, un atributo privativo del pueblo, como lo determinan las leyes”. En relación con el pacto Roca-Mitre, la Unión Cívica se había fracturado en dos líneas opuestas. Frente a la Unión Cívica Nacional, surgió la Unión Cívica Radical conducida por Alem. Se libró el combate en nombre del alma argentina (la “argentinidad”). Fue decisiva la etapa de 1912, con sus tres leyes electorales que permitieron la “revolución del sufragio universal”, orientando así un futuro movimiento de masas hacia un ideal cívico, y acoplando, al mismo tiempo, el radicalismo a la legalidad. 

Pronto se planteó la cuestión de la calidad de los futuros candidatos en pos de los futuros comicios. Yrigoyen advirtió: “La necesidad de triunfar requiere desde luego el número, y no podemos elegir los hombres como lo hemos hecho hasta aquí; ya no podemos reposar nuestro pensamiento en el regazo de comunes sueños, porque en las reuniones que van a realizarse en adelante, encontraremos hombres movidos por finalidades prácticas, por recónditas ambiciones personales, y tendremos que marchar por las calles llevando de un lado al hombre de intención más pura, y del otro tal vez a algún pillete  simulador y despreciable. Esto lo impone, lo exige la lucha electoral, en la que van a mezclarse. Pero no dejen que en las apasionadas luchas de interés se consuma del todo la idealidad que nos ha mantenido unidos hasta hoy: transen lo menos que puedan con la realidad”.

El acceso en 1916 de Yrigoyen a la presidencia (45,5% de los sufragios) iba a producir, en el  seno del radicalismo, una reacción: en 1922, el nuevo presidente, Marcelo T. de Alvear, cofundador de la UCR, decidió, para contrarrestar el yrigoyenismo que juzgaba “plebeyo”, crear una corriente disidente conservadora, la UCRA, que calificó de “antipersonalista”, en 1924. Su primer gobierno fue compuesto de tres ministros radicales y de cinco ministros provenientes del riñón oligárquico. Yrigoyen volverá al poder en 1928, y será depuesto en 1930 por el general Uriburu. 

La UCR lleva consigo el logro de haber dado el primer combate para la obtención de derechos en la vida política argentina. Como lo escribía Marcelo Sánchez Sorondo (en La Argentina por dentro), tuvo el radicalismo fundacional este mérito esencial, el de permitir acoger “a los elementos inmigratorios, a los hijos de  inmigrantes, descendientes del jus solis, en pos de una verdadera ciudadanía argentina … elementos que se añaden, en el alba del centenario del país,  a la patria fundacional, las napas latinas superponiéndose a la estirpe de tipo criollo proveniente de la fundación española, que exhibía en las provincias interiores y en algunas ribereñas una mezcla indígena”. 

La mística nació de esta lucha de los orígenes. Las imágenes que surgen confusamente en la memoria colectiva son las de las puebladas, del giro triunfal, en el norte y las provincias de Cuyo, del patriarca Alem estigmatizado como un forajido, de la Revolución del Parque del 26 de julio de 1890 que desemboca en la renuncia del presidente Celman y su reemplazo por el vicepresidente Carlos Pellegrini, del exilio de los jefes radicales a Uruguay, de la leyenda de Temperley (1893) dónde el pueblo en armas, ayudado por el ejército y conducido por el comandante Yrigoyen, se embarca en tren para apoderarse de La Plata. La gesta es americana y revolucionaria. Asocia estos eventos a episodios de la Independencia histórica de 1810. Los rasgos salientes de los dos Moisés carismáticos son, de facto, el idealismo y el mesianismo. Encarnan una idea primordial, lo que llamarán la “religión civil de los argentinos”.

Frondizi e Illia. No vamos a trazar la historia del radicalismo que siguió a la época heroica. Cabe solamente recordar que en su seno nuevas rupturas se produjeron, ligadas a las oportunidades de acceso al poder. En 1957, la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI) de Arturo Frondizi, que se negó a pactar con el general Aramburu, se impuso sobre la Unión Radical del Pueblo (UCRP) de Ricardo Balbín, quien no dudó en colaborar con la dictadura “gorila”. Frondizi triunfa en la presidencial de 1958 mediante el acuerdo con Perón, que estaba en el exilio en Caracas. El desafío es hacer votar una ley sobre las Asociaciones Profesionales, el reconocimiento oficial del “neoperonismo”, y la convocatoria de una Asamblea Constituyente. El apoyo peronista se terminará a fines de 1958, abriendo paso a las acciones de los comandos de resistencia peronista y al sector de las “62 organizaciones”. 

En 1963, en pleno debate sobre las dos fuerzas políticas proscritas –peronismo y frondizismo–, Arturo Illia accedió a la presidencia con la estructura de la UCRP,  en elecciones controladas por las fuerzas armadas, mientras que el expresidente Frondizi estaba detenido en Bariloche.

Alfonsín. El segundo estrato histórico, que anuncia la “democracia para 100 años”, es el de 1983, con un personaje de excepción, Raúl Alfonsín. Alfonsín va a reanudar con los orígenes, tratando de iniciar en el mismo tiempo la construcción, cortada a raíz, de un “tercer movimiento histórico”. ¿Cuáles fueron los rasgos salientes del aporte de Alfonsín? Esencialmente la fuerza de tres principios: el del Estado de derecho, el de los derechos humanos, el de un ensayo de definición ética (más que ideológica) de una gobernanza orientada hacia la “democracia social”. Alfonsín precisaba: “No somos dogmáticos, quizá porque más que por una ideología nos movilizamos a partir de una ética”. Desde sus editoriales en la revista Inédito (período 1966-72), y luego con la creación de su movimiento Renovación y Cambio (1972), existe en él una constante: frente al avance del “neoconservadurismo”, el retorno a las fuentes del radicalismo, o sea a sus orígenes populares. Para él, la tendencia alvearista, hegemónica en el seno de la UCR desde 1930, había usurpado la legitimidad del radicalismo. 

Sobre la “democracia social”, y la idea de impulsar una recomposición de la oferta política, la confluencia con el peronismo no le parecía aberrante, en la medida en que el propio aggiornamento del peronismo hacía que se desprendiera de su dimensión “autocrática”. Cuando me dio una entrevista durante la Constituyente en Santa Fe (agosto de 1994), le pregunté si se definía como “social-demócrata”: “Me defino como“demócrata-social”, contestó. ¿Qué diferencia hay? Aclaró: “El criterio de contenido social de la democracia no proviene solamente del campo socialista, también puede provenir del campo social-cristiano, y también puede provenir del propio liberalismo, el social-liberalismo. Con una gran importancia de la ética, eso es lo que somos los radicales”.  

La figura de Alfonsín, hoy, es imprescindible. La valoran asimismo ciertos peronistas, como Alberto Fernández. El Pacto de Olivos de 1993, concluido entre los dos dirigentes carismáticos que fueron, en el inicio de su mandato, Raúl Alfonsín y Carlos Menem, y que culminó con la reforma de la Constitución en 1994, participó de este espíritu. Alfonsín lo concebía como un perfeccionamiento de la democracia. A su juicio, había que evitar que esta reforma fuera un hecho impuesto por un solo partido y, sobre el tema, “era la primera vez que existía un consenso”. Pero el proyecto político esencial alfonsinista fue arrasado por la grave crisis económica que degeneró, en 1989 en hiperinflación (4.900%).  

Hoy en día, el contexto general conduce al prosaísmo. La épica y el recurso carismático se agotaron. No todos los días se puede ir a Temperley llevando las boinas blancas de los insurrectos. Sin embargo, en los radicales contemporáneos, todo sucede como si la barrera de un anacronismo impidiera una mirada esclarecedora sobre las fuentes. 

Fracasos. Las dos experiencias que siguieron no hicieron otra cosa que conducir a la UCR a un callejón sin salida. Primero, el fracaso trágico de la experiencia de Fernando de la Rúa, elegido en 1998 gracias a la Alianza. Fue un acuerdo de cúpula formalizado en 1997 entre la UCR y el Frepaso. Quizá sería conveniente interrogarse una vez más sobre las consecuencias, hasta hoy, de la profunda crisis de estos años sobre el electorado global de la UCR. 

La Alianza se constituyó con el peso excesivo del electorado porteño, fuera de todo enfoque político-partidario. El proceso de desintegración, con las medidas económicas de defensa de la convertibilidad de Ricardo López Murphy y de Domingo Cavallo, generó “el fín de un partido con sustento en las clases medias”, como le demostró Gabriel Obradovich en La conversión de los fieles. 

La última experiencia fue con la coalición Cambiemos conducida por Mauricio Macri en 2015, hasta el fracaso final, con Juntos por el Cambio, en 2019. Aparte del hecho de que la UCR se hundió con la resurgencia de su tropismo tradicional, son los comportamientos actuales los que plantean nuevas cuestiones acerca del futuro del partido.  Ocurre que la proximidad de la lucha electoral, con la carencia de debate programático parece ocultar los fines. ¿No se ven representantes notorios de la UCR, dentro de Juntos por el Cambio, que consideran que las modalidades electorales de Horacio Larreta para CABA constituyen una “traición” de los electores del PRO? ¿El “Grupo Vendimia” que, anticipando negociaciones ocultas, se acerca a Patricia Bullrich? ¿Otros, que acarician la idea de un acuerdo coyuntural con Javier Milei en el área bonaerense, o que declaran que lo prefieren a un candidato peronista? Se aceleran las tendencias periféricas, en un paisaje político que cambió totalmente, con la retirada de los dos símbolos antitéticos de la grieta que son Mauricio Macri y Cristina Kirchner, y la del presidente Alberto Fernández, golpeado entre el martillo cristinista y el yunque de las encuestas.

Orfandad. La UCR es huérfana de su alma. Ya es tiempo que vuelva a confiar en sí misma. En la interesante y larga entrevista que dio a Jorge Fontevecchia el precandidato Martín Lousteau, dada su esfera de competencia, llevó naturalmente el foco a cuestiones como el control del déficit, el orden macroeconómico. Pero no habló nada, nada de los valores que fundan la acción política y solo se limitó a indicar su preferencia por una candidatura presidencial de Gerardo Morales. Probablemente en su afán de modernidad, había señalado, en otra ocasión y no sin humor, que a la UCR le faltaba “sex-appeal”. Uno de los pocos, candidatos, Facundo Manes, resaltó el “deber histórico” del radicalismo de incluir a los sectores populares, así como el rol fundamental, primero para los jóvenes, de la educación concebida como política de un Estado moderno y eficiente.

Es raro, en la sociedad de hoy, que un partido político haga soñar. ¿Pero podrían ser plasmadas las banderas del partido radical sin realizar la tarea urgen de redefinir una línea política de unión nacional?

*Doctor en Ciencias Políticas (Institut des Hautes Etudes d’Amérique latine, Iheal) y profesor.