ELOBSERVADOR
EEUU: brutalidad como norma

Policías cowboys, con armas poderosas y gatillo fácil

El autor fue corresponsal de la agencia ANSA en Washington durante años. Allí, vivió en carne propia la experiencia de un arresto policial que le enseñó que el caso Floyd es el emergente de una situación que se repite diariamente y que cuenta con el aval tácito de la sociedad y los políticos del país.

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Procesado. Derek Chauvin, el policía que asfixió durante varios minutos a George Floyd, se expone a una sentencia a cuarenta años de prisión. Su comportamiento fue más racista y violento que el de la mayoría de sus colegas. | afp

No es la brasileña. Tampoco la Bonaerense. Pero la de Estados Unidos también es una policía brava. En especial las fuerzas locales, las estaduales y las municipales.  

Armada además hasta los dientes, con equipamiento de guerra. Tanto equipamiento, valuado en miles de millones de dólares, que regularmente aparecen estudios alertando sobre la “militarización” de la policía.

La muerte del afroamericano George Floyd a manos de un policía blanco de Minneapolis, en Minnesota, es apenas un pequeño eslabón en la cadena infinita de maltrato que reparten las fuerzas de seguridad norteamericanas todo el año.

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 Si hay una diferencia es que, como en una lotería, cada tanto sale un número ganador. Un ganador trágico que, en contraste con otros cientos de casos, sí llama la atención y ocupa un lugar en los medios, desatando protestas, reclamos y caos.

Por cada George Floyd, una pequeña multitud de víctimas de la arrogancia policial pasa inadvertida en el país.  

Y estas erupciones provocadas por el caso de Minneapolis son momentáneas, episodios de descontrol que se apaciguan en pocas semanas.

Conflictos que más bien se parecen a unos “dos minutos de odio” orwellianos en sentido inverso o a la jornada de desquicio de la “hora roja” en un viejo capítulo de Viaje a las estrellas, en el que los pobladores de una ciudad extraterrestre disfrutaban una vez al año de un “festival” de violencia fuera del control del dios-computadora que los regía de manera autoritaria.

Video: así fue la brutal detención de George Floyd que terminó en su muerte

Por lo pronto, los estallidos de fuego y rabia que están sacudiendo a Estados Unidos en estos días superaron hace rato la etapa de reclamo de derechos humanos y se convirtieron en un escenario de choque de frentes con distinta agenda: Black Lives Matter, matones supremacistas blancos, republicanos que buscan mostrar mano dura, demócratas que no saben dónde pararse, el presidente Trump, las redes sociales, los provocadores profesionales, Trump contra Twitter y las redes sociales...

Rodney King. Algunos medios de comunicación desorientados muestran las calles envueltas en llamas como si se tratara de una novedad. Un reporte de la BBC decía en estos días, por ejemplo, que una revuelta de esta magnitud no se veía desde la que se desató en abril de 1968, cuando fue asesinado el reverendo Martin Luther King. Sin ponerse a revisar en profundidad, la BBC se olvidó, por nombrar solamente un episodio, de las violentas protestas de 1992 tras la absolución por parte de un jurado muy blanco de los cuatro policías grabados en video mientras molían a palos a Rodney King.

Aquellos disturbios, con epicentro en Los Angeles, la ciudad donde el taxista King fue objeto de la paliza policial, dejaron –según distintos recuentos– entre 54 y 64 muertos. Y ocurrió después de la muerte del reverendo.

Rodney murió a los 47 años en 2012, pobre y olvidado, después de una corta vida de penurias y triste celebridad. Su nombre se había convertido, eso sí, en una marca registrada de la brutalidad policial, como puede llegar a ocurrir en el futuro con el de Floyd.

Equipamiento militar. Mientras dura esta oleada de indignación, los reporteros en Estados Unidos se apresuran a escribir historias como la de la BBC sobre las revueltas tras el asesinato de King, sobre el racismo que reina en el país y la fuerza excesiva concedida a las policías.

Parece ser un ciclo que nunca termina.

El autor de este artículo también tuvo la oportunidad de escribir desde y sobre Estados Unidos, durante un largo período como corresponsal de la agencia italiana ANSA en la ciudad de Washington. Artículos sobre la pobreza entre los afromericanos, sobre el desproporcionado porcentaje de negros en las cárceles del país y sobre la militarización de la policía fueron escrituras casi obligatorias, inevitables.

Hace unos pocos años, en 2017, el Washington Post publicaba una investigación sobre los efectos de una ley de 1996 que permitía al ministro de Defensa transferir a las fuerzas de policía locales excedentes de equipamiento militar, de manera gratuita.

Según la pesquisa del Post, así fue como el volumen de esos traspasos saltó de 9,4 millones de dólares en 1998 a 796,8 millones de dólares en 2014, en cotización ajustada a los valores de ese último año.

Por supuesto que ese traspaso recibió un enorme impulso después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. El reporte mostró que, para 2014, miles de agencias policiales y de seguridad habían recibido más de 1.500 millones de dólares en equipos de grado militar.

Eso quiere decir que miles y miles de policías “comunes” en todo el país cuentan con acceso a vehículos blindados de nivel militar (capaces de resistir explosiones de minas), rifles de asalto y lanzagranadas. El informe del Post aseguró que las operaciones de transferencias incluyeron también cincuenta aviones, 422 helicópteros, 11.959 bayonetas (sí, bayonetas) y 3,6 millones de dólares en equipo de camuflaje.  

A la construcción de este nuevo personaje del policía estadounidense armado con lanzagranadas se suma el ingrediente de esa especie de “carta blanca” con la que, en general, cuentan los policías norteamericanos en los casos de abuso de fuerza o autoridad.

“No puedo respirar”. Rodney King y George Floyd son apenas dos de los ejemplos más conocidos. En el caso del taxista, los policías que lo golpearon fueron absueltos en el primer juicio y luego pudieron seguir esquivando condenas. Y, en Minneapolis, el policía acusado de matar a Floyd, Derek Chauvin, fue detenido y acusado de asesinato recién cuatro días después de aplastar el cuello del ex guardia de seguridad.

En julio de 2014, otro afroamericano, Eric Garner, estaba parado en una esquina de Staten Island, en la ciudad de Nueva York. Negro, grandote, vestido de manera poco elegante y parado en una esquina no es una buena combinación en Estados Unidos, por lo que la policía no tardó en acercarse.

Un agente de la NYPD, Daniel Pantaleo, le preguntó si estaba vendiendo cigarrillos sueltos. Al parecer, vender cigarrillos sueltos sin pagar impuestos es un problema grave en Nueva York. A Garner no le cayó muy bien el reclamo, se negó a ser arrestado y se armó un forcejeo.

Pantaleo lo tomó del cuello para tratar de inmovilizarlo, y así lo mantuvo durante casi veinte segundos.

“No puedo respirar, no puedo respirar”, rogó Garner antes de desvanecerse y quedar tirado en la vereda, la misma frase que llegó a emitir Floyd cuando tenía la rodilla de Chauvin en la nuca.

investigacion visual de como fue asesinado George Floyd 20200602

Al rato llegó una ambulancia a la esquina en Staten Island y se llevó a Garner, quien fue declarado muerto una hora después en un hospital. Pantaleo gambeteó una incriminación judicial y recién en agosto de 2019, cinco años después de los hechos, fue echado de la fuerza.

Retomando la construcción del personaje del oficial en el patrullero de la policía local en Estados Unidos, el que puede contar con una bayoneta y una carta blanca para acogotar afroamericanos y no pasar por el banquillo de los acusados, el tercer ingrediente es el racismo, una enfermedad que infecta al país desde hace siglos.

Estados Unidos es el “país de las oportunidades”, donde los inmigrantes pueden hacer una fortuna y comprarse una gran casa y un auto veloz, donde los afroamericanos tendrán acceso a la universidad y a la chance de juntar cientos de miles de dólares en sus cuentas de banco.

Pero difícilmente serán invitados a la cenas de Thanksgiving en las residencias de los realmente poderosos.

Celebrities. En Estados Unidos los negros pueden amasar enormes fortunas, como pueden atestiguar los músicos Kanye West y Jay Z o los empresarios Robert Smith (Vista Equity Partners) y David Steward (World Wide Technology).

Pero, como describe divertidamente el comediante Chris Rock, los millones de los negros no se comparan con los de los blancos, porque las fortunas de verdad son imposibles de medir, son aquellas que no se evaporan en una mala temporada de negocios, como ocurrió con tantas estrellas afroamericanas.

Oprah Winfrey, dice Rock en Never Scared, es “rich”, es rica, pero Bill Gates es “wealthy”, es rico pero en nivel de magnate, tiene una cantidad de dinero que nunca se podrá sacar de encima.  

“Si Gates se despertara mañana con el dinero de Oprah, saltaría por una maldita ventana y se cortaría la garganta mientras grita: “¡Ni siquiera puedo poner gasolina en mi avión!”, bromea Rock.

Estas son las condiciones en un país donde hasta hace pocas décadas se linchaban personas de piel negra en el Sur, y donde ahora algunos policías pueden ahorcar a un negro sin tener que temer a la Justicia.

Es una combinación que produce muchos policías arrogantes y violentos, Que, a diferencia de sus colegas bravos de América del Sur, se sienten los verdaderos custodios del statu quo y la propiedad privada.    

Todo esto no se trata de un reclamo de abolición de la ley y el orden o de un “fuck the police” terminal. Pero sí está claro que la policía brava “american style” existe. Y este reportero tuvo la lamentable posibilidad de experimentarlo en primera persona, en una dosis módica.

 En primera persona. A fines de 2002, un poco menos de dos años después de haberme instalado en Washington y en medio de una dura nevada de invierno, la muerte de uno de mis familiares más queridos me obligó a viajar de urgencia a Buenos Aires. Compré un pasaje online y, aunque agobiado por la tristeza, en algún momento pude pensar que sería bueno viajar lo más aislado posible en el avión.

Homenaje a Floyd 20200601
El homenaje a Floyd.

Llamé por teléfono al servicio al cliente de United Airlines para intentar aprovechar mi condición de viajero frecuente y solicitar un upgrade. En algún lado había oído que los funerales ponen a las aerolíneas levemente más comprensivas.

El agente en español me dijo que no habría problema, que lo terminara de gestionar en el mostrador del check-in en el aeropuerto Dulles, en Virginia, unos 40 kilómetros al oeste de Washington. Allí me atendió una rubia delgada y descolorida y con poca paciencia.

“No, no es posible”, me dijo casi enseguida. Insistí, le conté del operador telefónico, pero no hubo caso. Sin tener en cuenta que habían pasado pocos meses desde los ataques del 11 de septiembre de 2001 y que el horno no estaba para bollos, le dije que quería ver a un supervisor y que no me iba a mover de ahí hasta que me aclararan por qué me habían dicho por teléfono que “sí” y en persona que “no”.

Un grave error que desató una rápida cadena de sucesos. Casi sin que me diera cuenta –estaba cansado, enojado y abatido por la idea de que al día siguiente tenía que estar en un cementerio– la rubia descolorida llamó a la policía del aeropuerto: llegaron rapidísimo y me detuvieron porque estaba cometiendo el delito de “trespassing” por seguir parado en el mostrador de United.

A esta altura mi nivel de conciencia había caído a bajo cero y, pocos minutos después me encontraba sentado en el piso, esposado por la espalda, ojos llorosos, moqueando... y rodeado por al menos seis policías armados. Seis policías para un pavote vencido por el cansancio y la tristeza.

Los policías bromeaban entre ellos, se rieron cuando vieron mi credencial de periodista extranjero, llamaron a un paramédico que les aseguró que estaba fingiendo un ataque de pánico y, al rato, me subieron al asiento de un patrullero para un larguísimo viaje hasta un hospital.

Tirado en una camilla, boca arriba y con los brazos siempre esposados en la espalda, lo único que podía hacer era encerrarme en el silencio. Y oír a uno de los policías decirme: “Lo que te espera en la cárcel, cuando te agarren los pandilleros que están ahí encerrados”. O algo así, un comentario salido de las peores películas de acción  de Hollywood.

Al final, cerca de la medianoche, me llevaron a una fiscalía de turno en el condado de Loudoun donde un juez aburridísimo me puso fecha para una cita judicial de verdad. Afuera, las calles estaban tapadas por la nieve y nadie –ni los policías ni el juez– accedió a darme indicaciones de cómo volver a Washington.

Un bar abierto con un dueño extraamable me ayudaron a no tener que dormir en la calle esa noche de invierno. Conseguí que alguien me llevara hasta un hotel cercano y finalmente pude volar al día siguiente, con las marcas rojas de las esposas en mis muñecas y –esta vez sí– con la “amabilidad” de United que me cambió el pasaje sin cargo.

Una historia mínima al lado de la de George Floyd, pero suficiente para entender lo complicado que puede resultar quedar a merced de policías-cowboys norteamericanos.