Desde James Madison, el sistema político de los Estados Unidos funcionó durante más de dos siglos en base a una lógica de pesos y contrapesos –checks and balances– entre las instituciones públicas pensada para evitar que la clase dirigente cometa abusos de poder. Este modelo implica una paradoja: pese a ser el gobernante de la primera potencia del planeta, el presidente suele tener un escaso margen de autonomía para tomar decisiones no consensuadas. Desde el pasado martes, el mainstream político en Washington se pregunta si esta lógica centenaria seguirá operando una vez que Donald Trump asuma en la Casa Blanca. Es decir, si el “sistema” será capaz de domesticar a Trump o si el ascenso del magnate marcará el debut de una nueva tradición en el ejercicio del poder.
La primera incógnita es si Trump cumplirá a rajatabla con sus promesas de campaña más cuestionadas, como la construcción de un muro en la frontera con México, la deportación masiva de inmigrantes, la suspensión de la reforma de salud de Barack Obama o las medidas al filo de la xenofobia contra los musulmanes. Si la respuesta fuera afirmativa, el siguiente interrogante es hasta qué punto los demás poderes del Estado acompañarán dichas iniciativas y en qué medida alzarán su voz disidente si perciben que el futuro mandatario va más allá de lo que tolera la costumbre política nacional.
“Muchas propuestas de Trump requerirían desarticular sistemas muy complejos que no pueden desactivarse mediante decretos ejecutivos –dijo a PERFIL Matt MacWilliams, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Massachusetts–. Estamos hablando de un país y de un gobierno, no de una empresa familiar. Sus medidas no pueden concretarse con un chasquido de dedos. Trump ganó el primer round; ahora la pregunta es si el Senado, los tribunales y la burocracia pública serán capaces de frenarlo si traspasa ciertas líneas constitucionales”.
En opinión de Ariel Armony, director del Centro de Estudios Internacionales de la Universidad de Pittsburgh, el Poder Judicial tendrá un rol clave en la resolución de estas tensiones. “La incógnita es si el sistema de controles entre poderes va a funcionar, sobre todo con un Congreso dominado por el partido oficialista. En ese marco, las cortes judiciales van a convertirse en el verdadero ‘test’ de la fortaleza de la democracia estadounidense: la autonomía de Trump dependerá mucho de la capacidad del Poder Judicial para proteger la Constitución y el estado de derecho”.
Tira y afloja. La dinámica en el Capitolio también será crucial. Los republicanos tienen mayoría en ambas cámaras, pero esto no necesariamente se traducirá en un apoyo automático a las iniciativas de Trump. La relación entre la ortodoxia del Grand Old Party y el magnate ha sido tirante a lo largo de la campaña. Algunas de las promesas de Trump, sobre todo las referidas al proteccionismo comercial, chocan con los valores históricos del partido. Claro que el triunfo redibuja el tablero. Esta semana, Trump se mostró muy amigo del presidente de la Cámara de Representantes, el republicano Paul Ryan, a quien hace apenas un mes había calificado de “muy débil e ineficiente”.
De todos modos, aunque los republicanos controlan la Cámara baja, el año próximo tendrán 52 de los cien escaños en el Senado, lejos de los sesenta votos necesarios para aprobar la mayoría de las leyes. Ese punto débil será previsiblemente atacado por los demócratas. “Trump tendrá cierta autonomía para manejar las relaciones exteriores, donde puede rescindir tratados o iniciar acciones bélicas, o en asuntos que pueden activarse mediante decretos ejecutivos, como la cuestión migratoria –observó Alan McPherson, director del Centro para las Américas de la Universidad de Oklahoma–. En otros temas, como el presupuesto, tendrá que negociar con el Congreso, donde los demócratas podrán apelar a la estrategia del filibuster para bloquear casi cualquier medida, como lo han hecho los republicanos durante ocho años”.