El año pasado, durante el Bicentenario, no hubo tiempo para acordarse del Centenario, de 1910. El país estaba demasiado ocupado, y eufórico, celebrando los 200 años de la Revolución, como para acordarse de la diminuta figura de Doña de Isabel de Borbón -“fea, gorda y plebeyota”, según Félix Luna-, aquella princesa española que fue pasión de multitudes de argentinos.
La biógrafa española María José Rubio lamentó el olvido argentino hacia Isabel de Borbón: "En tan remarcado evento, la presidenta Cristina de Kirchner apeló al orgullo patriótico argentino, celebrando que en esta ocasión la Casa Real española no haya estado presente (…) Un siglo después, Cristina de Kirchner reniega del carismático personaje y del afecto que los argentinos de entonces le brindaron. La historia es como es, aunque los políticos traten de acomodarla a su gusto".
Isabel -de 60 años- era hija de una reina, hermana de un rey, y tía de otro (Alfonso XIII). Viuda desde los 19 años, los españoles sentían por ella lástima y mucho amor, por su carácter abierto y su dedicación a la monarquía. Además, siempre la podían ver en ferias, bailes callejeros, mercados y corridas de todos, y su figura populachera contrastaba con la imagen adusta y soberbia de las dos reinas que España tenía en esos años.
Su viaje a la Argentina, una travesía histórica, se convertiría en todo un hito de las relaciones de España con el Nuevo Mundo, y, por si eso fuera poco, Isabel terminaría ganándose el cariño de los argentinos de entonces.
En Buenos Aires quedan todavía huellas de la visita: el Monumento a los Españoles y la avenida Infanta Isabel, en Palermo, en el célebre “ascensor presidencial” de la Casa Rosada, y en un valioso reloj de estilo francés que adorna el Congreso Nacional, ambos obsequios de la visitante real.
Fue hace 101 años cuando el buque Alfonso XIII ancló en el puerto de Buenos Aires. En tierra firme, esperaban el presidente Figueroa Alcorta y 300.000 porteños y españoles radicados en el país. Era el 20 de mayo de 1910, y Argentina vivía épocas turbulentas.
El ambiente de recibimiento se preveía hostil y la propia Isabel había manifestado en España su preocupación. El gobierno había decretado el estado de sitio, y los anarquistas, contrarios a la presencia de un miembro de la Corona española, amenazaban con huelga general, violencia y atentados desde el momento en que la infanta pisara suelo argentino. La alta sociedad argentina, sin embargo, formó grupos de voluntarios para proteger a Isabel, y todo marchó muy bien.
“¡Yo pensé que era una niña!”, decían algunos al verla, tan robusta y tan anciana. Parecía que incluso los festejos del 25 de mayo quedaron deslucidos ante la impactante visitante real.
Al día siguiente, un cronista escribió en La Nación: “España no nos envía un gran título solamente: nos envía también una gran mujer. Ganó el corazón de la gente por su inteligencia, buen humor y tacto, llamando la atención que, no obstante la agobiante actividad desarrollada en doce días, conservara la misma gracia, don de gentes y amabilidad”.
Las multitudes que acompañaban el paso de la infanta por las calles de Buenos Aires muchas veces estuvieron a punto de aplastarla. Se desplazaba en un carruaje abierto de cuatro caballos, bajo la intensa lluvia sudamericana, mostrándose cercana a la gente y particularmente emocionada cuando se encontraba con la comunidad española que residía aquí. Sus cocheros refunfuñaban porque, cada dos por tres, la ilustre visita ordenaba que parasen y abrieran la capota del carro, porque ella quería ver a los argentinos, y que ellos la vieran, aunque diluviara.
Isabel, ante el mal humor de los sirvientes, largó al final una frase memorable, y que todos esperaban oír: “Si ellos están aguardándome a pie firme hace rato, ¿voy a refugiarme yo de unas gotas? Abran el coche, hombres de Dios, y no se preocupen por nada, porque ustedes cumplen con su deber, como yo quiero cumplir el mío. Si se moja el pueblo, ¿por qué no he de mojarme yo?”.
La infanta permaneció en Argentina hasta el 2 de junio y fue, como dijo la prensa “el número bomba de los festejos”. “Veintitantos días de jaleo”, escribía un cronista, “sin apenas descanso, no hay quien los resista. Doña Isabel los resistió como si fuera una chavala”.
Murió sola y abandonada en el exilio, en 1931, pero nunca olvidó las voces de los argentinos gritándoles "¡Viva la infanta!". Ella, siempre fiel al rey, se empeñaba en responderles: “No, a mí no, al rey, ¡Viva el rey!”. Pero no hubo caso. En palabras del historiador Juan Balansó, siguieron gritando así “porque a los argentinos el rey les importaba un comino”.
(*) Especial para Perfil.com