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El "golpe" en Honduras y el presidencialismo

Ha habido un cierto apresuramiento en aplicar el estereotipo tradicional de "golpe de Estado" a la situación hondureña, más compleja que lo habitual.

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Ha habido un cierto apresuramiento en aplicar el estereotipo tradicional de "golpe de Estado" a una situación peculiar ocurrida en Honduras que es algo más compleja que la habitual. La situación política que se ha generado allí, a partir de la destitución del presidente constitucional, ofrece, una vez más, una muestra elocuente de los problemas que genera el presidencialismo en América latina.

Como si de una radiografía se tratara, aparecen claramente reflejados en la imagen dos de los rasgos más característicos y problemáticos de esta institución. Por un lado, el ansia reeleccionista de los presidentes tentados de aproximarse al modelo monárquico de ejecutivo vitalicio.

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Por la otra, la práctica imposibilidad que tiene el Parlamento de cesar al Presidente, blindado por un mandato constitucional fijo, que hace que su designación sea irrevocable. Es notable la pretensión de prolongar el mandato constitucional que viene afectando a los presidentes latinoamericanos. Manuel Zelaya ha sido el último en intentar una métier que inició Carlos Menem cuando ocupó el cargo diez años (1989-1999) después de conseguir reformar la Constitución, en 1994. Otros presidentes latinoamericanos han seguido luego su misma huella: Alberto Fujimori en Perú, Hugo Chávez en Venezuela, Daniel Ortega en Nicaragua, Álvaro Uribe en Colombia, sin olvidar al progresista Fernando Henrique Cardoso, en Brasil.

No obstante, el caso más emblemático de ejecutivo vitalicio es el de Fidel Castro, en el marco de un sistema que formalmente no es presidencialista, aunque igual tracciona compulsivamente a los presidentes que están en el área de influencia de la "revolución bolivariana". La aparición de esta constante vocación patriótica por la continuidad en el cargo tiene una comprensible explicación. La asunción de un presidente, en América latina, supone el ascenso simultáneo de ministros, secretarios de Estado, altos cargos y una extensa corte de adherentes que va descendiendo hasta llegar a cubrir los puestos más modestos de la Administración.
Esta enorme estructura piramidal de poder que rodea al presidente lo adula y convence fácilmente de su condición de "figura imprescindible", alentando así las irresistibles ansias de continuidad de personas que se consideran investidas de un rol providencial y a las que siempre le falta tiempo para culminar su "obra histórica".

En lo que se refiere a la imposibilidad del Parlamento de destituir al presidente -salvo en el complejo y dificultoso impeachement o juicio político- se vincula con el diseño de un sistema basado en doble legitimidad que tienen el Ejecutivo y el Legislativo, ambos fruto de una elección popular.

Esta característica es, probablemente, la que ofrece mayor contraste con el sistema parlamentario, donde el presidente del Consejo de Ministros (o primer ministro) puede ser cesado por el Parlamento en cualquier momento, mediante una moción de censura que generalmente sólo requiere el voto de la mayoría de la Cámara.

La rigidez del sistema presidencialista constituye un anacronismo en la época moderna, donde cualquier entrenador de fútbol o gerente ineficaz de una compañía mercantil, puede ser cesado y sustituido en su cargo sin mayores inconvenientes. Para tomar consciencia de lo absurdo de la rigidez del sistema presidencialista, basta imaginar una situación en la que nuestros entrenadores o gerentes tuvieran un mandato fijo e irrevocable de cuatro años, blindados completamente pese a los malos resultados de su gestión. En el caso de Manuel Zelaya, las dificultades que tenía el Parlamento hondureño para impulsar el juicio político del presidente y un cierto desprecio por las formas, hicieron que se optara por una vía expeditiva, reclamando el concurso del Ejército. Pero, obsérvese, que se denomina "golpe de Estado" a una actuación de la Cámara que, en el marco de un sistema parlamentario, hubiera sido una forma completamente normal de cesar al presidente del Consejo de ministros.

Si los diplomáticos que se reúnen en la OEA tomaran consciencia de que no estamos ante un golpe de Estado tradicional, donde las Fuerzas Armadas se hacen con el poder, sino frente al conflicto de dos legitimidades provocado por la rigidez del mandato presidencial, buscarían salvar la institucionalidad de otro modo que reclamando el retorno del ex presidente Manuel Zelaya.
Tal vez sería más oportuno y realista exigir el inmediato llamado a elecciones para que el conflicto de legitimidades generado se resuelva democráticamente y Honduras pueda retornar a una situación de normalidad institucional.

En nuestro andar cotidiano no podemos evitar el uso de los estereotipos y son imprescindibles para conservar la vida. Por ejemplo, cuando cruzamos una calle, el estereotipo grabado en nuestro cerebro nos induce a mirar hacia ambos lados para asegurarnos que no viene ningún vehículo.

Sin embargo, en política, el uso de los estereotipos no siempre es la mejor elección. La historia no es un calco exacto del pasado y conviene estar mentalmente preparado para saber interpretar sus nuevas y sorprendentes combinaciones.

 

(*) Agencia DYN