Desde que fue electo presidente de Estados Unidos, Barak Obama se esforzó en dar un giro realista a la política exterior de Washington, que consistió en el reconocimiento de las limitaciones del uso de la fuerza en su utilidad de cumplir con objetivos propuestos. No es en un sentido clásico un agotamiento que resulta de la sobre-expansión del poder, como ha sido el caso de la ex Unión Soviética en su aventura militar en Afganistán, que duró una década.
Estados Unidos sigue siendo una potencia con capacidad de proyectarse globalmente, y es muy probable que mantenga su primacía en la primera mitad del siglo XXI. La retirada de las tropas de Irak en diciembre de 2011, además de ser su promesa electoral, obedece a la convicción de que poco y nada se ha cumplido con la invasión militar, el cambio de régimen y la ocupación del país más allá de objetivos cortoplacistas y el espejismo de haber actuado como una “fuerza del bien”.
Para Obama, el uso de la fuerza, la intervención militar, estarían prudentemente al servicio de misiones distintas a la promoción de la democracia: la “guerra contra el terrorismo”, por supuesto, con las Fuerzas Especiales y, cada vez más, los ataques con aviones sin tripulación; pero también una nueva lógica geoestratégica del balance de poder mundial con el desplazamiento del eje hacia Asia-Pacífico. De ahí se entiende que Obama no ha querido intervenir en las revueltas árabes, y cuando lo hizo, Libia fundamentalmente, es porque sus aliados le habían puesto ante el hecho consumado.
Pero paralelamente a su realismo, que se opone al mesianismo de su antecesor, Obama también luce de credenciales de internacionalista liberal que lo llevó a tomar más en serio, o en menor cinismo, el principio de la Responsabilidad para Proteger. Sino su implementación, donde el caso de Libia ha demostrado cuán manipulable aún podría ser, por lo menos su instalación en la agenda internacional que se reflejó en el nombramiento de representantes ante la ONU personas convencidas de la necesidad de intervenir en casos de atrocidades como la actual embajadora Samantha Powers y la anterior Susan Rice.
No se sabe cuán activo pensaba/piensa ser Obama en la construcción de un consenso internacional en torno de un mecanismo, por cierto aún muy imperfecto, para prevenir crímenes contra la humanidad; pero la reivindicación de la credencial de un liberal internacionalista le impone también un perfil público que a veces podría causar sorpresas desagradables.
Ha sido el caso de su declaración el año pasado sobre la “línea roja” del uso de las armas químicas en Siria para que decida intervenir en la guerra civil. Es muy probable que esta declaración haya sido el resultado de presiones internas y externas, y una forma elegante de abstenerse de dar un paso que no quisiera dar. La “línea roja”, sin embargo, resultó ser una trampa. Desde que Obama públicamente asumió este compromiso, quienes lo empujaban para que actúe ya sabían cuál debería ser el escenario; bastaba con tener prueba suficiente del uso de estas armas para generar una situación difícil para el jefe de la Casa Blanca.
Con esto no se insinúa ninguna teoría conspirativa; hay suficiente prueba de que sustancias químicas causaron víctimas el 21 de agosto; la incógnita es quién tiene la responsabilidad de la atrocidad. El esfuerzo de los intervencionistas se concentraron en la formulación de todo tipo de argumento para culpar al gobierno de Bashar Al Assad en una suerte de “ataque preventivo” diplomático-mediático antes del informe de los inspectores de la ONU.
Si Irak y la mentira de las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein y la construcción del momentum de la guerra en 2002 constituyen un antecedente significativo, entonces la pregunta más importante es si la declaración de la “línea roja” de Obama expresa también una decisión de intervención ya tomada por compromiso ético o por el respeto a la autoestima de su palabra pública. La administración de Bush actuó según la lógica del vaquero solitario del Oeste: disparar primero, preguntar después; y, en este sentido, no tenía ninguna línea roja.
¿Qué piensan los aliados? En Europa primero donde sus aliados, Francia y Alemania, le negaron legitimidad, pero también en Turquía donde la Asamblea Nacional, bajo el dominio del islámico Partido de Justicia y Desarrollo que había llegado al poder tan sólo un año atrás, no permitieron que Estados Unidos usara su territorio para la invasión a un país islámico, y, por supuesto, la opinión pública internacional.
La primera línea roja la borró el entonces secretario de Defensa Donald Rumsfeld, con su arrogancia típica diciendo que era la “vieja” Europa la que se oponía a la guerra, no la nueva, refiriéndose al Reino Unido, España, Italia y los países del este europeo. Con respecto a Turquía, Washington mantuvo el silencio; aparentemente, había confiado demasiado al poder de los militares turcos sin tomar en consideración la puja ya existente entre el partido de Erdogan y los guardianes del kemalismo. En cuanto a la opinión pública, evidentemente ni se tomó en cuenta; el 87% de la opinión pública en Estados Unidos apoyó la decisión de ir a la guerra, convencida de que las armas nucleares existían.
Paradójica situación la de Obama en este sentido. La prueba de las armas químicas está, pero el 65% de la opinión pública en su país se opone a la intervención militar de Estados Unidos en Irak. Pero expresaron su desacuerdo también representantes de los cristianos en Siria, los kurdos opositores al régimen, y hasta el líder de los Hermanos Musulmanes, en exilio en Londres desde hace 34 años. No son líneas rojas que Obama no podría ignorar. Pero tampoco obtuvo el apoyo de la Liga Árabe, que se opone a la intervención, y el Parlamento británico le dio un golpe fuerte el 29 de agosto, cuando votó en contra de la participación de Londres de cualquier emprendimiento belicista.
Tratándose de armas de destrucción masiva y la gravedad de establecer un antecedente internacional en el caso en que su uso se tolere, Obama aún puede pensar en un argumento para superar todas estas líneas rojas. Más difícil va a ser, sin embargo, cruzar la línea roja de Rusia -y en menor medida, de China-; y no se refiere necesariamente a la casi nula probabilidad de conseguir la legitimidad del Consejo de Seguridad…
Una noticia de carácter sensacionalista apareció haciendo eco de una amenaza de Putin de bombardear Arabia Saudí, en el caso en que Estados Unidos ataque a Siria. En realidad, lo llamativo de Moscú es la abstención de Putin de cualquier declaración pública, dejando a su canciller encargarse en la expresión de su rechazo a la intervención estadounidense.
Rusia, sin embargo, ha reforzado su flota en el Mediterráneo, donde el único puerto que le sirve de base es Lataquía, en Siria. Es muy probable que sea la consideración de esta línea roja la que haya llevado a Obama a aclarar que el ataque contra Al Assad, si acontece, será limitado y de carácter punitivo. Peor uso de la fuerza y mejor prueba de su inutilidad es difícil de imaginar…
(*) Profesor de la Universidad San Andrés. Especial para Perfil.com.