¿Cómo harán los chinos para describir las cosas del pasado o del futuro? Me dicen que no tienen tiempos de verbo y que tampoco los necesitan, que la oración construye su contexto, que quien murió muere siempre, que quien nació, también. Tal vez en China, en marzo, pueda entenderlo del todo. Las relaciones entre cada pueblo, su tiempo y su lenguaje son las que hacen que nosotros, los latinos, podamos ser sin estar o estar sin ser. O las que condenen a los rusos a vivir el continuo presente de su pasado: para ellos hay la Gran Rusia, la tierra madre, y después (mucho después) la política, la guerra o las pequeñas imperfecciones. Napoleón, los zares, la Revolución, los nazis, las purgas, pequeñas chinches de colores en un mapa bañado de gloria.
Allí, bajo ese mapa, respira Rusia, ganándole su diaria batalla al frío. Los rusos saben que tener un destino es lo único que puede combatir el frío cuando éste supera los 35 grados bajo cero y las orejas sangran, y sangra la nariz y el frío se mete en el cuerpo con la contundencia de un tumor. Cuando Raskolnicov se entera por la hermana de Aliovna que la usurera estará sola varias horas en su casa, el fallido estudiante de Derecho sabe que llegó su hora para el crimen. Ya no cree en las casualidades, sino en los signos del destino. El destino como el calor de una mano en el hombro que guía sus pasos. El destino de su crimen y el de su castigo.
—Bailarina o astronauta, ¿qué otra cosa iba a ser? –se pregunta Ekaterina frente a la taza de su desayuno. Sus padres eran bailarines del Bolshoi.
—No hay una historia, hay muchas –sostiene frente a la cámara Marina, profesora de Historia en la Escuela Pública 281 de San Petersburgo, donde Vladimir Putin cursó parte de la primaria. En el manual de texto sugerido por la escuela se describe a Putin como “un gran administador”. Hay retratos de Putin por todas partes: en los locales de comida, kioscos, librerías, bares y también en esta y otras escuelas.
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