Uno de los argumentos con los que George W. Bush, Tony Blair y José María Aznar sustentaron la intervención militar en Irak fue que se podría realizar en el país árabe un ensayo democrático en una región en la que los principios de 1789 escasean o, directamente, no existen.
El trío de las Azores parecía creer a rajatabla en la desacreditada teoría de que en el mundo hay dos civilizaciones que por un aspecto religioso-cultural están destinadas a chocar, de hecho hicieron carne esa hipótesis, pero se presentaban como puente salvador para integrar a las mayorías sometidas por Saddam Hussein a los beneficios de la igualdad de derechos que supone vivir, por ejemplo, en París.
En un intento por contrarrestar el abrumador rechazo en Occidente de esa invasión occidentalizadora, especialmente los europeos Aznar y Blair pedían a sus poblaciones que no hicieran tanto hincapié en las falsedades sobre las armas químicas de Hussein como en las atrocidades que el gobernante iraquí hacía padecer a quienes no fueran sunnitas de su entorno.
El fervor de la supuesta misión democrática en el mundo musulmán se desvaneció cuando, hace un año, las mayorías palestinas decidieron que nada menos que Hamas, el “demonio” terrorista, debía representarlos.
Entonces, la jefa del Pentágono, Condoleezza Rice, absorta, guardó el discurso de la cruzada democrática para dentro de un tiempo. Por si no lo habían analizado, centenares de miles de votos actuaron como shock de realidad para demostrar que en el camino hacia las libertades civiles que rigen en Manhattan, la formalidad del voto no alcanza.
Supongamos que hay que aceptar como válidos los pedidos de olvido acerca del papel decisivo que tuvieron los gobiernos de Estados Unidos, incluso los mismos apellidos que comandaron la cruzada democrática desde el Pentágono, en la existencia misma de Saddam Hussein como dictador atroz en Irak, o de Israel en la creación de Hamas en los ’80 como medio para socavar el poder de Yasser Arafat.
No se trata de negar que la mayoría de los musulmanes está gobernada por tiranías impresentables, algunas de ellas aliadas de la Casa Blanca como la saudita, y que tampoco se debe exculpar a los propios musulmanes de desarrollar un pensamiento crítico tan débil. Nada justifica, por ejemplo, que millones de islámicos den un trato tan indigno a millones de mujeres.
Se trata, basta leer a árabes tan lúcidos como el fallecido Edward Said o testigos occidentales tan implacables como Robert Fisk, de evitar más intervenciones dañinas e instrumentalizaciones petroleras tan obscenas.
También se trata, por empezar, de evitar más asentamientos en Cisjordania para luego desandar de una vez por todas la agonía premeditada de la sociedad palestina. Se trata de darle a Saddam Hussein y a muchos de sus supuestos personeros el juicio justo que no tuvieron ni están teniendo, y de al menos no alentar la pena de muerte como la que existe en Texas y en Riad.