La “victoriosa” partida de las tropas de combate de los Estados Unidos de Irak dejó tras de sí un tendal de víctimas fatales, heridos y una incipiente guerra civil, que amenaza con crecer con el correr de los días y enfrentar a sangre y fuego a chiitas y sunnitas. Las tensiones derivadas de las polémicas elecciones parlamentarias en marzo de este año, que aún no definieron quién será el próximo primer ministro, y las disputas étnicas y religiosas convirtieron a Bagdad en un polvorín a punto de estallar, en el que los mortales enfrentamientos sectarios están motivados por la búsqueda de poder, influencia y seguridad de las distintas facciones que conviven en el país más convulsionado de la región.
Con el temor de una eventual guerra civil en el horizonte iraquí, el ejército, derrotado en tan sólo un mes y medio durante la invasión norteamericana en 2003, admitió hace una semana que no está preparado para garantizar la seguridad del país. En ese contexto, no sorprendió que el jefe del estado mayor local, el teniente general Babakir Zebari, alertara que la retirada de las fuerzas estadounidenses era prematura y que las fuerzas armadas locales no estarían preparadas para defender a su país hasta 2020. Mientras que, según Robert Fisk, especialista en temas de Medio Oriente, “Saddam Hussein, con toda su brutalidad y corrupción, supo conservar unidos a sunnitas y chiitas”. De ahora en más, sin el dictador encumbrado en los palacios de Bagdad, la batalla por el control del país será más encarnizada que nunca.
Pero la disputa entre las dos etnias, más la tensión con los kurdos en el norte iraquí, no surgió esta semana, cuando la última brigada de blindados norteamericanos Stryker cruzó la frontera y se adentró en Kuwait. La violencia fratricida comenzó hace más de cuatro años, en febrero de 2006. En ese entonces, un feroz atentado en el enclave religioso chiita de Askariya, en Samarra, fue el primer ataque letal de los sunnitas, desplazados del poder luego del derrocamiento de Hussein, contra la etnia mayoritaria en Irak.
Ni siquiera las polémicas elecciones parlamentarias celebradas hace cinco meses, en las que el primer ministro chiita Nuri al Maliki fue derrotado por escaso margen por el líder secular Iyad Allawi, logró aplacar el conflicto. El cirujano laico, con fluidos contactos en Estados Unidos y Gran Bretaña, rechaza el sectarismo, pero al estar aliado con políticos sunnitas es rechazado por amplios sectores del oficialismo. Luego de denuncias cruzadas de fraude en los comicios, Maliki tejió una coalición entre el Partido Islámico Dawa, que él encabeza, y otra facción chiita, con el objetivo de ser reelecto y desplazar a Allawi. Sin embargo, la batalla entre los dos sectores continúa abierta y nadie sabe quién dirigirá los destinos del nuevo Irak.
La paradoja más grande de la administración de Barack Obama es abandonar a su suerte a un régimen que todavía no dio sus primeros pasos y que puede convertirse en un futuro aliado de Teherán.
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