Con Leopoldo Arias al frente, el 29 de mayo de 1982, despegó desde Ezeiza el segundo de los vuelos a Libia. Ahora que la experiencia anterior había resultado exitosa, no había tiempo que perder. En Oriente Medio esperaban los enlaces argentinos, con el doctor Alberto a la cabeza, y el acuerdo parecía funcionar. Gracias a los buenos oficios del teólogo, la dictadura argentina había logrado abrir el grifo para que llegara material proveniente del mundo musulmán. En plena guerra se estaba logrando vencer el bloqueo internacional impuesto por el Reino Unido. El hecho de utilizar aeronaves de Aerolíneas también parecía acertado, ya que los vuelos anteriores, a pesar de haber sido detectados, habían podido introducirse en el Atlántico sin mayores problemas y salir indemnes de las misiones. No está claro si estuvieron alguna vez bajo la mira de algún caza británico –algo posible, por ejemplo, en el caso del vuelo de Bresciani a Sudáfrica–, pero es evidente que no podían pasar inadvertidos.
Llegaron a Libia durante la mañana del 30 de mayo de 1982, en un vuelo que respetó las convenciones de la misión: luces apagadas, silencio de radio, aerovías falsas, indicaciones mínimas. Tuvieron un aterrizaje normal y se les solicitó por interfono que fueran a través de una pista de rodaje hasta un sector militar del aeropuerto, un lugar decididamente marrón ocre y cercado por alambres de púas. Fueron recibidos por el doctor Alberto, un hombre inquieto y movedizo, que hacía apariciones intermitentes y que de movida los impactó por su manera de desenvolverse en el idioma del país anfitrión.
—Bienvenidos, soy el doctor Alberto. Ahora serán llevados hasta un sitio para que puedan descansar, luego les cuento cómo sigue la misión.