El
historiador Wang Hui, de 47 años, fue uno de los últimos estudiantes en abandonar la Plaza
de la Paz Celestial, después de la masacre de 1989. Eso le acarreó un
período de exilio y “reeducación” en la provincia rural de Shaanxi.
Hoy, es el principal exponente de la
Nueva Izquierda, un movimiento de intelectuales preocupado por los aspectos
sociales del crecimiento económico. A diferencia de otros opositores,
asegura que no es necesario derrumbar el régimen comunista, que basta con reformarlo.
—¿El gobierno chino es más receptivo a las críticas?
—Sin duda. Los debates en los medios han sido intensos
y el propio gobierno promovió encuentros con especialistas que influyen en la toma de decisiones.
En 2000, por ejemplo, debatimos sobre la pobreza y la falta de atención médica en las zonas
rurales, donde la situación es terrible: 800 millones de campesinos están enajenados del progreso
de las ciudades. Después, el gobierno, que no reconocía la crisis en el campo, destinó un monto
importante para reconstruir el interior del país.
— ¿Podrá haber democracia en China?
—Vivimos el
inicio de un proceso lento de transición democrática que tomará décadas. En China
hay libertad de expresión en las universidades y las personas son muy conscientes de sus derechos.
Durante las privatizaciones, varios trabajadores que perdieron sus empleos se querellaron contra el
gobierno. Lo acusaron de incapacidad para cumplir con sus obligaciones y proteger sus derechos,
algo impensable hace unos años. Y días atrás, el Partido Comunista (PC) incentivó un programa de
bonos sociales en las empresas estatales.
— ¿Qué es el bono social?
—Con el bono, los funcionarios podrán adquirir acciones
de su empresa, obtener una remuneración según los beneficios y participar en las decisiones que
afectan a la compañía.
— ¿Qué trascendencia tiene eso?
—
Sería una forma de promover la socialización del capital.
—¿Sueña con un estado de bienestar social en China?
—
A todos nos gustaría tener un estado de bienestar a la
europea, pero en China jamás se podrá. Es un país inmenso, con una población enorme. Tendríamos que
construir un Estado gigantesco. Encontrar una alternativa es un gran desafío y una necesidad.
— ¿Para que haya democracia, no sería necesario que se respeten los derechos humanos?
—Sí, pero sin caer en los estereotipos.
Trascendió mucho el caso de un universitario condenado a muerte porque había inmigrado del
campo sin permiso de las autoridades. Después de un enorme debate público, el gobierno modificó la
ley que autorizaba las detenciones de migrantes y flexibilizó el registro de residencia.
Fue una victoria de la participación democrática.
— ¿Cómo ampliar la participación democrática?
—La democracia es bienvenida y necesaria. Es iluso pensar que con elecciones
libres podremos resolver fácilmente todos los problemas. Hay un debate interminable sobre cómo
explicar las particularidades de China. La medida de respeto a los migrantes, por ejemplo, también
trajo consecuencias negativas: provocó un aumento radical de la migración rural a las urbes. Como
no dio tiempo a construir escuelas y hospitales, el éxodo elevó la criminalidad y los conflictos
con los residentes.
— ¿Por qué la transición a la democracia debe ser lenta?
—Debe ser gradual para evitar un caos generalizado. A la par que nos
encaminamos hacia la democracia, necesitamos medidas para evitar que el país quede bajo el control
de una gran oligarquía democrática. Muchos de los que escalarán posiciones en el PC representan a
los más ricos, mientras la mayoría de la población sigue sin voz y sin representantes.
— ¿El primer paso no sería acabar con el régimen de partido único?
—Hay ocho partidos formales, aunque el PC sea el más fuerte. La cuestión es cómo hacer que el sistema se abra. Los partidos están en crisis en todo el mundo. Cuando buscan votos, los políticos defienden diversos intereses, a veces contradictorios. Una vez insertos en la estructura de poder, las diferencias se anulan y el resultado es una gran confusión ideológica.