El madurismo-cabellismo parece haber perdido toda mesura en sus desplantes y acciones represivas en las últimas semanas. El gobierno que se decía, a ratos al menos, dispuesto al diálogo parece azuzar el demonio de la violencia contra todo aquello que se mueva más de lo acostumbrado.
Sin duda se trata de un colosal temor ante una crisis que no hace sino crecer y crecer, desbordando su escasa capacidad para hacer algo coherente.
Todo parece venirse abajo en sus narices. Las colas cotidianas y enervantes, los enfermos sin medicamentos, la industria (la poca que queda) paralizada o en fuga por falta de insumos, los dólares inexistentes para pagar deudas para mañana y las gigantescas a mediano y largo plazo, la inflación voraz e imparable, la prensa agredida sin papel, el riesgo-país batiendo récords planetarios.
Y, capítulo aparte, la delincuencia, ese terror incesante de todos los ciudadanos y que no se atina a detener. Todo aquello que sabemos o, mejor, vivimos los moradores de este pobre país petrolero.
La respuesta del gobierno ante esa avalancha que crece día a día ha sido la peor y cada vez hay más síntomas de que toda rectificación se aleja y, por el contrario, se acentúan las peores tendencias a acrecentarla.
A sustituir la teoría económica más elemental por una suerte de razón bélica y policial que no puede sino atacar demagógicamente algunos excesos, efectos previsibles del desastre provocado por sus insanas políticas de lustros y que, por supuesto, no puede curar la metastásica enfermedad.
O de otra parte a tratar de mantener ese país imaginario hecho de retórica cada vez más hueca e inaudible llena de necrofilia, héroes independentistas, patrioterismo fascistoide, gloriosos destinos manifiestos; logros paupérrimos del gobierno de calle, risibles ante los males que nos acongojan; acentuación de la polarización y, por ende, ir cerrando las posibilidades de unificar el país para detener el derrumbe nacional.
Bastaba ver el insólito programa televisivo del vicepresidente Diosdado Cabello recién estrenado, los mazazos, como si éstos revirtieran los siniestros guarismos económicos y el descontento popular. En el cual repite y repite los peores lugares comunes y los insultos sempiternos, por lo demás sin la menor virtud verbal y destreza telegénica, lo que lo condena al basurero del rating.
Pero el miedo y la culpa llegan a tanto que se ha puesto en práctica la represión pura y simple, el plan de machete y las cárceles, para la esperable protesta ante tan deplorable situación ciudadana. Y nada menos que centrada en los estudiantes, factor particularmente sensible e inflamable, como lo demuestra la historia del país.
Inventando lo que una triste imaginación política puede pergeñar: una conspiración dirigida desde el Imperio y de la cual no se salvan ni los que han declarado su resuelta disposición a dialogar, hipócritas, según Cabello.
Lo de la persecución de Leopoldo López en el aeropuerto es antológico. La lógica de esta actitud ya se sabe: o aplastan la protesta, la masacran, como tantas dictaduras han hecho, o multiplican el fuego en la pradera como, más tarde o más temprano, ha terminado por suceder cuando reina la violencia estatal.
Nada de esto pareciera la política más adecuada para sosegar el país y propiciar la gobernabilidad en momentos en que la tierra tiembla y pasan “cosas raras”. Estas semanas pueden ser cruciales.
En vez de tomar medidas económicas, dificultosas pero absolutamente necesarias, como dicen todos los economistas sensatos, se apela a una mítica guerra que no busca sino inculpar a otros de los pecados cometidos durante largos años de desvarío
*Editorial publicada esta semana en la revista venezolana Tal Cual.