Los golpes en la puerta me despertaron después de medianoche. El silencio en ese hospedaje era absoluto. A los pocos segundos, en la oscuridad asiática, advertí que golpeaban la puerta de al lado. Escuché voces altaneras, pasos, puertas cerradas y después nada.
A la mañana siguiente, en el desayuno, supimos que esa madrugada los funcionarios habían allanado la habitación donde Carmen y Andy (nombres ficticios de personas bien reales) hacían el amor.
¿El pecado? En la República Popular Democrática de Corea las relaciones sexuales, como todo, son minuciosamente escrutadas por el Estado policial. Está prohibido que se refocilen en la cama dos periodistas extranjeros no casados.
En septiembre de 1969, como parte de una delegación del Sindicato de Prensa de Buenos Aires integrada, además, por Edgardo Damommio y Norberto Gómez, estuve en Corea del Norte dos semanas, invitado a la Conferencia Internacional sobre las Tareas de los Periodistas del Mundo Entero en su Lucha Contra la Agresión del Imperialismo Yanqui.
Tenía entonces 24 años, al Che ya lo habían matado en Bolivia y Estados Unidos perdía irremediablemente la Guerra de Vietnam. El Cordobazo acababa de suceder y el régimen de Onganía estaba comatoso.
La izquierda argentina evaluaba a sus diferentes patrocinadores. Había pro soviéticos y pro chinos, pero también existían pro cubanos, pro albaneses, pro vietnamitas y, finalmente, el colmo de la extravagancia, “pro coreanos”, o sea admiradores del régimen de Pyongyang.
Cuando partimos de Buenos Aires ni imaginábamos la pesadilla a la que nos dirigíamos.
Vía Praga y Moscú en estrepitosos Ilyushin rusos, tardamos 24 horas en llegar. Ya en la escala checa, con la disparatada recepción de los coreanos, vimos que marchábamos a un lugar improbable y bizarro, dictadura vitalicia gobernada por un tirano reverenciado como ser divino.
En Pyongyang, luego de que las “pioneras rojas” nos recibieran en el aeropuerto como dignatarios de altísimo rango internacional, todo resultó más grave de lo imaginado. Era un sitio absurdo, una paranoia, más que un país normal.
Al primer amanecer en las antípodas geográficas de Buenos Aires, el sueño invertido y sin haber podido pegar los ojos, escuché por el ventanal de mi habitación un sordo y ominoso ruido de personas trotando. Me asomé y vi cómo marchaban en la anchísima avenida sin vehículos, a ritmo de maratón, miles de coreanos, todos milicianos, que a las 4 de la madrugada hacían preparación combativa en anticipación de una invasión del imperialismo. La escena era demencial.
En el baño de mi habitación, así como encima de mi cama, colgaban retratos del “Gran Líder”, el presidente Kim Il-Sung, culto a la personalidad tan abrumador y absoluto que toda comparación imaginable empalidecía ante un déspota venerado y endiosado hasta el paroxismo.
Doctrina de cabotaje inventada por los norcoreanos, el llamado “tsuche” o “juche” pregonaba autosuficiencia, completo y total aislamiento, un modelo de marxismo bizarro en un rincón del planeta apretujado entre China y Rusia, bastiones del socialismo “realmente existente”.
Recorrimos gran parte del país, estuvimos en la parte norcoreana de la frontera con Corea del Sur, Panmunyon, y fuimos arrastrados a sitios sagrados del régimen donde, supuestamente, el “querido y amado líder” había transcurrido capítulos importantes de su mítica existencia.
Hace ya 38 años, era evidente que eso era un desatino, espacio absurdo del planeta. Todos los funcionarios del Partido se vestían igual, ninguno se apartaba del libreto oficial. No imaginaba antes de llegar que el paroxismo totalitario podía, en nombre del socialismo, alcanzar ribetes tan delirantes.
En varias ocasiones, acarreados de museo en museo, los periodistas (incluyendo los propios cubanos, estrechos socios de Kim Il-Sung) no resistíamos ataques irreprimibles de risa, ante explicaciones de los burócratas, que narraban cómo el patriarca absoluto consumaba milagros y, montado en el mítico corcel llamado Chulima, derrotaba a enemigos de la patria y los trabajadores.
Cuando les vinieron a interrumpir su pasión a los sudamericanos entreverados en las sábanas, los funcionarios cumplían órdenes, pequeña y sórdida rutina de un régimen que en su delirio de grandeza hambreó a su población y perpetró la hazaña de la bomba atómica propia.
En ese entonces, hace casi cuatro décadas, el hijo del dictador y heredero del régimen tenía 28 años, pero ya había sido designado sucesor por su padre, que vivió hasta julio de 1994.
Kim Jong-Il nació en la Unión Soviética en 1941, pero la historia oficial alega que nació en humilde cabaña en el bosque coreano, donde su padre se refugiaba, en 1942. Según el régimen, el nacimiento del actual dictador estuvo caracterizado por la aparición de un doble arco iris y una brillante estrella en el cielo. Graduado en la universidad ¡llamada Kim Il-Sung! en 1964, fue oficialmente nombrado sucesor por su padre en 1980.
El “Gran Líder, Camarada Kim Il-Sung” (a su hijo se lo conoce, en cambio, como “Querido Líder”) es pintado por el régimen como alguien que “dio amor sin límites durante toda su vida revolucionaria y su muerte hizo que “el cielo y la tierra lloren y todo el país pierda su luminosidad”, ya que la creación de Corea del Norte “será glorificada para siempre como el más grande logro en la historia de la raza humana”.
Nacido en 1912, Kim Il-Sung, el padre de Kim Jong-Il, creó Corea del Norte en septiembre de 1948. A su muerte ejercía el cargo de “Presidente Eterno”. Hoy, su cumpleaños y la fecha de su muerte son fiestas nacionales en Corea del Norte. Personajes y el país que acaban de ingresar al club nuclear.