La vida humana no es del todo mala, pero a veces se siente así. Las buenas noticias no son noticias: la mayoría de los titulares habla de luchas, fracasos y locura.
Sin embargo, como todos los años, 2013 ha sido testigo tanto de gloria como de calamidad. Cuando llega el momento de los balances anuales, los logros y desaciertos suelen juzgarse como obra de ególatras solitarios o santos más que como resultado de los esfuerzos conjuntos que caracterizan la mayor parte del empeño humano. Para reestablecer el equilibrio entre lo individual y lo colectivo, The Economist decidió, por primera vez, nominar a un “país del año”.
¿Pero cómo elegirlo? Los lectores podrían esperar de nosotros un criterio materialista que apunte a simples estadísticas de performance económica, pero éstas podrían ser engañosas. Centrarnos en el crecimiento del PBI nos llevaría a optar por Sudán del Sur, que probablemente terminará 2013 con una expansión de 30%. Pero esto es más la consecuencia de una caída de 55% el año anterior, causada por el cierre de su único oleoducto como resultado de su divorcio con Sudán, que una razón para el optimismo sobre un estado atribulado. O podríamos elegir una nación que resistió las pruebas económicas y vive para contarlo. Irlanda transitó su rescate y sus recortes con entereza y calma ejemplares; Estonia tiene el nivel más bajo de deuda en la Unión Europea. Pero nos preocupa que este método econométrico confirme las peores caricaturas de nosotros como unos descorazonados inquisidores de números; y no todos los triunfos se manifiestan en la balanza de pagos de un país.
Otro problema es si se debe evaluar a los gobiernos o a los pueblos. En algunos casos, sus méritos son inversamente proporcionales: consideren a Ucrania, con su presidente matón, Viktor Yanukovich, y sus valientes ciudadanos, luchando por la democracia en las calles de Kiev, nueve años después de haber hecho una revolución para mantener fuera del poder a ese mismo hombre. O recuerden Turquía, donde decenas de miles protestaron contra la crepitante autocracia y el islamismo de Recep Tayyp Erdogan, el premier-sultán. Por desgracia, ninguno de estos movimientos resultó aún del todo exitoso.
También entran en juego cuestiones de definición. Un posible candidato, Somalilandia, ha logrado mantener a raya a la piratería y al extremismo islámico, pero la mayoría aún no lo considera una nación sino una provincia rebelde de Somalía. Así como potenciales países, también podríamos premiar a uno que podría desintegrarse pronto: el Reino Unido, al que después de todo no le fue tan mal desde su constitución en 1707 y cuya fractura en 2014 dependerá de qué tan temerarios sean los escoceses como para votar o no la secesión.
And the winner is… Cuando otras publicaciones hacen este tipo de elecciones, pero sobre individuos, generalmente recompensan el impacto y no la virtud. Así aparecen nominaciones a personajes como Vladimir Putin, el ayatolá Khomeini o, en 1938, Adolf Hitler. Adaptando esta lógica de realpolitik, podríamos elegir a la Siria de Bashar al Assad, de la que millones de personas han sido expulsadas a campos de refugiados. Si nos dejáramos llevar por la influencia per cápita de la población, podríamos optar por las islas Senkaku (o Diaoyu), esa zona de rocas estériles en el Mar de China Oriental que amenaza con provocar un enfrentamiento entre Japón y China y llevar a una tercera guerra mundial. Si, en cambio, observáramos los principios hipocráticos del arte de gobernar, elegiríamos a un país donde no se haya registrado excitación social. Kiribati parece haber tenido un año tranquilo.
Pero creemos que los logros que merecen mayor admiración son las reformas pioneras que, más allá de una nación, pueden beneficiar al mundo entero si son imitadas. El matrimonio gay es una de esas políticas transgresoras que han incrementado la suma total de la felicidad humana sin costo financiero. Varios países la implementaron en 2013. Entre ellos, Uruguay, que también aprobó una ley única en el mundo para legalizar y regular la producción, la venta y el consumo de marihuana. Es un cambio evidentemente sensible, que exprime a los delincuentes y permite que las autoridades se concentren en los crímenes más graves, pero ningún otro país lo ha hecho. Si otras naciones siguieran el ejemplo, y si se hiciera lo mismo con otros narcóticos, se reducirían drásticamente los daños que generan esas drogas en todo el planeta.
Mejor aún: el hombre al frente, el presidente José Mujica, es admirablemente humilde. Con una franqueza inusual para un político, se refirió a la nueva ley como un experimento. Mujica vive en un humilde rancho, maneja él mismo hacia el trabajo en un Volkswagen escarabajo y vuela en clase turista. Modesto pero audaz, progresista y amante de la diversión, Uruguay es nuestro país del año. ¡Felicitaciones!
*Artículo publicado en la nueva edición de la revista.