OPINIóN
La presencia de la nieve en las vivencias de personajes literarios

Perfil del aire: el frío

"La memoria es como una novela a la antigua, con un único argumento diacrónico, y el mejor procedimiento que el individuo ensaya para modernizarla, por así decirlo, consiste en desecharla como tal y aprovecharla para una serie de cuentos, con un único personaje central"

Christmas Travelers at Spain's Madrid Barajas Airport
Christmas Travelers at Spain's Madrid Barajas Airport | Bloomberg

Poco se conoce sobre la obra de Juan Benet, no solo en Argentina, sino incluso aquí, en España. Benet fue un notable ingeniero de caminos, autor de puentes y embalses, y de una obra literaria singular, influida por Faulkner y Proust, en la que la memoria ocupa un lugar central («La memoria es como una novela a la antigua, con un único argumento diacrónico, y el mejor procedimiento que el individuo ensaya para modernizarla, por así decirlo, consiste en desecharla como tal y aprovecharla para una serie de cuentos, con un único personaje central.») El crítico Constantino Bértolo ha llegado a decir que Benet ha influido incluso en aquellos escritores que no le han leído. Esta mañana, el suplemento cultural del diario El Mundo de Madrid, publica una encuesta realizada entre editores a los que se les ha pedido una lista con los mejores libros publicados en España en el siglo pasado. Uno de los ocho libros más votados es «Otoño en Madrid hacia 1950» de Juan Benet. Este libro, un pequeño volumen de memorias, evoca su época de estudiante en un tiempo oscuro y difícil. Recuerdo que al leerlo en los años noventa, poco después de llegar a la ciudad y descubrir a su autor, dos cosas me sorprendieron. Una era escuchar, leer, una voz que contrastaba con el relato de mi padre, quien también vivió esos años en Madrid, alternando estudios y trabajo, residiendo en pensiones, y la otra cosa significante es la descripción que hace Benet del frío al cual incorpora como un personaje que gravita en la vida de los demás. Mi padre, recuerdo, decía que aquí el aire invernal no alcanza para apagar una fósforo, pero basta para quitar la vida a una persona.

Hace un par de semanas volví a pensar en el frío pero no aquí sino en Rosario, con treinta y muchos grados de temperatura y una humedad distópica, acompañando la agonía de mi madre. Recordé las mañanas de mi infancia, muy temprano, camino al colegio, llevado de su mano y pisando los charcos de agua escarchados por la helada nocturna. Me dicen que eso ya no sucede. Tal vez sea producto del cambio climático o, como escribe Benet, aquel haya sido el tiempo del frío: «Se ha hablado tanto de los trágicos años del hambre que, con frecuencia, se olvidan los años del frío, muchos más largos que aquellos».

Cuando partí hacia Ezeiza, hace menos de un mes, Madrid estaba cubierto monumentalmente de nieve que, ya en retirada, dejaba placas de hielo con temperaturas bajo cero durante casi todo el día y que bajaban en picada por la noche. En esos días se rompió la calefacción en casa, vieja y saturada por las exigencias de la helada, sin que el temporal permitiera que ningún técnico se acercara a repararla. Durante tres o cuatro días la cocina con sus hornallas y el horno fueron un refugio permanente –Francis Bacon, ya famoso y por supuesto, rico, calentaba su pequeña casa en las antiguas cocheras de South Kensignton con el calor del horno– y la ropa invernal proveyó el calor necesario para poder trabajar en el escritorio mientras, tras los vidrios de las ventanas, caían sin pausa los copos de nieve. El invierno en Rosario, a finales de los años sesenta –veinte años después que el Madrid de Benet–, tenía la luz oscura y helada del barrio. También la mirada prisionera de un chico que imagina la vida en otra parte.

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De regreso en Madrid me causa asombro no ver ningún rastro de nieve ni de hielo. Solo se mantiene la luz débil del febrero austral. También el frío.

Tengo una foto de Robert Frost en la que se lo ve de pie, en un paisaje invernal, rodeado de nieve que se extiende hasta el horizonte, interrumpida por un bosque de pinos. Frost mira a la cámara, sereno, seguro, con una sonrisa imperceptible que fija su lugar en el mundo. Con la mano izquierda sostiene un hacha que descansa en el hombro. Tal vez vaya a cortar leña para el hogar, aunque el bosque, aparentemente, está lejano. Lo más seguro es que sí vaya allí: lo insinúa la mirada. Sabe que hay que cruzar el frío. Lo aprendemos desde niños.

«¡Qué bellos son los bosques, y sombríos!/ Pero tengo promesas que cumplir,/ y andar mucho camino sin dormir,/ y andar mucho camino sin dormir.», Alto en el bosque en una noche de invierno, Robert Frost.