La historia de la literatura está repleta de fantasmas. Quizás también la vida. Son almas des-encarnadas, espectros, espíritus benignos (o malignos) no necesariamente invisibles. Dante se los encuentra en su descenso al Infierno y le imploran que les dé noticias de su patria. Están presentes en al menos cinco obras de Shakespeare: Julio César, Macbeth, Ricardo III, Cymbeline y, por supuesto, Hamlet. El fantasma del rey Hamlet, padre del príncipe de Dinamarca, es tal vez el más consistente de todos los fantasmas shakesperianos, si es que puede aplicarse la consistencia a un espectro. El fantasma de Canterville de Oscar Wilde es el mejor homenaje moderno al mundo de la fantasmagoría. Y, ya en nuestros tiempos, nos asedian con su fúnebre oscuridad los dementores de Harry Potter y los fantasmas en clave de novela policial de la Trilogía de Nueva York de Paul Auster.
Los fantasmas suelen desempeñar funciones intimidatorias pero por la vía de la admonición. Son intimidaciones admonitorias
Los fantasmas suelen desempeñar funciones intimidatorias pero por la vía de la admonición. Son intimidaciones admonitorias. Intimaciones incluso a que cambiemos el curso de los acontecimientos si no queremos que nos espere un destino funesto, si no queremos terminar también nuestras vidas en la condición de espectros.
Estas admoniciones espectrales sugieren que la vida posee unos límites que no debemos ignorar, ni mucho menos vulnerar. Esta vulnerabilidad de los límites hace referencia a la fragilidad de la condición humana, por cuya inobservancia los fantasmas se han constituido a sí mismos en lo que son. Vuelven para recordarnos que no hagamos nosotros lo mismo, que no nos labremos ese aciago destino.
De alguna manera misteriosa, los fantasmas operan como la secreta voz de nuestra conciencia, la que nos dice qué podemos hacer y qué no sin esperar daño alguno al respecto. Por su carácter no imperativo, la voz no anula nuestra libertad de elegir el camino que nos plazca. La voz tan solo sugiere. No reclama, propone. Indica, no ordena.
De alguna manera misteriosa, los fantasmas operan como la secreta voz de nuestra conciencia, la que nos dice qué podemos hacer y qué no sin esperar daño alguno al respecto
Esta voz fantasmal de la conciencia, la de los espíritus del inframundo o del extramundo, se presenta silenciosa en algunas ocasiones y estrepitosa en otras. Quizás depende de cuán reacios estemos para escucharla. Pero habla siempre. Aunque no en todos los ejemplos literarios mencionados, pero sí en algunos de ellos, puede decirse que la voz fantasmagórica es una voz profundamente ética: nos invita al bien, nos previene del mal y sus consecuencias. Por supuesto que la eticidad de esa voz es sutil, no siempre resulta explícita. Susurra, no impera.
Los fantasmas carecen de pleno poderío sobre nuestra existencia, aunque se inmiscuyan en ella, aunque se mezclen con nuestras vidas. Pero más allá, y más aquí de la literatura, sigue habiendo fantasmas: son los fantasmas posmodernos. Si los fantasmas modernos se caracterizaban por ser almas des-encarnadas, los fantasmas posmodernos lo son por tratarse de cuerpos des-almados.
La primacía del economicismo pragmático es el primero de esos fantasmas sin alma. Como todo fantasma, esa primacía es ubicua e intemporal. Y su secreta voz de la conciencia nos invita al consumo desmedido, sin límite alguno. El consumismo es la continuación de la producción por otros medios. Se trata de la convocatoria a la euforia perpetua diagnosticada por Pascual Bruckner hace ya algunos años. Fantasmagóricas y sin alma son las mega redes sociales, ubicuas e intemporales también ellas. Su tendencia a la impersonalidad y al anonimato es profundamente espectral, su colonización del yo, vuelto fantasma él mismo.
Necesitamos almas encarnadas, espíritus en el mundo, libertades en el tiempo. Son la mejor respuesta a la pregunta acerca de quiénes somos realmente.
*Profesor de Ética de la comunicación, Escuela de Posgrados en Comunicación, Universidad Austral.