Extrapolar a William Shakespeare, o a muchos otros autores trágicos, al contexto argentino, es una empresa que siempre conlleva algunos riesgos. Uno muy común es el de terminar convirtiendo la obra en una farsa, o en un grotesco bastante poco sofisticado, dado que Argentina es un país en el que lo trágico, como diría Lamborghini —Leónidas—, se vuelve cómico con mucha facilidad, o en todo caso donde ya ni siquiera es posible distinguir un género del otro: hay grieta incluso en eso, tal vez porque —ya que hablamos de tragedia— nos sobra demasiada hibris.
En esta obra, de todos modos, el riesgo era otro, quizás peor: el costumbrismo. A priori, el dato de que Fernando Ferrer, el director, había decidido situar los personajes de El Rey Lear en un club del barrio de Almagro abría la posibilidad de que el resultado se inscribiese en esa forma aberrante del realismo; sin embargo, después de la primera media hora los temores se disipan: el color local, lo folclórico, digamos, pasa a ocupar la categoría de ruido de fondo y del intríngulis emerge entonces lo sustancial: las pasiones bajas del ser humano.
Aquí nació Shakespeare, hace 450 años
El conflicto principal —recordémoslo para quienes no lo leyeron, o les pesa guglear— gira en torno de un rey de Bretaña que, ya al final de su vida, les pide a sus tres hijas que le digan cuánto lo aman para luego repartir su reino en consecuencia. Pero una de ellas, Cordelia, la más joven, se niega a adularlo de la misma manera que sus hermanas y resuelve desheredarla. Las consecuencias de esa hamartia no tardan en suceder. Ya con las partes del reino en su poder, las hijas mayores pronto revelan su ambición y la única que continúa profesándole un amor sincero es, un poco paradójicamente, aquella que no quiso o no pudo expresarlo: Cordelia.
Algo así —o más o menos así, en realidad— ocurre también en La fiesta del viejo, sólo que Lear es, en este caso, un polaco que tiene algunas propiedades y un club en el barrio de Almagro, donde transcurre toda la obra. A diferencia del bardo inglés, Ferrer respeta las unidades de tiempo y de espacio propias de la tragedia griega, quita algunos conflictos secundarios y decide iniciar la trama a partir de la fiesta del cumpleaños del viejo, cosa que parece bastante acertada, dado que Argentina es así, un país ciclotímico: a lo trágico se llega siempre desde la euforia o el jolgorio, sin demasiada transición.
El día que Shakespeare leyó Cervantes
Pero tal vez el mayor acierto del director es la elección de los actores, y sobre todo de Abian Vainstein, que hace las veces de Lear. Su despliegue físico es admirable. El alzheimer que padece el personaje —y que en Shakespeare era locura— le plantea un desafío que resuelve con virtuosismo: pasar de la exaltación a la tristeza, de la tristeza a la euforia, de la euforia a la angustia, de la angustia al rapto de violencia, en apenas instantes, y sin lesionar en un ápice el verosímil a pesar de la intensidad, el exceso de pathos con que transita cada una de esas emociones.
De esta manera, Vainstein compone un Lear que juega a ser rey y cuyos rasgos aparecen exaltados, tal vez porque el poder en estas latitudes suele operar a partir de la exaltación, y por cierto también suele ostentar algunos atributos similares al de este personaje: ¿o no son, quienes lo ejercen, un poco desmemoriados, intensos, cambiantes, caprichosos, y más aún cuando se trata de heredar, por ejemplo, un caudal de votos? ¿No juegan muchos, en algún momento, a ser reyes? ¿No se vuelven sabios y tienen las epifanías correctas una vez que lo han perdido todo y que han cometido todos los errores que se pueden cometer?
En fin. A quienes les interese, La fiesta del viejo seguirá unos pocos meses más en el teatro Metropolitan Sura, los martes. Luego, y por segunda vez, saldrá de gira por algunas provincias de España.
Gonzalo Santos
@gonzalosantos84