OPINIóN
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El futuro de la democracia

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Danilo Martuccelli está en lo correcto cuando afirma que la sociedad contemporánea no está formada por individuos aislados y desmovilizados. Al contrario, en la “sociedad de la información” las personas se ven constantemente implicadas en su emotividad por un mar de noticias, desde hechos más o menos cercanos a denuncias sobre tragedias en los más diversos rincones del mundo. Así, la experiencia contemporánea de los individuos es de una conciencia aguda de nuestros lazos con la sociedad, al mismo tiempo que los desafíos que se nos presentan a diario son vividos como dramas subjetivos singulares, de los cuales somos los únicos responsables. A pesar de que la inserción continua en los avatares globales supone la existencia de ciudadanos mejor informados, esto también los deja más confundidos y angustiados acerca de sus destinos colectivos. La sobrecarga de información es paralizante, produce malestar, inseguridad y la sensación –no completamente falsa– de que nadie está en control. La enorme cantidad de información que circula en las redes produce la sensación de que vivimos en un universo cada vez más transparente, lo que en parte es verdadero, sin embargo, presenta su lado opaco, el de nuevas informaciones que nos llegan después de haber sido digeridas y devueltas por algoritmos, que las archivan y las organizan con criterios que no fueron definidos por nosotros, sin olvidarse de la producción y la divulgación profesional de fake news. La comunicación virtual fusiona la cultura oral y la cultura escrita, y en el camino se pierden la calidad y la riqueza de cada una de ellas. La discordancia entre el tiempo que necesitamos para elaborar nuestras emociones y nuestros pensamientos y la velocidad de los mensajes que demandan una respuesta inmediata limita la capacidad de actuar de manera reflexiva y responsable. El argumento elaborado difícilmente cabe en un tuit o en un zap (mensaje por WhatsApp). En la comunicación electrónica prevalece la reacción instantánea, sin sensibilidad frente a los sentimientos producidos por el mensaje, pues no consideramos el sufrimiento que eventualmente provocamos en el otro, diferente de la interlocución cara a cara (…).

En lugar de posturas irrestrictamente conservadoras o progresistas, los cuestionamientos que debemos hacernos son: ¿qué debe modificarse y qué mantenerse? ¿Cómo mantener aceptando modificaciones, y cómo modificar sin destruir lo que merece mantenerse? No se trata, entonces, de celebrar de forma acrítica cualquier novedad, o apoyar cambios sin perder la capacidad de evaluación y análisis. Por el contrario, los cambios deben ser encarados como un espacio abierto para un amplio debate público; y para ello se requiere encontrar soluciones inéditas. En palabras del poeta francés René Char, “Notre héritage n’est précédé d’aucun testament”, cada generación debe decidir qué hacer con el mundo que recibió. A pesar de sus limitaciones, mientras no aparezcan nuevas formas de organización política que aseguren los mismos derechos fundamentales, la democracia liberal capitalista constituye la única apuesta responsable para aquellos que valoran la libertad. Esa afirmación no significa que el futuro de la democracia capitalista está garantizado. De ser incapaz de procesar las nuevas formas de desigualdad, la concentración del poder económico y el impacto de los cambios tecnológicos –en la sociabilidad cotidiana, en la estructura del mercado laboral, en los sistemas de vigilancia, en los bancos de datos que permiten la manipulación y el control de las personas, o en el potencial de terapias genéticas extremadamente costosas que pueden conducir a una fractura definitiva de la especie humana–, el divorcio entre capitalismo y democracia sería inevitable, y sus efectos catastróficos.

*Fragmentos del libro En qué mundo vivimos, editado por Cadal y Plataforma Democrática Fundação FHC Centro Edelstein.

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