“A decir verdad, algunos de los cerebros más brillantes y de las mentes más agudas pertenecen a delincuentes profesionales. [...] Tan bien organizada está la maquinaria de la ley y la protección policial en nuestra civilización moderna que uno de los primeros requisitos para alcanzar el éxito como delincuente profesional es ser inteligente”.
Harry Houdini, en “Cómo hacer bien el mal”, 1906.
1. La Corte Suprema como motor de regresiones políticas y sociales.
El fallo “Bush vs. Gore” (2000) hizo evidente el cambio de las reglas del juego en lo que seguimos llamando democracia. En esa decisión, la Corte Suprema de los Estados Unidos resuelve expeditamente una elección presidencial y termina eligiendo al nuevo Presidente en medio del recuento de votos en el Estado de Florida. Esa decisión inauguró el milenio con un protagonismo judicial que anunciaba la mutación del Estado democrático de Derecho hacia otro tipo de régimen que diseña una soberanía corporativa sobre una comunidad de negocios que se autopercibe como comunidad política pero hace política sólo en el tiempo libre que le deja hacer negocios. Con fallos emblemáticos como “Citizens United” (2010), la Corte Suprema de Estados Unidos profundizó su rol extraordinario al comenzar a edificar un nuevo Estado híbrido entre las corporaciones y una clase política que habita espacios de poder alquilados, vive en una teatralidad vacía y en la mera distracción mientras está encerrada entre su propia fragmentación, polarización y guerras autodestructivas.
Lo que sucede con la Corte de Estados Unidos tiene mucha importancia porque es la Corte más antigua y habitual modelo histórico. Sus decisiones suelen ser replicadas por las Cortes Supremas Comparadas en sus aciertos y errores, hasta en sus populismos judiciales con casos resonantes que nunca terminan de ejecutarse y en las decisiones invisibles que benefician a sus nuevos socios. En especial, sus decisiones pueden profundizar la crisis política de EEUU o colaborar a una estabilización de procesos culturales que son globales pero donde EEUU y sus corporaciones tienen un rol destacado. Un ejemplo claro fueron las decisiones de la Corte en el día de ayer sobre conflictos electorales con las legislaturas estaduales (Moore vs. Harper) o hace un mes sobre Google y Twitter en “Gonzalez vs. Google” y en “Twitter vs. Taamenh” analizando la responsabilidad de las plataformas por el contenido que se publica en ellas (Sección 230 de la ley sobre la decencia en la comunicación) en ese espacio privado que vemos como público llamado internet, la esfera pública digital.
En estos días, la Corte Suprema de Estados Unidos se encuentra en medio de tormentas de sospechas de corrupción, conflictos éticos y críticas públicas. La razón principal de esa tormenta son los conflictos de interés de varios de sus miembros entre los que resaltan, por un lado, Clarence Thomas y su relación pública con el billonario Harlan Crow y, por otro lado, Samuel Alito y sus viajes con Paul Singer producto de la investigación de ProPública. Estos encuentros, que desnudan la hipocresía habitual sobre la independencia judicial, son similares a los que ya mencionamos en esta nota sobre el Juez Scalia y Dick Cheney. Dicho esto, cabe recordar que ningún juez de la Corte Suprema fue removido por juicio político en casi doscientos cuarenta años. El único juicio político iniciado a un Juez Supremo de EEUU fue al Juez Samuel Chase en 1801-1805 y el Senado no llegó a los votos necesarios para su remoción (se alcanzó sólo 18 de los 23 votos necesarios). La virtual paridad actual en el Congreso de EEUU hace pensar que ese status quo se mantendrá.
El populismo judicial de la Corte y de funcionarios judiciales en Estados Unidos no es nuevo ni excepcional. Fiscales y jueces elegidos por el voto lo ejercen a diario. El populismo judicial y el populismo penal o la demagogia punitiva suelen ir de la mano. Es más, se suele olvidar que el partido populista existió en EEUU, tuvo políticos muy conocidos y algún memorable Gobernador. Más allá de ese pasado populista, decisiones formales como las tomadas sobre Guantánamo en 2008 (“Boumediene vs. Bush”), después de una notable pasividad en tratar habeas corpus y debido proceso, fue un claro mensaje populista y estratégico hacia el nuevo gobierno que asomaba. Próximo en el tiempo se pueden ver las dos decisiones contradictorias -al permitir y rechazar su uso- sobre vacunas y máscaras, en “NFIB vs. OSHA” y “Biden vs. Missouri” (ambas del 13 de Enero 2022) que permitieron ser interpretadas en audiencias radicalizadas de formas diferentes.
La Corte Suprema ya generó una pequeña contrarrevolución conservadora -que estuvo germinando subterráneamente durante años- con el fallo “Dobbs vs. Jackson” (Junio de 2022) que modificó el precedente “Roe vs. Wade” (1973) hace un año. En ese caso el populismo judicial se asocia a las usinas de un movimiento que tiene cinco décadas de trabajo político. Los análisis sobre ese proceso son incompletos y parciales porque las responsabilidades son múltiples y por cómo se procesan socialmente las regresiones legales. El caso ya había sido usado para polarizar la política nacional, retocado en varios casos anteriores de la propia Corte y limitado a través de decisiones judiciales y legislativas estaduales. La decisión de modificar el precedente de “Roe vs. Wade” es quizás una de las más polarizantes y fuertes decisiones históricas de cualquier Corte Suprema. Los movimientos conservadores usaron a “Roe vs. Wade” como estandarte para crecer con una efectividad increíble y hacer un plan de largo plazo mientras muchos “progresistas” defendieron a una Corte Suprema como autoridad epistémica cuando ni siquiera estaba comprometida ni convencida con esa decisión divisiva.
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Las políticas identitarias y alianzas de ciertas élites de activistas con la Corte terminaron dañando en el mediano plazo los derechos de los grupos que decían representar y permitiendo su empobrecimiento legal y sobre todo material. Dos pasos para adelante y dos pasos para atrás. Una historia recurrente. Todo activismo judicial termina fortaleciendo a las Cortes, después de un momento inicial de ese populismo judicial, y debilitando a los actores (movimiento por los derechos civiles, mujeres, ddhh, etc) que la Corte usa para legitimarse y después autonomizarse. Así puede ejecutar un plan diferente más afín a su diseño institucional original o a ambiciones personales de sus gestores dominantes hacia dentro.
En un marco de enfrentamiento directo con la administración Biden, la Corte Suprema profundizará ese protagonismo social y político con sus decisiones sobre acciones afirmativas en las Universidades de North Carolina Chapell Hill, la universidad pública más antigua (1795) y Harvard, la universidad privada más antigua (1636). Con su nueva decisión lo que hará la Corte es amplificar una narrativa cultural ya presente en la sociedad estadounidense y una tensión histórica nacida en un decreto presidencial de John Fitzgerald Kennedy de 1961. Al mismo tiempo que patea un avispero de intensidad en uno de los temas más importantes pero también más complejos del debate histórico y cultural como las acciones afirmativas. En un país donde las heridas de la esclavitud, la masacre de pueblos originarios, la segregación racial o de clase, los campos de concentración para la población japonesa en la segunda guerra mundial, la desigualdad de género recurrente, la guerra de Vietnam y varias olas inmigratorias de países limítrofes hacen que la igualdad, diversidad e inclusión sean desafíos superlativos y fuente de inspiración para las campañas electorales.
Al decidir sobre las acciones afirmativas y deudas por educación en el sistema universitario -entre otros casos-, la Corte una vez más se introduce en el centro de los debate de las guerras culturales de Estados Unidos, después de decidir modificar el precedente Roe vs. Wade. Así la Corte evidentemente reclama el epicentro de la escena otra vez, llama la atención y empuja un efecto dominó. La polarización aumentará radicalmente porque es una intervención directa y en un debate que cruza los últimos cincuenta años de la sociedad estadounidense en una economía en restricción con problemas sociales en aumento. Eso le dará argumentos “públicos” selectivos para un sector partidario que históricamente se opuso a las acciones afirmativas para impulsar reformas en el sistema educativo en particular y en los accesos a otros espacios públicos y privados en general.
La Corte puede decidir combinar una crítica razonada a las acciones afirmativas pero bajo una decisión técnica y fundamentada se puede ocultar una forma de populismo para reforzar una narrativa divisiva vinculada a un espacio político que se siente poco representado en el sistema universitario y reclama influencia. Puede utilizar un análisis que demuestre cómo perjudica a estudiantes de ciertos sectores sociales y orígenes, por ejemplo, dentro de la comunidad de japoneses americanas/os o coreanos americanas/os, pero para potenciar una narrativa de crítica pública que termine fortaleciendo las desigualdades que justamente mecanismos como la acción afirmativa -quizás de forma imperfecta- intenta morigerar.
Todo populismo judicial es conservador aunque sea impulsado por actores de derecha o izquierda; en general son elementos que quieren realizar una alianza interesada con la Corte en el que intercambian decisiones por validación pública. Todo ciclo de expansión de derechos que la Corte impulse fortalece a la Corte y no a los derechos o actores sociales que impulsan esos cambios a veces escribiendo las mismas decisiones que la Corte firma para hacer alianzas de legitimación pública. Todo activismo judicial -aunque bienintencionado- termina siendo una forma de populismo judicial en el largo plazo.
Todo ciclo populista fortalece a la Corte y hace mucho más poderoso a los actores corporativos que usan a la Corte como espacio de construcción de poder. Lo que sucede con estos últimos actores corporativos no sucede con actores sociales, grupos de derechos, colectivos o con el mismo sistema político democrático. O sea, la Corte se beneficia de una legitimación de los actores de derechos humanos al decidir en sintonía de sus reclamos pero al fortalecerse debilita al movimiento de derechos humanos, le quita energía y capacidad crítica, lo neutraliza como su socio. En contraste, cuando la Corte construye alianzas con poderes corporativos, lo que hace es fortalecerse frente a la sociedad y al sistema político, toma distancia, amplía su base de legitimidad política y pública, se desacopla del sistema político que la designó y puede terminar trabajando a tiempo completo para actores fuera del sistema institucional, puede funcionar autónomamente con una alianza corporativa, para-estatal y para-constitucional y salir fortalecida frente un sistema político fragilizado, ya en retirada, privatizando y delegando su actividad cada día más al sector privado. Una nueva estatalidad híbrida, un caparazón público con energía, músculo y sistema nervioso corporativo.
La regresión más fuerte es que los políticos, cada vez más desorientados y sin imaginación, hayan empezado a delegar sus discusiones a un espacio más propio para la resolución de los conflictos privados. La judicialización de la política impone su forma de vida y su lenguaje. Pensar la política a través de la Corte profundizó la privatización del Estado y la destrucción del Estado de Derecho con decisiones que construyen privilegios corporativos generando excepciones al respeto de la ley. En última instancia, la Corte Suprema y el poder judicial a veces parecen funcionar como una puerta para fragmentar a la Constitución en espacios de privilegio donde se consiguen excepciones -a un módico precio- para evitar cumplirla y no respetar la igualdad ante la ley.
2. Pensar la igualdad desde el poder judicial profundizará la desigualdad.
Las acciones afirmativas originalmente fueron un remedio administrativo a una situación de desigualdad social estructural. Sin duda ayudaron a aumentar la diversidad de los espacios universitarios, laborales, estatales, en los partidos políticos y hasta empresariales. En Estados Unidos y en el mundo. Hay acciones afirmativas con fundamento y otras que tuvieron un efecto contrario al deseado, quizás generando nuevas desigualdades difíciles de fundamentar en criterios de justicia. Siempre tuvieron límites, problemas y una sensación de respuesta incompleta. Fueron vistas desde su inicio como una solución temporal, una exploración, un experimento. Sandra Day O’Connor lo puso en forma clara en “Grutter vs. Bollinger” (2003) “Nosotros esperamos que en 25 años, el uso de categorías raciales diferenciales no será necesario para incentivar la diversidad en los cuerpos de estudiantes como los aprobados hoy”.
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La desigualdad, pobreza y segregación de las comunidades por factores de género, clase, raza, pertenencia federal, rural/urbano, entre otros, se están profundizando y su razón principal se debe a factores económicos que ocultan una lucha de clase con ruidosas guerras identitarias. El problema no es la identidad por sí misma, es la segmentación llevada a una profundidad nunca vista. La atomización trae mayor complejidad situada y aumentada a la idea de desigualdad y justicia.
En Argentina las acciones afirmativas fueron incorporadas en la Constitución Nacional por la reforma de 1994 en el artículo 75 inciso 23 como “acciones directas” y en lo referente a la paridad de género y minorías en los artículos 37 y 38 respectivamente. Más allá de eso, seguramente haya ondas expansivas de los debates culturales de EEUU en Europa, Canadá, toda Latinoamérica y especialmente en Brasil y Argentina donde las políticas de cupos son prácticas habituales.
La restricción económica en un mundo con límites al crecimiento harán que las desigualdades aumenten. En ese contexto es mejor distraer a los que se empobrecen. Las guerras culturales parecen ser parte de ese dispositivo de confusión, de relocalización del conflicto político sustantivo en el otro cercano, en la comunidad más cercana. Fue Houdini quien tuvo un talento extraordinario para desarmar el engaño y entretener al mismo tiempo. La Corte Suprema de Estados Unidos no hará un gran aporte sino que quizás empeore el debate público sobre diversidad y desigualdades en los Estados Unidos y en el mundo. Está llamando la atención para otro proceso lateral que en su acción nos oculta, lo retira de la escena. La distracción es parte de la tarea de una Corte Suprema cuando quiere gobernar desplazando el centro de la atención. En ese momento hace de su jurisprudencia un acto de magia, un acto de espectacular ocultación, con la prudencia del derecho lo que hace es invisibilizar algo en el centro de la escena mientras todos creen ver lo que sucede. No se puede hacer más lento repetía otra leyenda suprema.
Más allá de la noble aspiración de construir un mundo menos desigualdad día a día estamos cada vez más separados. Categorías, burbujas, cámara de ecos y hasta espacios reales y digitales están segmentados. La igualdad es un ideal cada vez más lejano, inasible. Los servicios de salud, educación y cultura están segregados por clase y poder adquisitivo. Los servicios que usamos en las plataformas tienen diferentes accesos de acuerdo a que sean gratis o que se pague. En este último escenario, se puede adquirir “mejores derechos” en formas de accesos diferenciados, que dan privilegios a sus usuarios que pagan y luego a los que paguen accesos más caros o VIP.
Nos pretendemos iguales pero nos sabemos cada vez más segregados. Esa economía de los derechos, tanto en la vida real como en las plataformas, estratifica la nueva sociedad que construye en su práctica. Un fallo de la Corte Suprema de Estados Unidos puede anunciar una regresión todavía mayor, puede empeorar mucho el debate público hoy con un populismo judicial que lucha contra “las injusticias” de la acción afirmativa mientras las reproduce y las profundiza, pero la tarea política de pensar las desigualdades complejas en una sociedad fragmentada sigue pendiente para todas/os las/os que reconozcan que somos iguales pero estamos cada vez más segregados.
Lucas Arrimada es Profesor de Derecho Constitucional y Estudios Críticos del Derecho.