OPINIóN
Análisis

Las leyes no deben tener nombres propios: razones para no fragmentar la ley

Ponerle nombres propios a las leyes es un acto demagógico inútil que no evita que con el tiempo queden en letra muerta y que no se cumplan.

Guillermo Kuitca Congreso, dos cámaras
Guillermo Kuitca - Congreso, dos cámaras (2002). | Cedoc

“La función de la legislación podría ser resumida en cuatro encabezados: Proveer condiciones mínimas de subsistencia, producir abundancia, favorecer la igualdad y mantener la seguridad” - Jeremy Bentham “Teoría de la Legislación”, 1802.

1) La atomización del lenguaje de la ley para grupos identitarios impide construir respuestas para todos

Las leyes deben ser claras, deben estar bien redactadas, deben hacerse cumplir. Deben ser profundamente debatidas, votadas luego de un consenso transversal, un acuerdo de diferentes fuerzas políticas que gobiernan en las diversas provincias de un país extenso y federal como Argentina. Se deben pensar los mecanismos de ejecución y control institucional posterior que eviten ser olvidadas e incumplidas. No se pueden solucionar problemas reales de la sociedad con pensamiento mágico.

Las leyes no deben llevar nombres propios. Las leyes como toda institución siempre deben ser impersonales, no tienen identidades ni pertenecen a grupo alguno. Son producto de la voluntad popular representada para la defensa del interés común. El interés general puede referirse circunstancialmente a los/as jubilados, mujeres, niños y niñas, el medio ambiente o algún grupo específico pero el interés sigue siendo general. No es una cuestión tribal o identitaria, de un sector segregado. Las leyes no son para un grupo, son para la Nación, para la sociedad en su conjunto interesada en proteger intereses colectivos o de un grupo (por ejemplo, discapacitados) con razones públicas, que todos entendemos y se pueden justificar en la propia Constitución (Art. 75 inciso 23). Justamente por eso son leyes.

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Cada vez aparece con más frecuencia la promesa de soluciones que, en realidad, ya están reguladas en la legislación nacional y/o provincial. Y esto se hace como respuesta a una situación generada por falta de respuestas institucionales, mala coordinación, cuestiones de presupuestos y dudosos criterios judiciales; muy pocas veces por una falta de legislación sino por ausencia o deficiencias en las políticas públicas o las respuestas institucionales. Se prometen resultados que sin embargo no llegarán poniendo un “nombre propio” a una ley. Tampoco se solucionarán con una ley.

Las leyes deben tener un título que las identifique bien, sin adjetivos y hasta es problemático cuando se la hace conocida por su principal autor o impulsor. El Poder Legislativo es el autor de la Ley. Lo dice su nombre.

Hacer homenajes a través de esos nombres puede terminar siendo pura demagogia que quedará en la nada justo en tiempos donde necesitamos soluciones reales a problemas urgentes. Las leyes pueden hacer que la respuesta a un problema, una situación de necesidad o un malestar social mejore, se contenga o empeore hasta explotar haciendo más daño. Por eso es importantísimo legislar seria y responsablemente, diagramar una política pública realista con impacto concreto en su ejecución.

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Todas las leyes sancionadas a las apuradas —después de hechos dramáticos como hechos de inseguridad reales o pánicos morales artificiales producto de campañas que solo sirven para demonizar colectivos que necesitan amparo y protección, como en el caso de las dirigidas a usuarios de estupefacientes o trabajadora/es sexuales— que han hecho un daño enorme a personas de carne y hueso, han reforzado el poder del narcotráfico, los gestores de la trata de personas, de la explotación sexual y han sido claramente contraproducentes.

Lamentablemente los niveles de madurez de la clase política están en baja y su insensibilidad es cada día más manifiesta. Pareciera que no pueden más que reaccionar con actos desesperados que buscan aprobación, aunque sea efímera, para sus campañas en redes sociales. La demagogia no es privativa de ningún sector político y demuestra la falta de compromiso para pensar políticas de largo plazo sin dar golpes bajos, sin aprovecharse del dolor ajeno o alimentar la crueldad social que anuncia nuevas violaciones de derechos humanos poselectorales. Se decide reaccionar con soluciones cosméticas a problemas reales que no necesitan ser maquillados.

2. Todos sabemos que nos esperan años difíciles y justamente por eso no hay lugar para las respuestas simples y viscerales a problemas complejos.

Todo está mal pero puede empeorar mucho más. Necesitamos respuestas y soluciones, no ilusiones. Las políticas públicas no deben estar atadas ni vinculadas a un episodio ni a una situación sino resolver una problemática estructural de forma razonable, consistente y sólida.

Es más importante que las leyes estén bien redactadas en un lenguaje claro para la ciudadanía y sus operadores, quienes las aplican. También es importante recordar que las leyes “con nombres” pueden ser vetadas parcial o totalmente, pueden ser reglamentadas de forma que neutralizan sus objetivos, pueden ser reglamentadas sin asignarle presupuesto necesario para llevar adelante la política, pueden sufrir un ajuste en su partida en el presupuesto anual. Sus partidas se pueden reasignar y sus recursos sub-ejecutarse en ciertas administraciones nacionales, provinciales y municipales.

El nombre de la ley no asegura que la política pública sea exitosa ni siquiera que la ley se ejecute, tampoco que exista la política pública basada en la Constitución y derechos humanos. El poder legislativo dicta la ley, el poder ejecutivo puede no cumplirla, omitir reglamentarla y ejecutarla, y el poder judicial puede ignorarla, declararla inconstitucional y dormir una causa que solicite que esa Ley en estado zombie, medio viva, medio muerta, salga de ese estado para hacerse realidad.

Juegos autodestructivos

Solucionar problemas estructurales de la sociedad con estrategias electorales y actos demagógicos a nivel simbólico —como ponerle “nombres propios” a las leyes—o a nivel material —como aumentar la persecución a los usuarios de drogas como la marihuana— no solo se han demostrado ineficaces sino totalmente nocivo. Han hecho mucho daño que era evitable.

¿Qué sucede si las leyes son mal redactadas, pésimamente ejecutadas y abiertamente inconstitucionales, pero tienen el nombre de una víctima con la que todos empatizamos como seres humanos? Los nombres y sus historias pueden distorsionar todo y perdemos la posibilidad de construir un nosotros como comunidad, una voluntad popular impersonal pero común a todas y todos. Y esto es así por la misma razón que la Constitución Nacional y sus leyes complementarias no le pertenecen a un partido político, un grupo social o religión.

Las leyes no deben ser promesas para grupos fragmentados y polarizados. La clase política en tiempos de fragmentación parece pensar que pueden hacer promesas a grupos identitarios solo para que los vote; pero esto profundiza la debilidad del Estado porque las leyes se piensan en el vacío de las burbujas publicitarias de asesores y en contra de la Constitución, con resultados empíricamente comprobados como muy perjudiciales.

Si se quiere homenajear a nuestras víctimas y a sus familiares es necesario volver a crear los lazos sociales que nos permitan construir y fortalecer instituciones, proveer presupuestos y profesionales que puedan trabajar en el largo plazo sobre los problemas sociales de forma seria, sólida y adulta. Hace falta actuar responsablemente, hacer diagnósticos profundos y prestar atención con rigor obstinado. Lo que se propone es un populismo que hace daño, un error evitable, una manipulación en un momento trágico. Se necesita compromiso institucional, hechos, instituciones con presupuesto, no palabras, y mucho menos ponerle “nombres” a las leyes.

 

Lucas Arrimada da clases de Derecho Constitucional y Estudios Críticos del Derecho en UBA.