Vale la paradoja. La intermitencia y la discontinuidad se han convertido en constantes en nuestras vidas. Notificaciones, mensajes, alertas, actualizaciones, señales que emergen e invaden nuestra cotidianidad; tanto que por momentos se vuelve difícil discernir lo verdadero de lo falso, lo relevante de lo irrelevante. Así, tensionados e inmersos en una arena de lucha por nuestra atención, tironeados entre conexiones y absortos en una lógica del rendimiento que nos mueve a ir siempre más allá, habitamos una creciente cultura de la interrupción. Tendencia que comporta una fragmentación progresiva, un estado en el que mantener el foco y hasta pensar con claridad se tornan empresas arduas.
Manifestaciones dominantes como la atomización de la información y la sobrecarga de contenido se combinan con una exigencia de participación que, al verse exacerbada, deviene en tiranía del usuario. A cada paso, estamos evaluando y siendo evaluados por comentarios glamorosos o lapidarios que se cuelgan de otro fenómeno actual: la viralidad. Porque viral es aquello que puede comentarse, evaluarse y compartirse masivamente, como lo afirma el ensayista español Jorge Carrión, quien se cuestiona si la viralidad es la categoría que mejor define los mecanismos culturales contemporáneos. Lo cierto es que viralidad, participación, interrupción y dispersión son dimensiones claves para narrar el mundo en que vivimos. Y quizá nos sirvan para mapear esa transformación cultural que operó primero y que se expresa en las tecnologías desplegadas en este período histórico.
Enseñar y aprender con el Chatgpt
De a ratos, incluso, nos descubrimos asaltados por un tipo de ansiedad muy particular: el FOMO, fear of missing out o miedo de perdernos algo. Cada cosa que pasa es objeto de nuestra curiosidad y ningún evento especial debe acontecer sin nuestra presencia, de ahí que padecemos la urgencia de sumarnos. Según el filósofo Daniel Innerarity, subyace una estructura relacional que facilita una convivencia en la pluralidad, así como una instantaneidad interactiva que nos conduce a la saturación y el desborde. En todos los casos, parámetros culturales como los enunciados pueden socavar nuestra capacidad de concentración y discernimiento, y afectar nuestra disposición para fundar y sostener relaciones genuinas. Porque aquello que implica algún nivel de profundización parece generar una fuerte resistencia.
Llegados a este punto, nos preguntamos si existe hoy algún ámbito para la práctica reflexiva que contrarreste la dispersión vivenciada día tras día. Tal vez la respuesta venga dada por la posibilidad de emprender algunas pausas íntimas que, como modos propios de desconexión, nos ayuden a aliviar tensiones y a consolidar nuevos equilibrios. El desarrollo de habilidades de atención plena y de estrategias para la gestión del tiempo, junto a la búsqueda de espacios de serenidad y quietud, pueden ser vías para restablecer un orden saludable y restaurar nuestra facultad introspectiva.
Como sabemos, solo conectando con nosotros mismos podremos cultivar una resiliencia activadora de recursos que prevengan y reviertan situaciones de estrés y quebrantamiento, tan frecuentes hoy. Porque, en definitiva, solo podremos encontrar unidad y continuidad en un autoconocimiento que abra lugar a una autorregulación frente a los múltiples –y contradictorios– estímulos que se nos presentan.
Experimentar el modo pausa, para ensamblar los fragmentos de una realidad tumultuosa e integrarlos en una única e inédita experiencia personal es el desafío de la época. Solo la toma de conciencia de esta necesidad puede traccionar la diferencia.
*Docente e investigadora, directora de estudios del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral.