OPINIóN
Educación en crisis

La escuela como proyecto

¿La escuela representa un vector para propagar el virus? Esa pregunta tiene que ser respondida por infectólogos y sanitaristas. Al resto nos cabe constatar otra verdad: objeto de disputa política, prenda de una guerra de facciones, la escuela no es una prioridad en la agenda de nuestros gobernantes.

La vuelta a clases, bajo el Ojo de Perfil.
La vuelta a clases, bajo el Ojo de Perfil. | Juan Obregón

En estos días, la escuela se ha instalado en el centro del debate político. Priman, sin embargo, imágenes muy simplificadas de lo que fue y lo que puede hacer esta institución. La escuela es frágil y, si la dañamos aún más, no será sencillo reconstruirla. Para ver este problema conviene recordar que darle legitimidad al proyecto educativo argentino fue una tarea compleja, que no se alcanzó de la noche a la mañana. Esta lección es importante para entender qué es aquello que hoy está en riesgo.

En 1884 se sancionó una ley que disponía la obligatoriedad escolar para todo niño de 6 a 14 años. La normativa se sostenía en la convicción de que la escuela permitiría el progreso de la nación y la integración de su población. Sin embargo, para que este proyecto encarnara fue necesario convencer a las familias de que la escuela constituía la promesa de una vida mejor, individual y colectivamente. No fue sencillo. Por largas décadas, maestros y autoridades escolares se quejaron de que los padres no mandaban a sus hijos a la escuela, o los enviaban por poco tiempo. ¿El principal motivo? La jornada escolar interfería con la organización económica de las familias. Los niños debían ayudar a sus padres en sus actividades económicas y las niñas en el hogar.

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Para arraigar la escuela en la sociedad argentina los distintos actores del sistema educativo invirtieron esfuerzo y recursos. Muchos maestros salieron casa por casa en busca de sus alumnos. Los docentes actuaron animados por una convicción y un mandato: la escuela ofrecía a esos niños un porvenir más luminoso; el estado les había entregado la misión de propagar ese mensaje. La prédica de los maestros fue además acompañada por una activa política estatal que legitimaba esa militancia. En las primeras décadas del siglo XX se construyeron, a ritmo sostenido, escuelas primarias y escuelas para maestros y maestras a lo largo de todo el territorio nacional.

En 1938 el Consejo Nacional de Educación publicó una obra conmemorativa del cincuentenario de la ley de educación común donde realizaba un balance de lo realizado en materia educativa hasta entonces. Primaba el tono celebratorio, que indicaba que gran parte de la tarea se había cumplido. La evidencia más tangible: la reducción del analfabetismo, que había pasado del 77% en 1914 al 35% en 1914. Las cifras revelaban la continuidad y la coherencia de una política y de un mensaje que otorgaba a la escuela un lugar central en la formación del ciudadano y en el proyecto nacional.

 

Para arraigar la escuela en la sociedad argentina los distintos actores del sistema educativo invirtieron esfuerzo y recursos. Muchos maestros salieron casa por casa en busca de sus alumnos.

 

Hace ya muchos años que esas convicciones y militancias han perdido vigor. Los expertos se refieren a la deserción como la nueva tragedia educativa. Hoy, en abril 2021, estamos en medio de una pandemia despiadada. Claramente no es momento para asumir posiciones dogmáticas, ni mezquindades. ¿La escuela representa un vector para propagar el virus? Esa pregunta tiene que ser respondida por infectólogos y sanitaristas. Al resto nos cabe constatar otra verdad: objeto de disputa política, prenda de una guerra de facciones, la escuela no es una prioridad en la agenda de nuestros gobernantes.

De “la escuela es lo último que se cierra” a que en pocas horas esta institución haya pasado a constituir el principal recurso para detener la pandemia revela con que ligereza nuestros grupos dirigentes asumen el compromiso de educar a los más desprotegidos. La virtualidad no sustituye la escuela por muchas razones, pero sobre todo porque es una quimera en un país con la desigualdad que nos rodea. Las dicotomías escuela o economía y escuela o vida borran cualquier matiz y nos dejan sin margen de acción. En la Argentina hay alrededor de 8 millones de niños pobres para quien la escuela constituye quizás la única esperanza de una vida mejor. Tras un año con las puertas cerradas, haber incorporado a la escuela entre las variables de ajuste para detener la pandemia es moralmente inaceptable. Y sentar en el banquillo de los acusados a las familias que salen en su defensa es mezquino e irresponsable.

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Pero lo más preocupante es que la institución escolar se ha convertido en un botín político, objeto de guerras partidarias y consignas miserables, que socavarán aún más su presencia y legitimidad. El más de un millón y medio de estudiantes que desertaron en el último año del sistema escolar lo atestiguan. ¿Dónde está la salida? En el corto plazo, el estado debe garantizar que la interrupción de la presencialidad no se extienda más allá de los 15 días anunciados. En el largo plazo se necesita un plan de acciones para revertir la deserción escolar. La historia enseña que esta tarea no es sencilla, y que requiere inversión y esfuerzos mancomunados. Los ejemplos del pasado no deben servir solo para la añoranza sino también para imaginar de qué modo reconstruir el consenso alrededor de ese objeto que, en un país como el nuestro, tantas esperanzas despertó. La gran lección: los éxitos de la escuela fueron el fruto de voluntades convergentes. La escuela solo alcanza logros cuando el estado trabaja codo a codo con las familias y los docentes.


 

* Flavia Fiorucci. Historiadora. Investigadora Independiente del Conicet. Miembro del Centro de Historia Intelectual de la UNQ.