OPINIóN
Columna de la USAL

Guerra en Ucrania: ¿aprendizaje o abismo global?

Esta guerra no se trata solo de tanques, soldados y precios de gas, sino de procesos decisorios que pueden llevarnos a nuestra extinción.

Mariúpol, Ucrania.
Mariúpol, Ucrania tras los ataques rusos. | AFP

Desde años atrás, académicos, think tanks, consultoras, organismos multilaterales y gobiernos han pensado que cierto tipo de eventos son riesgos globales porque son capaces de afectar a la sociedad mundial. Algunos son derivados del cambio climático, otros de las nuevas tecnologías, de origen biológico o del desarrollo financiero.

Estos eventos, denominados en ocasiones como mega peligros, se caracterizan por ser poco habituales, de alto impacto, con efectos asimétricos entre países y sectores sociales, y ocurrirán si no se hace nada para prevenirlos. Esto último los diferencian de la amenaza, como la de una guerra nuclear, que para que se concrete depende deque se decida provocarla.

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Su baja frecuencia conduce a que en los análisis de riesgos se les asigne una muy baja probabilidad de ocurrencia, y que no se diseñen apropiadas estrategias para mitigar sus daños, o políticas que incremente la resiliencia de los países y grupos sociales más vulnerables.

Las crisis de reactores nucleares, como el de Fukushima, y las crisis financieras, como la del 2008-2009, alertaron a la comunidad sobre estos riesgos. Los desastres naturales, sin duda alguna, han sido los que más permearon en la sociedad. Pero no fue hasta la pandemia del COVID-19 cuando la humanidad se dio cuenta que “nadie se podía esconder; nadie estaba realmente a salvo” de este tipo de riesgos.

La crisis en Ucrania ha sido otro aviso, porque también nos revela de una manera bien cruda cuán indefensos nos encontramos frente a ciertos sucesos. Más allá del sufrimiento de los pueblos directamente involucrados en el conflicto, millones de personas sobrellevan los efectos de la menor oferta de alimentos y combustibles, sin contar la de otros productos que podrían afectar su calidad de vida a corto y mediano plazo.

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Entonces, ambas crisis coinciden en que han sido capaces de despertarnos de la somnolencia que genera la creencia de la total controlabilidad del riesgo gracias a que su impacto se expande por todo el mundo, aunque una caiga en los presupuestos del riesgo y otra en el de amenaza global.

Otro aspecto para resaltar es que, si bien durante la pandemia la globalización permitió que nos pudiésemos ayudar unos a otros para mitigar sus daños, también mostró una dimensión minusvalorada hasta esa fecha: la dependencia de insumos críticos que provienen de otros países. Con esta guerra, esto último volvió a emerger, porque la alteración del flujo de capitales, bienes y servicios daña, en mayor o menor grado, a todas las economías. Desde otra perspectiva, se reconfirma la lección de que la globalización y las cadenas globales de valor han tenido la capacidad de generar una mayor eficiencia económica, pero a costa de una mayor vulnerabilidad ante ciertos eventos.

Dicho esto, la pregunta que nos podemos formular es si aprenderemos de esta crisis y a donde nos conduce. Podría pensarse que, dadas las experiencias de las guerras mundiales y de la guerra fría, es esperable que haya algún tipo de aprendizaje, que nuevas reglas e instituciones aparezcan y otras se modifiquen, o, incluso, que se genere un cambio en el orden político y económico internacional.

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Ahora bien, el uso de armas de destrucción masiva tendría otras implicancias. Si se sale de control, sería difícil alcanzar algún tipo de aprendizaje práctico que nos coloque en una situación superadora a corto y mediano plazo. Los daños serían irreparables y los peores escenarios se harían realidad.

En definitiva, mientras la crisis del COVID-19 se debió a la imposibilidad del cálculo del riesgo y esta guerra es el resultado de un proceso decisorio humano, ambas nos hacen vivir momentos cruciales en los que la humanidad se juega su futuro, aunque ahora ya no es en los laboratorios, sino en las amplias planicies del sureste europeo.

 

* Juan Miguel Massot. Director del Instituto de Investigación de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad del Salvador (USAL).