El militante era el habitante de la víspera, el que encontraba su razón de vida individual en la entrega a una causa colectiva. Fue una etapa que encaminó como nadie el sueño de la juventud, el imposible de ese crisol de razas que intentaba ser uno, pariente del tango, buscando una síntesis entre la utopía y la realidad. Educados para la civilización decidimos enamorarnos de la barbarie. Quizás surgió ante la ausencia de guerras reales o haciéndose cargo del romanticismo que exigía nuestra propia guerra. La militancia, como el amor no soporta el beneficio, corre el riesgo de caer en la prostitución. No era una tarea para empleados rentados, exigía transitar el sacrificio. Anterior a la violencia tanto como a este moderno imperio de la codicia, descubrirla era elegir el camino de imponerle romanticismo al futuro. Para los descendientes de europeos, formados en el culto a la civilización, no era fácil una conversión que arrastraba el sueño de la síntesis junto al riesgo de caer en el fanatismo. Tenía una fuerte impronta religiosa como todo lo que se imagina trascendente. Éramos dueños de una causa noble, de un sueño individual que nos insertaba en el imaginario colectivo y expresaba la más profunda forma de rebeldía. Formados para propietarios o gerentes del poder, elegíamos impulsar la causa de los humildes. El desafío era el cambio de clase social, aunque muy pocos habrían de llegar a esa cima de conversión existencial. Comprobamos que era más fácil arriesgar la vida que cambiar de clase, que de la muerte no se vuelve mientras fueron muchos también quienes retornaron a la caricia de las posesiones.
La militancia nos involucró en la política cuando se debatían cosmovisiones, concepciones del mundo y de la vida. Y con ellas venían las lecturas, los autores del pensamiento y de la acción; pasábamos de Marx a Sartre, a Malraux, a Camus, nos enojábamos con Borges, nos enamorábamos de Marechal. Leímos a Pepe Rosa para olvidar al daño de los Mitre, encontramos el sueño patriótico enfrentado a los negocios de siempre. Estaban Jauretche y Scalabrini Ortiz, el tango, con Homero Manzi, Catulo Castillo y el gran Enrique Santos Discépolo. Hugo del Carril, Leonardo Favio y Pino Solanas en el cine nacional. Y el cine europeo, con Fellini y Bergman, con Pontecorvo y Buñel. Y aquella película de Mario Monicelli, Los compañeros, donde el genio de Marcello Mastroiani ocupaba el espacio del perfecto revolucionario. La militancia convocaba al humanismo, a la cultura y la coherencia, al tiempo que la democracia y la violencia eran temas de todas las mesas. Con el marxismo y el cristianismo, éramos poseedores de un mundo que soñaba el humanismo y la justicia antes que la codicia aplastara los sueños.
La militancia convocaba al humanismo, a la cultura y la coherencia, al tiempo que la democracia y la violencia eran temas de todas las mesas
Nosotros tuvimos el regalo de la vida de convertir el imposible en realidad, recibir el retorno del General. Cuando en plena dictadura de Onganía iniciamos la lucha, nuestra utopía ni siquiera merecía el respeto de los materialistas de turno. Fueron años, de aprender de golpe la mística de los humildes, sus costumbres, a veces distantes de las nuestras; leímos los libros del mundo, nos ilusionamos con el Mayo en París, tuvimos nuestro “Cordobazo”. Las rebeliones en tiempos que hoy ocupan el lugar de un pasado perfecto.
No sé si está bien conmemorar esta fecha. Su logro fue tan importante como olvidado. El General vino a sembrar una paz que tanto necesitábamos como nos negamos a aceptar. No es que todo tiempo pasado fuera mejor, solo que ese axioma es de atroz realidad para nosotros. Estamos mucho peor que en aquel tiempo, el patriotismo es un bien escaso, la solidaridad se ha debilitado y el fanatismo se muestra más más dañino que nunca.
Recordar debe servir para aprender, para asumir una dura autocrítica, para que aquel triunfo no pueda ser celebrado desde el presente fracaso, asumiendo que esta dura decadencia también nos tiene como responsables. De otro modo, recordar es estéril, no sirve de nada.