OPINIóN

La democracia de la ciencia es la democracia de los hechos

La democracia no solo es moral y normativamente superior a cualquier otro régimen político, sino que también tiene que producir resultados socialmente valorados si no quiere ir desapareciendo en el mundo que tenemos por delante, incluso como consecuencia del voto de los ciudadanos.

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Deber cívico. | Pablo Temes

En su columna semanal en PERFIL del domingo 30 de julio, Eduardo Fidanza sostuvo una serie de argumentos para debatir públicamente con el historiador italiano Loris Zanatta. Zanatta había criticado en Clarín al presidente brasileño Lula da Silva por haber dicho que “la democracia es un concepto relativo”. Para Zanatta, “una tontería como esa no aprobaría ciencia política, ni historia de las ideas o filosofía”. Fidanza salió a la defensa del carácter relativo de la democracia con argumentos que me han invitado a involucrarme, si se me permite, en el debate.

En primer lugar, considero demasiado estrecha la visión que Fidanza tiene sobre la ciencia política. Para confrontar con Zanatta, Fidanza asimila a la ciencia política como disciplina científica con el “dogma” republicano que adjudica a Zanatta y a otros a quienes supuestamente no les interesa el aspecto social de la vida política. Pero la ciencia política es una disciplina amplia, que tiene muchas subdisciplinas dentro de su campo (el estudio de las instituciones, de la administración pública, de las relaciones internacionales, de la comunicación política, de los liderazgos, de los partidos políticos, los movimientos sociales, y un largo etcétera) y no se limita para nada a un área específica de estudios ni, por cierto, a defender dogmas. Al contrario. Puede haber colegas con opiniones políticas diversas, pero no es justo encasillar ni reducir a una sola idea los aportes de una ciencia social en su conjunto.

En segundo lugar, Fidanza minimiza a la ciencia política negándole el conocimiento de la realidad efectiva. En una supuesta dicotomía entre la democracia teórica de los libros y la práctica, entre las constituciones y los hechos, entre las instituciones y la calle, en su visión la ciencia política solo se ocuparía de un estéril deber ser. Para criticar la “idealización republicana” de Zanatta, sostiene que el italiano juzga a Lula “con el parámetro de la ciencia política” y por lo tanto “se pone del lado de la teoría”. Aquí hay otro error. Por supuesto, y como toda ciencia, la ciencia política utiliza teorías para comprender o explicar la realidad, pero su carácter científico radica precisamente en la validación (o refutación) empírica de sus hipótesis y/o enunciados, basadas en la observación de miles de fenómenos políticos que ocurren en la vida política real, incluso extrainstitucional. De hecho, ese interés llevó a los pioneros de la disciplina a abandonar lo que consideraban la estrechez del derecho político o la pura teorización de la filosofía política. 

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El voto de los estafados | Por Eduardo Fidanza

En tercer lugar, creo que esta mirada algo despreciativa de la ciencia política lleva a Fidanza a correr el eje de la discusión. Sin abrir un juicio sobre las opiniones de Zanatta, que no es mi objetivo, también me opongo a que la democracia sea un concepto relativo. Fidanza sostiene que sí lo es porque en la práctica de la calle, la democracia no es muy valorada en América Latina, o porque mayorías de argentinos sumidos en la pobreza, la inseguridad y la desesperanza desconfían de instituciones como el gobierno o el Congreso. Sin embargo, desde la ciencia política sí puede decirse que la democracia no es relativa, y ello es así  porque sabemos qué es, qué no es, cómo nace, cómo se erosiona y cómo muere. En otras palabras, que funcione de manera insatisfactoria no implica que pueda ser cualquier cosa o que sea un concepto relativo. En parte gracias a la ciencia política (es decir, a los grandes consensos entre sus cultores), no es aceptable sostener seriamente, por ejemplo, que Venezuela, Cuba, Nicaragua o Rusia son democracias a su manera. Aquí no hay relativismo ni elasticidad posible. No se trata de opiniones sino de conocimiento científico. Cada cual puede preferir la forma de gobierno que quiera, pero si no hay elecciones libres, limpias y competitivas, y si no hay derechos y garantías para oponerse al gobierno (libertad de expresión y de asociación) entre otros factores importantes, no hay ni puede haber democracia. En las últimas tres décadas, la erosión de las democracias por parte de gobernantes electos (tanto de derecha como de izquierda) y los deslizamientos de la democracia hacia otros tipos de régimen es algo que se estudia en la disciplina a nivel global, como se pudo ver en el 27º Congreso Mundial de Ciencia Política que se llevó a cabo en Buenos Aires a mediados de julio.

Finalmente, y en cuarto lugar, también es raquítica una concepción de la ciencia política exclusivamente centrada en los problemas institucionales, como supone Fidanza. Aunque es cierto que en los años noventa proliferaron los estudios sobre problemas institucionales (las relaciones entre el poder ejecutivo y el poder legislativo, por ejemplo) el argumento central de aquella producción era que las instituciones importan y había que tenerlas en cuenta para incrementar la efectividad de las políticas públicas, pero nunca que las instituciones son lo único que importa. Desde siempre la ciencia política también incluyó el orden socio- económico, la confianza de la ciudadanía en los líderes, el grado de desarrollo del Estado o las condiciones materiales de la ciudadanía como dimensiones centrales para un funcionamiento siquiera aceptable del régimen democrático.

A pesar de estas aclaraciones sobre los argumentos, coincido con las conclusiones de Fidanza: el bienestar de la ciudadanía es un pilar fundamental de la legitimidad democrática. La democracia no solo es moral y normativamente superior a cualquier otro régimen político, sino que también tiene que producir resultados socialmente valorados si no quiere ir desapareciendo en el mundo que tenemos por delante, incluso como consecuencia del voto de los ciudadanos.

 

(*) El autor es politólogo, profesor de ciencia política e investigador del Conicet.