En una nota publicada el jueves en Clarín, el ensayista Loris Zanatta cuestionó frontalmente a Lula, porque el presidente de Brasil sostuvo que “la democracia es un concepto relativo”. Para Zanatta, eso equivale a legitimar a Bolsonaro, Trump y Putin. Escribe: “Tontería como esa no aprobaría ciencia política, ni historia de las ideas o filosofía, no importa si antigua o moderna. Pero gobierna Brasil, es honrado en todas partes, venerado a menudo. Es lo que hay”. Zanatta no le perdona a Lula, entre otras cosas, ser condescendiente con Venezuela y no condenar sin atenuantes la invasión rusa a Ucrania.
La idea no es defender a Lula, por cierto. Es un político avezado que, más allá de sus opiniones, fue decisivo para desplazar al populismo de derecha de su país. Lo que queremos rescatar de esta polémica es otra cosa: la distancia entre la democracia teórica y la práctica; entre lo que prescriben las constituciones y lo que experimentan en los hechos las personas que viven bajo ese régimen. En definitiva, nos interesa el abismo entre las instituciones y la calle. Zanatta, al juzgar a Lula con el parámetro de la ciencia política y la historia de las ideas, se pone del lado de la teoría, para concluir que es un tonto. Pero la democracia de los libros devino en dramas y hastíos que tal vez expliquen la relativización de Lula.
De qué se habla cuando se nombra la democracia es un punto relevante para avanzar en esta cuestión. Según se deduce de Zanatta, la constitución republicana contiene a la democracia. Todo lo que se aparte de ella es un error. La república está en los códigos, solo se trata de aplicarlos y lo demás vendrá por añadidura. Aquellos que no lo entienden son populistas o, simplemente, tontos. Los que adoptan esta posición enfatizan determinados temas: la división de poderes, el derecho de las minorías, la libertad de opinión y reunión, los frenos y contrapesos, la propiedad privada. Poco dicen del aspecto social de las constituciones. Importan la forma de gobierno y los derechos individuales. El artículo 14 bis acaso los perturbe.
Que la democracia es relativa, algo que rechaza la idealización republicana, subyace en el sentido común de los latinoamericanos, décadas después del fin de las dictaduras. Según el Latinobarómetro, la valoración de la democracia, como un sistema preferible a cualquier otro, es aceptada solo por la mitad de los habitantes de la región. La otra mitad piensa que a veces es mejor el autoritarismo que la democracia o le da lo mismo una democracia que una dictadura. En Argentina, la relativización o el rechazo al sistema se reduce, pero dos tercios desaprueban su funcionamiento. En Latinoamérica, el desprecio por la democracia aumentó mucho con el estancamiento económico y el descenso de los ingresos, posterior al boom de las materias primas de la primera década del siglo.
Estos datos desalentadores se completan con otros, ampliamente deshonrosos para la teoría republicana de la democracia. Nos referimos a la confianza en las instituciones. En una encuesta de opinión realizada en 2022 por Poliarquia para el INCT (Instituto da Democracia) de Brasil, se constata que, en promedio, el 81% de los argentinos desconfía de las principales instituciones y organizaciones del sistema. Recelan del gobierno el 74%, del Congreso el 80%, de los partidos políticos el 88% y del Poder Judicial el 94%. Estos índices de desconfianza están acompañados por mala imagen de los políticos, pesimismo y resentimiento hacia las élites.
Los gobiernos resultan gravemente golpeados por este desafecto, que ocasiona un estrechamiento de la legitimidad de ejercicio de sus mandatos. Eso se tradujo en un fenómeno regional inédito: en las diecinueve elecciones presidenciales, con garantías democráticas, celebradas desde 2018 hasta hoy, solo en Paraguay ganó el oficialismo, en 2023. En el resto, los que gobernaban fueron derrotados.
Desempleo, bajos salarios, desigualdad, estancamiento, mafias e inseguridad, privilegios de las élites y deficientes servicios públicos son las causas que corroen la democracia. En esas condiciones, la república se convierte en un bien suntuario, al que solo pueden acceder los que tienen mejor educación e ingresos.
Los republicanos, como Zanatta y tantos otros, convencidos de la infalibilidad de su dogma, parecen haber subestimado el equilibrio indispensable entre instituciones y bienestar. La armonía de estos factores –jurídico uno, económico el otro– es el fundamento de la legitimidad democrática. Un arte extremadamente difícil, que no se resuelve condenando al populismo ni pontificando desde la ciencia política.
Lejos de la teoría, es iluminador entender las razones del voto en una democracia debilitada como la nuestra. Esclarecerlo, al menos en forma impresionista, nos enfrenta a nuevos sentimientos y motivaciones. Conocemos el “que se vayan todos”, el “voto bronca” o el “voto cuota”, que jalonaron distintas crisis de las últimas décadas, impulsados por razones que van desde el cálculo hasta el enojo.
Esta vez es distinto. Una extraña y sombría novedad emerge cuando se indagan las causas del voto. Multitudes, hundidas en la desesperanza, desean orden y regeneración moral, castigo implacable a los delincuentes, las mafias y los privilegiados, y garantías para los que solo por salir a trabajar arriesgan la vida. Estos votantes apoyan la mano dura y disciplinadora, a la que ponen por encima de las reglas democráticas. Añoran un (o una) Bukele, el líder que circula por las redes domando pandillas centroamericanas.
No debe sorprender. De los cuatro presidenciables, los dos que proponen esa línea obtienen, por lo menos, el 40% de la intención de voto. Con oportunismo y sin prejuicios, entran por la ventana de una casa desvencijada, que dejaron abierta la socialdemocracia radical, el neoliberalismo de Menem, el setentismo K y la derecha macrista. Proyectos arrumbados por la historia.
“Es lo que hay”, concluye Zanatta, descalificando la relativización de los valores republicanos. Los que piensan como él, en lugar de enojarse con la realidad deberían asumir sus responsabilidades y tratar de entender por qué la gente descree en las instituciones. La respuesta es sencilla y cruel: se sienten estafados por el sistema. Por eso votan como votan.
Esto solo se revierte con equilibrio entre las instituciones y el bienestar. Es el mejor antídoto contra el autoritarismo y la garantía del voto lúcido. Constituye la promesa abandonada de la democracia del 83. La que cumple cuatro décadas, desfigurada por sus traiciones.
* Sociólogo.