COLUMNISTAS
MENSAJES ABSOLUTISTAS

Todo puede ser nada

El país precisa progreso y gobierno. Uno sin el otro repetirá el fracaso. Debe prevalecer la sensatez.

20230716_votantes_temes_g
Deber cívico. | Pablo Temes

Como pocas veces desde de la restauración de la democracia, quizá la elección presidencial de 2023 vuelve a actualizar el dilema irresuelto de cómo progresar garantizando la gobernabilidad, dos condiciones que en los momentos estelares de la historia se solapan virtuosamente. Cuando decimos progreso, pensamos en tres requisitos básicos: estabilidad macroeconómica, crecimiento e inversión y aspiración a la movilidad social.

 Estos logros, infrecuentes en la Argentina, estuvieron en general acompañados por formas de consenso frágiles, pero facilitadas por las condiciones favorables. Es decir, siguió existiendo la dialéctica entre gobierno y oposición, pero se alcanzaron acuerdos legislativos y se moduló el conflicto.

Cuando decimos gobernabilidad, pensamos en ausencia de crisis severas, paz social y capacidad de conducción. Este concepto es tosco, no está definido por la calidad de la administración sino por la evitación de episodios como el final de los gobiernos de Alfonsín y De la Rúa, la pelea con el campo en 2008, el sudden stop de 2018 y la crisis cambiaria después de la renuncia de Martín Guzmán. El sentimiento de que el país está entrando en una turbulencia, que podría terminar en un crash, forma parte del sentido común argentino. A pesar de que desde 1983 solo en dos oportunidades este tipo de episodios ocasionó el fin abrupto del gobierno, la creencia de que “estos no llegan” se repite ante cada crisis, en la calle y en los mercados. Este gobierno no es la excepción.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Podría preguntarse qué encierra la tensión entre modernidad y gobernabilidad. O entre reforma y capacidad de conducción. Si nos atenemos a cómo se autoperciben y son percibidas las dos facciones que diputan el relato sobre la Argentina, podría decirse: el no peronismo reivindicará las reformas que llevan a la modernidad, mientras el peronismo rescatará la capacidad de gobernar, garantizando la conformidad que proviene del reparto justo. Según la opinión de muchos, el rol en la recuperación de la democracia y en el fortalecimiento institucional es el logro de los no peronistas, pero “este país solo puede gobernarlo el peronismo” es la conquista de los peronistas. Una ventaja para estos que parece relevante, si se considera además que viene asociada a la mejora de los ingresos, al menos hasta 2011.

Ilusión del neoliberalismo

Desde la vereda del no peronismo, tan afecto como el peronismo a la mitología, el problema es sencillo: tenemos la llave del progreso, pero el peronismo no nos permite accionarla desde el gobierno. Lo impiden los sindicatos, los gobernadores, la protesta social, el quiebre de las reglas. Por eso, ellos siempre vuelven a conducir el país y lo llevan, indefectiblemente, al retroceso. De allí, a una filosofía de la historia nacional que concluye que la Argentina se jodió el 17 de octubre de 1945, hay solo un paso. Desde el peronismo mítico, los argumentos no resultan menos sectarios: nosotros somos los legítimos defensores del pueblo, engañado por los que quieren hacer pasar la humillación de los más débiles por modernidad.

Ni una cosa ni la otra dirá una mirada desapasionada. Porque quedan preguntas sin responder. Por ejemplo, y hablando de economía: ¿el peronismo fue siempre populista y el no peronismo nunca usó esa receta? Otra: ¿el no peronismo representó invariablemente el progreso y el peronismo fue su negación? Estas son cuestiones incómodas para los no peronistas. Pero los peronistas deben hacerse cargo de las suyas, como por ejemplo: ¿crearon condiciones consistentes y perdurables para asegurar la equidad o cuando no la lograron culpabilizaron a los “enemigos del pueblo”, encabezados por los empresarios y el FMI? Cric, cric, cric: los dogmáticos de ambos bandos, ahora socios del club de la grieta, no resisten ni les interesa la evidencia histórica.

En esta línea, los gobiernos de Menem y Néstor Kirchner, con distinta ideología, no pueden considerarse simple populismo. Hubo crecimiento, inversión, prolijidad macroeconómica y la aspiración de progresar. Por cierto, durante un lapso breve y con fundamentos poco consistentes. No obstante, se procuró, para decirlo con la impronta de Gerchunoff y Rapetti, el equilibrio entre macroeconomía y armonía social. Es decir, amagues de un salto a la modernidad ocurridos en gobiernos peronistas. A la inversa, ¿puede sostenerse que Macri preservó la salud macroeconómica para ganar las elecciones intermedias y luego para intentar la reelección? Aumento del gasto y retraso del dólar entre 2016 y 2017, y en 2019 restablecimiento del cepo, desactualización de tarifas e incremento de las retenciones no parecen instrumentos de la modernidad. Antes, Cristina había dilapidado varias cosechas de soja para sostener su epopeya. Paradojas que explica la apetencia de poder, no la doctrina.

El scoring de los presidenciables

Considerando esos antecedentes, vayamos al momento electoral. Los cuatro presidenciables plantean soluciones confusas y contradictorias al dilema de progreso y gobernabilidad. Massa ofrece neomenemismo al círculo rojo y neonestorismo a la militancia kirchnerista. Es una propuesta astuta, aunque a esta altura muy improbable. Bullrich representa el sueño irrealizable del antiperonismo: erradicarlo por ser responsable del fracaso. Larreta va por la diagonal del consenso, con un realismo que parece no interesar a los votantes enojados. Y Milei sigue su deriva contra todos, acorralado por la soledad política.

Esa módica, si no pobre, oferta de los candidatos debe empalmarse con un rasgo de esta campaña: una fracción considerable de los votantes, que podría ser decisiva, se aviene a los discursos duros, lo que ofrece una aparente ventaja a quienes los enarbolan. Un taxista decía, el otro día: “Yo le doy mi voto a Bullrich, ella es la única que puede declarar una guerra y ganarla”. El ya célebre y atractivo spot que propone que “si no es todo, es nada” va en esa línea y para ese perfil de votantes.

El problema es que las relaciones de fuerza no dan para que el logrado mensaje posea chances efectivas de concretarse. Si tuviera vocación de modernidad, no la tiene de gobernabilidad. Significa pelea, no negociación. Excepto que sea para que los indignados voten una propuesta beligerante que cerca del poder se atenuará. Hay muchos moderados para representar.

Los mensajes absolutistas, ahora de Bullrich, antes de Cristina, atemorizan a los votantes que desean mejoras sin refriegas. El país precisa progreso y gobierno. Uno sin el otro repetirá el fracaso. O desatará un conflicto que imposibilitará las reformas. Si no prevalece la sensatez, todo puede ser nada.

*Sociólogo.